30.8.09

La enfermedad sospechosa, 16


Caín y Abel

Francisca Torres Martín, natural de Formiche Alto y vecina del Arrabal, falleció el día 5 de julio y fue la primera víctima del cólera en la ciudad de Teruel, pero no por ello se suspendieron las fiestas. Dos días antes, el 3 de julio, había tenido lugar la ya tradicional manifestación cívica en memoria de los heroicos defensores de la ciudad contra el asedio carlista. El doctor Benito se mostró contrario a la celebración de solemnidades que convocasen en las calles a mucho personal y lo invitasen al hacinamiento, pero el señor Esteban, nuevo alcalde de Teruel, no quiso estrenarse en el cargo provocando la desconfianza de los constitucionales. Así que no solo hubo desfile y pasacalles, homenaje y ofrenda floral, desencuentros con el obispo e incluso un detenido por no quitarse la gorra al paso del monumento, sino que al día siguiente se confirmó que para las inminentes fiestas de la Vaca del Ángel no habría una corrida de toros ensogados el domingo sino dos, una el domingo y otra el lunes.

Esto había terminado de indignar al doctor Benito. Francisca Torres, como casi todos los vecinos, había asistido a la cabalgata dos días antes de su muerte. Entre los amigos del doctor cundía el convencimiento de que Teruel, de muros para adentro, era un lugar seguro. Meneaban la cabeza y ensayaban otros gestos de preocupación cuando les llegaban noticias de cómo el cólera estaba derramándose por la provincia, pero les parecía que las murallas que resistieron a los carlistas resistirían también a la epidemia. Los barrios del Arrabal y de las Cuevas estaban más allá de la ciudad levítica, de la tacita ensimismada, eran como pueblos añadidos, y por un caso que hubiese sucedido allí no era como para echarse las manos a la cabeza, ni mucho menos suspender las fiestas.

Amparín y doña Emerenciana llevaban ya unos días en Albarracín. Allí las medidas preventivas se practicaban con celo extremo, y eso tranquilizó al doctor. Su hijo Julio, en cambio, iba y venía, entraba y salía, tan pronto cabalgaba por los pueblos de la sierra y alternaba con tratantes de ganado, como volvía a casa de madrugada, siempre con algún amigo que le riera las gracias. Tan sólo una vez trató de hablar en serio con él de sus obligaciones hipocráticas. Aunque jamás hubiera ejercido su noble profesión, él, Julio, también era médico. En vez de dedicarse a labores preservativas, a informar a los vecinos e instruirlos en el manejo de los desinfectantes, se había obcecado con un asunto al que el doctor Benito tampoco le daba tanta importancia.

-Desde que anda enamoriscada de ese maestrucho está perdiendo la cabeza, padre. Una cosa es que suelte inconveniencias y otra muy distinta que vea visiones.

-En Albarracín estará más tranquila. La amenaza de la epidemia la tiene perturbada. Su prima Blanca la confortará. Ya verás cómo en Albarracín no tiene visiones.

-No. No es la epidemia. La epidemia tampoco es para tanto –bramaba el hijo-. Debería estar aquí. ¿En qué mejor casa que esta podría estar protegida contra el cólera?

-Aquí, desde luego, no. Y tú, con la vida que llevas, si te quieres salvar, más te valdría irte con tu hermana. Aquí tampoco haces nada de provecho.

Los dos hablaban en la redacción de El Ferro-carril. Don Aurelio estaba terminando de redactar una nueva lista de medidas higiénicas imprescindibles para publicarlas en el siguiente número. Sentado en su escritorio, miraba a su hijo con la distancia de quien ya no espera nada.

-Es usted muy injusto conmigo, padre. Trabajo por el patrimonio familiar.

-Ah, sí, comprando terneras a bajo precio para cuando llegue la epidemia y la carne se ponga por las nubes –dijo don Aurelio.

Julio puso cara de sorpresa. Al médico le dolió que su hijo tratase de engañarlo.

-Tú sabrás los manejos que te traes con el Delgado ese, hijo mío. Pero yo no quiero que mi nombre aparezca en ningún documento junto al suyo.

-No se preocupe, padre –dijo Julio, ahora con el rostro serio y el mentón altivo-; si lo prefiere, firmaré sólo con la inicial de su apellido.

-Eres un vago y un insolente. ¡Quítate de mi vista!

Julio recogió su canotier. Su rostro dibujó una cínica sonrisa.

-Yo trabajo por la vida, padre. Y usted trabaja por la muerte.

