10.8.09

La enfermedad sospechosa, 10


La mujer más dichosa del mundo

Fuese por su recién estrenada condición botánica o por su imaginación enfebrecida prematuramente, el caso es que a Ramón Vargas empezó a darle aprensión vivir en una cuadra de las Cuevas del Siete, por limpia que pareciese. Las teorías del alemán Koch, del inglés Snow y del tortosino Ferrán lo habían convencido hasta la hiperestesia. Si en efecto era una bacteria que se propagaba por lo sólido y lo líquido y no por lo etéreo, apenas había un palmo de tierra que no fuese un ponzoñoso caldo de cultivo. Regueros de aguas negras cruzaban las calles y se estancaban en albañales que desprendían un vapor fétido cuando les pegaba el sol. Las moscas bebían en la carne viva de algún burro, y se posaban después en el plato de entresijos que los niños comían con los dedos sucios y en la pastura de morcacho que echaban a las bestias de comer. En las casas, las pulgas hacían nido en colchones de lana podrida por generaciones de sudor. Los vasos de vino se enjuagaban con aguas turbias en las que habían bebido perros enfermos de rabia. Las manos que amasaban el pan acariciaban al caballo, y recogían su estiércol. Ramón se dio cuenta de que no había en el mundo nada intocable. Todos los objetos, todos los alimentos y todos los detritus formaban parte de una tela de araña mortífetra entre cuyas vías viajaba el microbio mucho más ligero que el ferrocarril.
Ramón creía estar haciendo lo que debía. Si de algo le había servido la carta de don Francisco Loscos era para no dejarse llevar por la botánica. El ejemplo del hermano Silvestre, que ya se había puesto manos a la obra, le empujaba a considerar qué aspecto podía depender de sí mismo. En la escuela no sólo dictaba párrafos de Charles Darwin sino fragmentos de cartillas sanitarias que después explicaba a los muchachos. Fuera de allí, y teniendo en cuenta que pocas personas sabían leer, Ramón aprovechaba siempre que podía sus visitas a las casas de los labradores y trataba de explicarles las más elementales medidas de protección. Los agricultores lo miraban con respeto, la mirada concentrada, los labios prietos, pero después de escucharlo se encogían de hombros o estallaban en una risotada a la primera gracia que soltase cualquiera.
Ramón empleaba todos sus recursos para sortear la ignorancia y hacerse escuchar, pero pronto comprendió que la misma idea de higiene no era comprendida naturalmente. El olfato de aquellas gentes no distinguía como bueno o como malo sino como fragante o fétido, sin más. Las heces, como los cadáveres de los animales, no se arrojaban algo retiradas de la casas porque fuesen focos de infección sino porque olían mal. Y el olor, a fin de cuentas, nunca dejó de ser una cuestión de costumbre.
Cada vez que se acercaba a la taberna, o paraba en un corro de albarderos que se juntaban a la caída de la tarde bajo la sombra del acueducto, o entraba en el obrador de compostura de sombreros usados que había cerca de la escuela, trataba de sacar de algún modo la conversación, pero la gente la espantaba como se espanta a una mosca.
Su situación personal le parecía cómica. Estaba convencido de ser un nihilista y se dedicaba a predicar como un fraile. Explicaba teorías que, según se mirase, invitaban al catastrofismo, y al mismo tiempo trataba de justificar su conciencia trabajando por la causa de la salubridad. Detestaba las costumbres de los curas, pero si quería estar en paz consigo mismo debía comportarse como su amigo el franciscano.
El encargo del doctor Benito, la promesa de un trabajo útil y remunerado, lo estaba sacando del atolladero. Y, como las dichas no se racionan (y así son de largas después las penas), los nuevos concejales del Ayuntamiento, renovado a principios de mayo, pagaron a los maestros parte de los atrasos, y les prometieron poner al día sus emolumentos antes de final de año. Lo primero que hizo Ramón fue desempeñar los libros de Catulo, pagar sus deudas con la lavandera y comerse un buen filete casi crudo en el figón del Tozal, después de semanas de comer sólo verdura por las noches. De todos era sabido que la carne cruda fortalecía el cuerpo, que llevaba mucho alimento la sangre que corría por los tendones y se empapaba como en una esponja entre las vetas de grasa.
