Llevo un año viviendo en el siglo XIX. Oigo los cascos de los caballos que pasean por la calle, y las vendedoras de pavos que se arremolinan en la plaza del Mercado, justo en el momento en que por fin se decidió cubrirlo de adoquines. Los tablajeros arrastran cuartos de vaca por el barro, las familias pudientes montan bailes en el Casino Mercantil, en los periódicos hay vivos debates sobre esto y aquello, siempre dividido en dos, el esto de los progresistas y el aquello de los conservadores. España entera presumía de ser leal a sus ideas, es decir, de perdonar las tropelías que pudieran cometer los suyos. Pero por lo menos no había luz eléctrica. Galdós añora de vez en cuando los tiempos de antes de las farolas, cuando al atardecer sucedía el silencio y la noche oscura. Cuando pasaba un hecho grave, o había que dar una noticia urgente, las cartas de caligrafía redondilla tenían que ir en una diligencia hasta Calatayud, que como era una subcontrata y quería cumplir los horarios, se saltaba pueblos o arreaba las caballerías a todo meter, tanto que provocaba quejas airadas de viajeros que volaban aterrorizados a veintitantos kilómetros por hora. Salvando la velocidad, más o menos como ahora. Las fiestas de julio, en fin, eran como antes del bakalao, o como volverán a ser si es que la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón no se queda en agua de borrajas.
El propósito de leer tanta novela decimonónica era ir empapando mis oídos con aquella vida sin tecnología. En 1885, el año que murió Alfonso XII, Teruel era una ciudad apacible tomada por la muerte. Un cólera cuya propagación seguía siendo un misterio entraba por el hilo de cochambre que unía entonces a la población. Si algo malo tenía el siglo XIX es que la gente olía mal, no había una buena red de saneamiento y los cerdos se criaban en las azoteas de los edificios. No había conciencia de virus, de modo que seguir vivo podía ser una perfecta lotería. La gente pisaba con toda naturalidad boñigas de mamífero que podían significar su muerte fulminante.
Ha sido muy divertido leer todo eso. Pero ahora hay que escribirlo. Será, si no se tuerce la cosa (y si se tuerce qué le vamos a hacer) el contenido del nuevo folletín, el quinto ya, el próximo mes de agosto. Hasta entonces, creo que voy a dejar de darles la paliza con las bernardinas y voy a retirarme a mis aposentos, a ver qué se me ocurre.
Retírese a sus aposentos pero vigile los pies (por lo de las boñigas...;-)
ResponderEliminarEspero que de sus esfuerzos tengamos un nuevo y estupendo folletín.
¡Ánimo!
Le tengo reservada una sorpresita, señor Ubé, no le digo en qué capítulo.
ResponderEliminarMucho anuncio pero poco capítulo. Me parece a mí. Mmmmmm...
ResponderEliminarJuan Carlos
...nos advierte en el periódico que nos deja...plantados...
ResponderEliminar¿sorpresita? Con lo curioso que soy no voy a poder dormir, jo.
ResponderEliminarPues yo pienso que te prodigas muy poco. Espero que reconsideres lo de hacerlo aún menos...
ResponderEliminarUn abrazo
Muy bonito todo eso, pero a ver si pasan cosas en la novela... En serio, espero con impaciencia que empiece. Un abrazo,
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