“Lo que cuenta son los hechos”, dice la promoción de Gran Torino. Lo que cuenta es el final, debería decir. Sobre todo si es de Eastwood, debería añadir. Quiero decir que Gran Torino es una película de coreografía plana, políticamente correctísima, que se salva de ser un ejemplo más del virus del corta y pega que devora el cine porque está muy bien contada y porque tiene el mejor final posible. Y, sobre todo, porque Clint Eastwood daría juego hasta presentando una teletienda.
Salvo él, no hay mucho conflicto que valga la pena en la película. Quiero decir que hay buenos personajes que apenas cambian de postura (la chica desenvuelta y el chico tímido) y caricaturas tópicas que desengrasan el drama, o lo pintan de trazo grueso. Es como una estructura férrea en la que el protagonista se queda con los conflictos y las evoluciones, los secundarios con su atractiva personalidad y su escaso desarrollo, y los coreutas con la carpintería tópica, aparte de un curilla cuya evolución es más bien un reflejo de las reacciones del espectador. Esto último siempre funciona bien, y yo no sé si cabe catalogarlo de truco o de recurso, igual que las constantes referencias populares, de cualquier espectador bien conocidas. Parecía un documental sobre el cine de los 90: la luz, el personaje de Jack Nicholson en un par de películas de entonces, los exotismos floreados, el fósforo/mechero de la última escena, que bien me podría salir en Warlock, la novela que estoy leyendo ahora, por no hablar de las varias escenas que nos llevan a Sin perdón y un aire que no tiene la profundidad constante de Mystic River. Hasta el coche me suena, no sé de qué. Y no me refiero a Starsky y Hutch.
Quiero decir que la película me pareció un producto más de metacine, de cine hecho con cine, de película que funciona por las referencias que la adornan, por los recursos del oficio. El final, espléndido, le venía bien hasta como gesto de ironía sardónica por parte de Eastwood, y a mí como un ejemplo más de cómo se acaba una historia, con la fórmula más antigua de todas: creando falsas expectativas, temiendo la lógica de lo verosímil. Hay una sensación muy curiosa que cuando se consigue vale por toda la historia. Se trata de que el espectador siga la lógica del relato pero le decepcione que al final vaya a ser tal y como él se ha imaginado. La sorpresa nos agrada con ese punto de admiración instintiva que sentimos hacia quien demuestra más pericia que nosotros.
Pero no es solo lo que suelo llamar barrer a los centrales, llevar a un lado las expectativas para marcar un gol por sorpresa. No es que no sepas por dónde te va a salir, sino que sepas que no debe salir por el único lado que a ti se te ocurre. Cuando así es, y sientes vencida tu pobre fantasía, la sensación, paradójicamente, es de plenitud, del genuino disfrute de una obra de ficción.
En ese sentido, Gran Torino es una pieza de manual. En conjunto, la obra de un tipo que ya no comete errores, ni al elegir los guiones ni al contarlos con esa parsimoniosa fluidez que tan bien domina. Digo que es políticamente correcta. Y tanto. Nunca sabremos si el sentido autocrítico norteamericano es sólo una forma de expiar sus culpas de la forma más rentable. En eso los americanos son muy buenos. En el mercado de la Educación para la Ciudadanía estas películas se venden como churros.
No he visto aún Gran Torino, pero por lo que sé de Eastwood , y por lo que tú cuentas, me la imagino. Y es que, como creo que tú piensas, hay películas que ya sabes por dónde van a ir, que son un valor seguro, pues su creador es alguien tan avezado ya en su oficio, que no puede fallar; por eso, vas a disfrutar, pero no a sorprenderte, ni a sentir inquietud o comezón interior, como sí sientes cuando vas a ver qué es aquello que resulta ser , como mínimo, diferente, arriesgado o , simplemente, tan terriblemente duro, que casi no puedes ni respirar. Algo que a mí me ha pasado últimamente en No quarto da Vanda, del portugués Pedro Costa: un cine arrebatado, al modo de Straub y Huillet , o de Garrel. Pero, sin ir tan lejos, también puede causarte una agradable emoción ese cine de silencios, de planos largos, de miradas, que tanto bebe de Erice, o de Kiarostami, o de todo el cine oriental, pero que también tiene su lugar en Latinoamérica, como ocurre con La teta asustada, de Claudia Llosa, que, aunque peruana - y sobrina de aquel otro , reside en Barcelona. Cine de emoción, al fin y al cabo, que es, en realidad, su única función posible en los tiempos que corren.B.C.
ResponderEliminarNo sé si veré la película, ni siquiera cuándo llegará a Teruel. En todo caso, cuando la vea, contestaré. Aunque sea porque, como decías tú, la Educación para la Ciudadanía me recuerda a la monserga sobre cambiarse de calzoncillo.
ResponderEliminarAnónimo Mercero.