El estómago le cambió el punto de vista, como si su espíritu fuese una máquina de vapor y volvieran a escucharse, perezosos, desengrasados, los bufidos y las paletadas después de mucho tiempo de cenizas frías. Con los poetas paganos desempeñados y su traje marrón, Ramón subió hasta la casa de la lavandera. Era ya tarde. Los días empezaban a ser calurosos y al atardecer las calles se llenaban de corros de vecinos sentados en sillas de enea que tomaban el fresco a la puerta de su casa. Desde que embocó la calle de La Comadre hasta que, después de girar a la derecha, llegó al portal de Francisca, Ramón tuvo que destocarse cuatro o cinco veces, bien porque algún padre de algún alumno lo saludaba, bien porque un amigo de la infancia ya casado había ido a visitar a un vecino, o bien porque, sin conocerlo, se preguntaban quién sería y lo miraban. Cuando llegó al portal pudo comprobar que el vecindario en pleno estaba pendiente de sus movimientos. El suelo pedregoso se había dividido en dos por un reguero central de aguas fecales. Los corros de vecinos no hacían distinción entre las dos orillas.
La puerta estaba entreabierta, Ramón asomó la cabeza y la llamó desde dentro del zaguán para que Francisca no tuviera que asomarse a la ventana.
-¡Señá Francisca, que vengo a recoger el traje de don Jacinto! –gritó.
Eso pareció apaciguar las expectativas de la concurrencia, que continuó tranquilamente sus conversaciones encima del arroyo negro.
Al bajar Francisca las escaleras casi le vuelve a dar un vahído. No había reconocido la voz y de pronto vio a su Manolo mismamente, las mismas hechuras, igual de alto y escurrido, la misma mata de pelo revuelto de tanto pensar y el mismo bigotazo negro de albañil, sin guías ni pomadas. Manolo en persona con zapatos de charol.
-¡Ay qué susto, Virgen Santa! ¡Hombre de Dios, llame usted más alto, que por lo menos la voz no la tiene igual que Manolo, y así voy haciéndome a la idea!
Francisca lo decía todo sonriente, apresurada, como si estuviera contando lo que iba a poner para la cena, con un modo de exagerar que servía para quitar importancia a la exageración, casi como una broma. Pero pronto se recuperó del susto y volvió la mujer que olía a agua de rosas y a ropa recién planchada, grande y de buen color, rebosante de salud.
-¡Ay que ver, todavía me hago cruces de lo bien que le sienta el traje!
-A pagárselo vengo –dijo Ramón, que sonreía por debajo del mostacho.
-¡Pues estaría bueno! ¡Yo vendiendo la ropa de mi Manolo, como si fuera el expolio de Nuestro Señor! De eso nada. Usted llévelo porque le sienta muy bien y además el traje de don Jacinto estaba hecho una pena y se lo he dado a los pobres.
Ramón se sentía muy a gusto. Aquel zaguán olía maravillosamente. La mezcla de azahar y sosa cáustica que salía del patio se juntaba con el aura de almidón que iba despidiendo la lavandera cuando movía el cuerpo al hablar. Las aspidistras del patio parecía que les hubiesen sacado brillo, el mismo brillo que había en los baldes de lata y en los badiles, bien fregados con estopa y puestos a secar.
-¿Cómo es posible que críe usted aquí azahar, con las heladas que caen?
-Ay, amigo, pues con mucho cuidadico. Usted qué se pensaba, ¿que a las plantas se les caen las hojas y ya está?
-Pues ya me enseñará el secreto, porque yo también cultivo un jardín.
-Ay, secretos, secretos –dijo Francisca, sin saber muy bien por qué.
-Disculpe, señora, pero el señor Martín el de la librería me ha dicho que usted también acoge huéspedes. Ahora mismo puedo pagarle varios meses por adelantado. Parece ser que nuestra situación, con el nuevo Ayuntamiento, es un poco más normal…
Francisca lo miraba moviendo la cabeza arriba y abajo, pronunciando con los labios lo que oía.
-Pues es que… -dijo al final, abriendo mucho los ojos- con los polisones y los vestidos tengo toda la casa llena, y yo ya…, alguna vez si es una chica que viene del pueblo, sabe usted, pero yo no, o sea, no...
-Bueno, bueno, no se preocupe –reaccionó Ramón-. Yo, para serle sincero, iba buscando una casa tan limpia como esta. No sabe usted lo que hay por ahí. Pero ea, estoy muy agradecido con usted. Ya que no me alquila una habitación, permítame que la convide a ir a los toros.
Ramón sacó los dos billetes del bolsillo y se los enseñó a Francisca. Aún no había perdido la esperanza de vivir en un refugio tan higiénico.