Ya no le contestó. A duras penas pudo concentrarse en lo que estaba escribiendo. El correo de aquel día le había informado de que su amigo don León Culla, médico de Caminreal, había muerto víctima del morbo asiático. La provincia estaba quedándose sin médicos, unos porque caían invadidos y otros porque no se arriesgaban a una muerte muy probable. La Diputación, según constaba al doctor Benito, llegó a ofrecer hasta 40 pesetas diarias, una verdadera fortuna, a los médicos que prestasen sus servicios en la ribera del Jiloca, ya completamente invadida. Sólo dos médicos aceptaron ir, Sebastián Buj, que fue destinado a Villarquemado y Torrelacárcel y padeció la invasión del cólera casi de inmediato, y otro, Anastasio Escriche, a Berge, donde duró algún tiempo más. La ciudad de Teruel, entretanto, preparaba sus fiestas.

En cierto modo, don Aurelio sentía haber perdido un hijo pero haber ganado otro. En todo este tiempo Ramón Vargas y él habían actuado codo con codo. Quizá era lo que más le dolía, que teniendo un hijo médico tuviera que ampararse en un yerno maestro, infinitamente más dispuesto y mejor informado que Julio. La jornada de Ramón no desperdiciaba un minuto. Llevaba onzas de azufre por las casas del Arrabal y de las Cuevas desde antes de que los agricultores sacasen las bestias de la cuadra, antes de que los trabajadores echasen su perra de cazalla en la taberna y las mujeres apoyasen los cántaros en la cadera. Iba comisionado por el gobernador provincial, que había creído más oportuno, para forzar al vecindario, amenazarla con duros castigos si entorpecían las labores de desinfección. Un alguacil lo acompañaba para que Ramón no perdiera el tiempo tratando de convencerlos. Él mismo se desinfectaba varias veces al día, al entrar a su casa o a la redacción del periódico, y ponía extremo cuidado en que su piel no tocase nada, en no beber más agua que la que traía de la Peña el Macho un aguador a casa de Francisca, y por supuesto en inspeccionar cualquier alimento que se llevase a la boca.

La tarde en que padre e hijo habían tenido tan agrias palabras, Ramón apareció por el periódico con noticias frescas del doctor Ferrán. Primero se le había prohibido poner en práctica sus inoculaciones, sobre todo a raíz del informe del doctor Brouardel y de la polémica con el joven catedrático Ramón y Cajal. Luego, al ver la magnitud que amenazaba con alcanzar el cólera, se le dio permiso para que vacunase, y pocos días después se le retiró ese permiso de manera definitiva. En todo este tiempo, el doctor Ferrán sólo parecía haberse granjeado la curiosidad de todos y la fe de los pueblos afectados. La gente se agarraba a las promesas de salvación como lo ha hecho desde los hombres primitivos. Unas hermanas de Murcia se murieron antes de que las atacara el cólera por sobreingestión de láudano. Muchos ya infectados acudían a ponerse la vacuna milagrosa, moribundos en parihuelas le eran acercados como si fuera un santo.

Pero las clases cultas se habían cebado con él. Los periodistas lo tachaban de charlatán y vendedor de crecepelo, un gobernador denunció que estaba intentando lucrarse con la industria del placebo, y el mismísimo Ministro de la Gobernación llegó a poner en duda, en sede parlamentaria, la seriedad científica del procedimiento. Para Ramón la culpa era del dichoso doctor Brouardel y del complejo de inferioridad del gobierno de España. Ese médico francés, tan pagado de sí mismo, le había cogido al doctor Ferrán poco menos que ojeriza.

-Y si se trata de un invento tan noble que ha de proteger al género humano de sus enemigos más difíciles de combatir –decía el doctor Benito-, ¿por qué se niega a decir cómo cultiva el bacillus? ¿Y por qué quiere vender su invento?

-Porque tiene que comer y alimentar a su familia, y porque tampoco se ha negado a decirlo. Él mismo le ofreció al francés sus caldos para que los analizase. Y el otro, en vez de ponerse manos a la obra, se sintió ofendido. Así no vamos a ninguna parte.

Esta discusión se convirtió en habitual, pero no por ella el doctor Benito se negó a publicar cuantas nuevas le traía Ramón sobre el asunto. Hasta entonces sólo se trataba de explicarlo, pero esa tarde Ramón entró a la redacción muy excitado.

-Don Aurelio –le dijo, sin percatarse de la palidez del médico-. Traigo noticias.