-¡Uh! -gritó Francisca-. ¡Pues no hace años que no voy yo a los toros! Desde que me llevaba Manolo, que en paz descanse, yo ya nada. Yo voy a ver la salida. Aunque, mira, el otro día me dijeron que Fuensanta la del calderero, que le cayó un hierro en la nuca y lo descabelló, había ido de luto a los toros y nadie la miró mal ni le dijo nada.
-Mujer, pasa el tiempo. ¿Cuánto hace que murió don Manuel?
-El diecisiete de septiembre hará veintitrés años.
-Igual ya es hora de que vaya sacando alguna prenda de alivio luto...
-¿Verdad que sí? –dijo ella, algo colorada, sería por el entusiasmo.
-Claro que sí, mujer. ¿Qué hay de malo en que se airee un poco?
-Uy, hijo mío. Yo aireada estoy mucho. Pero es que allí, delante de todo Teruel… Bueno, traiga.
-Eso, eso, cójase usted su billete, no se me vaya a perder a mí.
-¡Pues no será por los agujeros del bolsillo, que de eso yo respondo!
A Ramón le hacía gracia la lavandera. Sería lo menos diez o quince años mayor que él, y no tenía las manías de las patronas viudas, que de esas Ramón había sufrido ya unas cuantas: beatas malpensadas, avaras embusteras, y un poco guarras. Francisca era todo lo contrario. Era como si la pulcritud extrema de su piel se hubiera trasladado a su interior, hubiera calado como una lluvia fina de alegría. En todo caso, el que Ramón se pusiera así de pronto tan rumboso debió de ser efecto de la carne, no ya tanto de la generosa de Francisca cuando de la sanguinolenta que se ventiló en el figón.
La plaza de toros estaba en los llanos de San Cristóbal, justo encima del barrio de las Cuevas en el que vivía Ramón. Se subía, desde la Ronda del 4 de agosto, por la carretera de Alcañiz, después de atravesar por los arquillos inferiores del acueducto el barranco del Arrabal. Algunos espectadores bajaban la Andaquilla y remontaban el otro lado del barranco, entre las casas del barrio y los pajares. Por aquí subían las mulillas enjaezadas con cintas y cascabeles y las reatas de caballos viejos.
Ramón, de niño, había ido alguna vez a los toros. Lo recordaba como un griterío general cuya causa no conseguía adivinar, como si el público entero lo mirase y le sonriese, con gestos más propios del sueño que de la vigilia. Después, de mozo, le pareció absurdo y hermoso. La vida era demasiado corta como para no admirar a quien se burlaba de ella. El tiempo y la botánica hicieron que le pareciese una costumbre moderadamente bárbara, y cuando pasó ya bien pasada la treintena dejó de ir, sobre todo porque, aparte de cuestiones intelectuales, casi nunca tenía un real.
Pero el hecho de pasar largas temporadas a dos velas hacía casi obligatorio pegarle fuego al dinero. Cada semana, los días de paga, los figones se llenaban de obreros borrachos y glotones para quienes la miseria del día siguiente sería una normalidad incuestionable. Y eso, pensaba Ramón, acaba metiéndose en la sangre.
Las entradas eran buenas. Les tocaron dos casillas a la sombra. Subieron en un coche de punto, como los señores, que en días de feria costaba veinticinco céntimos. Ramón arregló uno por la mitad, un simón destartalado con un caballo viejo que subió la cuesta de la carretera a trompicones, parando a resollar a cada poco, hasta que el cochero lo arreaba con un trallazo. Les adelantaron casi todas las calesas, algunas de las cuales llevaba detrás, atado, otro caballo viejo que llevaban para la corrida. Los cocheros y muchos propietarios aprovechaban las fiestas para renovar el tiro. Francisca estaba entusiasmada. Eso de ir a los toros en un coche de caballos con el maestro era el no va más.
Dentro, el río de gente sudorosa los apretujaba, entraba por los vomitorios como las ovejas, se amontonaba luego en las estrechas gradas de madera y empezaba a chillar. Había mucha expectación por ver a un joven picador madrileño, El Agujetas, del barrio de Lavapiés, que daba mucho espectáculo. A Francisca y a Ramón les correspondían unos bancos algo más holgados, y aun así Francisca ocupaba cuatro dedos de las localidades contiguas. En la tarde calurosa de primeros de junio, por la sombra corría una ligera brisa, pero el sol era un enjambre de abanicos destellantes, como un mar de colorines. La gente gritaba, comía, se levantaba para beber de la bota, se saludaba, discutía. Nadie parecía querer estarse quieto. En la sombra, los jóvenes rivalizaban con sus novedosos sombreros de paja, lo que, entre ellos, llamaban canotier, entonces muy de moda en las capitales. Pero también gritaban y reían y se saludaban.