Ramón desplegó entonces la franca sonrisa de quien ha encontrado solución a los problemas.

-Mi amigo Pau me puede proporcionar cien dosis de vacuna –dijo.

Al doctor Benito le costó reaccionar. Su pensamiento y su mirada permanecieron absortos en la pluma de escribir.

-¿Y para qué las quieres? Están prohibidas.

-¿Prohibidas por quién?

-Por el gobierno.

-Usted mismo me dijo ayer que el gobierno no ha dado un real para prevenciones. ¿Qué le importa al gobierno lo que hagamos en Teruel?

El médico recuperó la compostura. Se arrellanó en el sillón y se atusó el bigote.

-¿Y dónde vas a ir, a las casas del Arrabal? ¿Vas a pedirle a quienes vieron morir a Francisca Torres que se metan en su cuerpo el mismo bicho que la mató a ella?

Ramón irguió la postura y cruzó las manos.

-Yo mismo me vacunaré. Y me gustaría que fuese usted quien me lo inyectase.

-¡Tú estás loco! –se dijo el doctor Benito, mientras se revolvía en su asiento.

Entonces Ramón, con toda parsimonia, dejó el maletín que traía en la mano sobre el escritorio del doctor Benito.

-Aquí la traigo –dijo.

-Conmigo no cuentes, y quita ese maletín de ahí. ¿Va debidamente protegida?

Ramón abrió el maletín.

-Hasta el médico francés consintió en decir que no acarreaba efectos nocivos.

-Ni hablar. Siempre que hay un desastre todo el mundo cree saber la solución. No puedes comportarte como esas pobres gentes de Gandía. Esto ya no es amor a la ciencia. ¡Esto es valerse de la ciencia como alimento del fanatismo!

Ramón volvió a cerrar el maletín.

-Como usted guste, doctor. Le diré a Francisca cómo tiene que inyectármela.

El doctor Benito volvió a levantarse del asiento.

-Escúcheme, joven. Hasta el momento ha sido usted un compañero leal y un ciudadano responsable. No me gustaría que se convirtiese ahora en un problema. Conozco, por otra parte, el ascendente de que goza usted ante mi hija, y su debilidad de carácter. Yo le pondré la vacuna si no hay más remedio, pero a mis hijos, por lo que más quiera, déjelos en paz.

Ramón abrió de nuevo el maletín y sacó una cajita de madera rellena de algodón para proteger dos frascos de líquido turbio.

-Debe ser en ambos brazos –dijo Ramón.

-¿También va usted a darme lecciones de enfermería? –dijo el doctor. Luego tiró la pluma sobre los papeles y se recompuso la levita-. Vamos a la consulta –dijo.

El doctor Benito se calzó el mandil y, después de desinfectar el instrumental, le inyectó con una jeringa de Pravaz casi un gramo de líquido-vacuna. Lo hizo con tanto esmero que utilizó una jeringa diferente para cada brazo. Ramón apenas sintió la aguja. Estaba sentado en la misma camilla en la que le curaron las heridas, y tenía el mismo aguante con el dolor. Pero este dolor pasó de ser un calor abrasivo en los antebrazos a la sensación de estar recibiendo picotazos en la médula de los huesos, y pronto le resultaron difíciles los movimientos. El tacto de los brazos se acartonó. En cuestión de minutos no era capaz de moverlos, ni siquiera para vestirse sin ayuda.

Pocos minutos después, sin embargo, el entumecimiento volvió a ser solo dolor, y en cuestión de media hora casi había desaparecido por completo. El doctor Benito le propuso quedarse un tiempo prudencial en la consulta, o al menos pasar allí la noche. Ramón se lo agradeció mientras se ponía la camisa.

-No se preocupe –dijo-. Francisca me cuidará estupendamente.

-Ten cuidado, hombre de Dios.

Al ir a despedirse, Ramón inició el gesto automático de tender la mano al doctor Benito. Lo detuvo a tiempo, pero el médico no era tonto.

-Espera un momento –dijo-. Todo en esta vida puede hacerse con cordura.

El médico sacó de una alacena unos guantes de caucho y se puso uno solo, el derecho, y le tendió la mano.

Nada más salir Ramón de la consulta, mientras el doctor Benito desinfectaba el guante, su hijo Julio bajó las escaleras de la vivienda y entró a despedirse de su padre.

-Me marcho, padre. Creo que Amparín me necesita más que usted.