La localidad estaba justo debajo de los palcos de la presidencia y de las familias de particulares. Ramón se volvió porque le estaban poniendo el sombrero perdido con cenizas de puro, y vio que unos metros más allá, en el palco de al lado, estaba la familia Benito. La mirada del doctor Benito se cruzó con la suya y ambos se saludaron cortesmente con una sonrisa y unos gestos del doctor que parecían ponderar el gran ambiente de la plaza, que estaba de bote en bote. Sin acabar el saludo, el médico hizo señas a su hija de que se volviese, y la señorita Amparín también saludó muy efusiva a Ramón. No así el hermano, Julio, que masculló entre el griterío unas palabras y se terminó el saludo. A partir de entonces Ramón se pasó la corrida mirando al ruedo, porque alguna vez que desvió la vista vio a la señorita Amparín que todavía lo estaba saludando.
La corrida, por lo demás, fue un desastre. Los toros de la viuda de Fornés, de Villar del Cobo, salieron bueyes de carreta. Aparecían en el ruedo en mitad de una nube de polvo, grandes, cornalones, engallados, pero luego escarbaban, salían abantos, se defendían. El único toro que tuvo interés fue Caramelo, listón, negro albardao, que hizo lucirse al joven Agujetas. Montado en un jamelgo con las orejas atadas y un pañuelo negro en los ojos, el Agujetas, junto a las tablas, enseñaba al toro los pechos del caballo, el toro ensartaba el caballejo contra el burladero, lo abría en canal y le sacaba el mondongo a cornadas, y entretanto Agujetas, volcado sobre la garrocha, desangraba al morlaco sin caerse. Cuatro caballos mató ese toro. El último cayó al suelo y cuando los monos sabios le rellenaban la herida con arena y estopa para cosérsela, el caballo dio un respingo y cruzó el ruedo pisándose las tripas, y en el centro del ruedo le dio un tembleque y cayó patas arriba. Ramón habría jurado que era el caballo que los llevó a los toros.
Toreaba Tomás Larrondo. Corito, el Toni y el Manchao fueron a poner los palos. El toro se quedaba en la suerte y los peones ponían medios pares al cuarteo, porque el toro ni humillaba ni arrancaba. Corito fue a lucirse en el segundo par y se metió en la cuna del morlaco, que no lo deshizo porque estaba romo, pero aun así lo volteó y le dio un puntazo y el público chilló todo el tiempo que duró la cogida, y quedó muy impresionado. Francisca metió un alarido de ópera sin acompañarse con el gesto de la cara. El resto fue parecido. Los toros eran malos y los caballos morían de cuatro en cuatro.
Poco antes de que terminase Ramón vio cómo la familia Benito abandonaba el palco, y el propio Ramón convenció a Francisca de que se marchasen antes para evitar apretujones. Salieron por el desolladero. Ramón se conocía bien los pasillos de la plaza. En invierno siempre había sido el sitio preferido de los niños. Unos obreros con pañuelo de nudos en la cabeza estaban echando tierra sobre un montón de caballos muertos, para detener la sangre y mitigar la pestilencia. Las cabezas crispadas se habían encogido y sólo se les veían los ojos y los dientes. Les colgaban las lenguas llenas de arena y el pellejo se les había puesto azul. La gente había empezado a acumularse para ver salir las carretas con los toros descuartizados. Atados a una pared, los caballos que habían sobrevivido comían paja poco antes de ser sacrificados y cubiertos de tierra junto a los demás, que a veces aún resollaban a su lado. Cuando entró el último toro de la tarde, varias madres con jícaras de barro hacían cola para ponerlas en el chorro de sangre del toro cuando los matarifes le daban el primer hachazo en el cuello. Llenaban el cuenco y se lo daban a beber a sus hijos enfermos de anemia.
Volvieron a casa dando un paseo. Era la primera vez en muchos años que Francisca formaba parte del gentío alegre que salía de los toros. Incluso saludó a alguna vecina que como ella siempre había ido a la salida. Se sentía más joven. Era como ir con su Manolo. Era la mujer más feliz del mundo.

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