Al doctor Benito las palabras de su hijo se le pegaban al alma como el betún.

-Haz lo que creas conveniente –dijo.

El joven, vestido para montar a caballo, se acercó a su padre. Aquello no podía quedarse así. Don Aurelio se lavaba las manos hasta el codo en la jofaina, y Julio cogió el frasco de cristal que había sobre la mesa, junto al de alcohol y las jeringas.

-¿Está usted vacunando a la gente, padre?

En pocas horas el carácter de una persona es capaz de provocar todo tipo de recelos. Para el doctor Benito ya ninguna de las preguntas de su hijo eran normales. Un instinto, digamos, moral, le había llevado a sospechar que su hijo padecía, más que una lacra del carácter, una enfermedad del espíritu.

-Una persona me ha pedido que se la administrase, eso es todo. Ni hay vacunación general ni la va a haber.

-¿El maestro? Lo he visto salir de la consulta. Iba frotándose los antebrazos.

El doctor Benito se volvió hacia Julio. Se secó las manos y se quitó el mandil.

-Sí, el maestro –dijo-.

-El maestro y usted, supongo, porque aquí hay dos jeringas.

-Debería bastarte con la confianza que un hijo debe a su padre, pero te diré que le he puesto una inyección en cada brazo.

-¿Y ese otro frasco?

-Es de líquido-vacuna. Intentaré analizarlo.

-No –dijo Julio, quitándose la levita-. Póngamelo a mí.

Don Aurelio se impacientaba.

-No digas tonterías.

-Vamos, padre, si ha consentido en ponérselo a su futuro yerno, no puede ser nada malo.

-Esto es inaceptable. Estás atentando contra mi autoridad. Pase que no asumas tus responsabilidades ciudadanas, y que te comportes como un ave de rapiña que sobrevuela las desgracias ajenas. Me duele que no te hagas cargo de la gravedad de la situación, y sigas de parranda por las noches con desprecio de tu propia vida. ¡Puedes despreciar al padre, pero no dudar del médico!

-Por eso que no dudo quiero que me la ponga usted, padre. Es usted el que desconfía de mí. Conforme ha ido acercándose a ese maestro revolucionario, usted me ha ido tratando cada vez más como a un extraño. ¿Debería comportarme como él para ser digno de usted? ¿Debería ir a la taberna y repartir onzas de azufre? Sé que usted aprueba todo lo que él hace. Sé que lo trata como a un hijo, a pesar de la ponzoña que ha metido en la sesera de Amparín. Y, si usted acepta vacunar a un hijo, ¿por qué no a otro?

-Deja el frasco, por favor. Puede verterse.

-¿Y contagiarnos a los dos?

El sarcasmo de Julio irritó al doctor Benito.

-¡Respeta una orden de tu padre! –dijo, con la voz quebrada.

Julio depositó el pequeño frasco en el estuche.

-No se preocupe por mí, padre –dijo Julio Benito-. Preocúpese por el maestro.

Julio salió de la consulta y, según sus palabras, partió hacia Albarracín. Le quedaban cuatro horas de camino y quería llegar de día.

Cuando llegó a su casa, Ramón informó a Francisca de lo que había hecho y se metió en la cama.

-A partir de ahora, y hasta que veamos los resultados, debes tener mucho cuidado en no tocarme.

-Vaya por Dios –dijo ella, risueña y desentendida-. Ahora que empieza la fiesta.

El dolor se había calmado poco después de la inyección, pero aumentaba paulatinamente, y a las nueve de la noche Ramón ya no podía mover los brazos. Le daban bascas y dolores de cabeza. Francisca, siempre a su lado, le hacía beber agua fresca. A eso de las once le acometieron violentos escalofríos, sufría temblores convulsivos, le castañeteaban los dientes. Él mismo, mientras Francisca miraba el reloj, se tomó el pulso. Tenía 96 pulsaciones, que fueron subiendo al tiempo que la fiebre, hasta que a media noche contó 120 pulsaciones y 39º. Entonces empezó a sudar copiosamente, y hacia las tres de la mañana la temperatura volvió a ser normal. Hasta las seis de la mañana todavía sufría náuseas, sin vómitos pero con diarrea. Los brazos seguían doliéndole, pero volvió a conciliar el sueño. Durmió hasta la tarde del día siguiente. La fiesta se había desatado y por los balcones de la calle de la Comadre se escuchaban los silbidos de los mozos al toro ensogado, el bullicio del gentío y los gritos de las mujeres.

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