Los vivos y los muertos
Fueron, en todo caso, lapsos de tranquilidad, porque cuando empezaron los calambres la situación se complicó vertiginosamente. El cuerpo de Encarnita no cogía temperatura. Tenían que abrigarla en pleno mes de agosto con mantas gruesas de pastor y ladrillos calientes envueltos en paños mojados de láudano, pero la temperatura de su piel seguía bajando y cuando intentaba hablar, cuando intentaba siquiera gritar, de su boca salía una voz rota, afónica, como si los microbios le estuvieran devorando la garganta. Las mujeres no daban abasto con los sinapismos de mostaza, se turnaban para darle friegas con aceite de alcanfor y trementina, le aplicaban cáusticos en las piernas, en los brazos, y sujetaban a Encarnita cuando intentaba gritar porque algún tendón de las piernas se le había puesto rígido y no podía soportar el dolor. El doctor Benito añadió una poción con espíritu de Minderero, coñac, éter y anís, pero Encarnita también la vomitó.
Al atardecer del cuarto día dio la sensación de que había mejorado un poco. Cesaron los calambres y Encarnita, ayudada por el opio, pudo dormir casi una hora.
-Vamos a airearnos un poco, anda –le dijo Francisca a Amparín.
Las dos, después de volver a desinfectarse, subieron a la azotea. Se veían los tejados nítidos bajo un cielo brillante y oscuro, bandadas de vencejos iban y venían por las azoteas y las torres de las iglesias, como buscando un árbol para dormir que no estuviera corrompido. Allí estaba Benilde, la madre de Encarnita, a quien casi le da un síncope al verlas juntas a las dos.
-No te asustes, la chica se ha quedado dormida –dijo Francisca.
Francisca empezó entonces hablar de las tejas que había mal puestas en el tejado.
-En cuanto se pase esto tengo que llamar a alguien que las ponga en su sitio –dijo.
-Ramón ya te lo habría hecho –dijo Amparo, pero no se dejó vencer por la emoción.
-Lo sacarán, tú no te preocupes que lo sacarán –la consoló Francisca.
-¿Y lo sacarán vivo o lo sacarán muerto? Nadie sabe nada. El juez no tiene tiempo. Todo tiene que seguir su trámite. ¿Pero es que no se dan cuenta de que la vida no va siempre tan despacio como ellos quieren?
Amparín se desahogó hasta que vio la cara de Benilde, la madre de Encarnita, que la miraba como añadiendo leña al sufrimiento.
-¡Ya basta! –se dijo a sí misma Amparín, y dejó de hablar del asunto. Pero no de pensar en él. Su cerebro estaba enfermo de conjeturas. Repasaba uno por uno los conocidos carlistas, amigos de don Fabián, que habían firmado la denuncia contra Ramón, pero de vez en cuando volvía a un asunto sobre el que no quería pensar. Era como si pensar en la denuncia de los carlistas fuera un pensamiento sano, pero amenazado por otro pensamiento microbiano, venenoso, una nebulosa gris que no entendía y le daba miedo entender.
-Me bajo a preparar el caldo. Quedaros un rato aquí si queréis –dijo Francisca.
Amparo trató de hablar, de disipar el pensamiento. Amparo intentó hablar de los tejados.
-Desde mi cuarto se ven las azoteas y la torre del Salvador –dijo.
-Vicente habría arreglado esas tejas en un abrir y cerrar de ojos.
-Era muy mañoso...
-Era mucho bueno, mucho bueno –insistía la mujer, y elevaba las manos curtidas al cielo y se ajustaba la pañoleta negra bajo la barbilla, un gesto que repetiría cada día de los aún muchos años que le quedaban por vivir, acompañados de los mismos ayes y los mismos suspiros, las mismas invocaciones al cielo y los mismos lamentos de resignación-. Mira que se lo dije, no te vayas con los pastores...
-¿Se le fue pastor? –preguntó Amparín, sin ánimo de hurgar, por pura curiosidad.
-¡Ca!, se fue a trabajar con ellos, cuando se llevaban las ovejas a Valencia. Los liaron de mala manera. Les hicieron pagar no sé qué para un tren que iba a Sagunto. ¡Que sí, Benilde, que sí!, que es un negocio, que de esta nos vamos a vivir al Tozal. ¡Ay, Dios mío, qué bien que lo hemos pagado!
-Y luego Encarnita –dijo Amparo.
-Y luego Encarnita –repitió la madre-, el día que nos vino con el bombo.
-¿El padre vive?
-Ya lo creo que vivirá. Menudo señorito estaba hecho. Es el que engañó a su padre con esas cosas del tren. Y me engañó a mí también. Yo pensé que llevaba buenas intenciones. Era muy bueno con Encarnita. La sacaba de paseo, la montaba en una calesa, como las ricas.
-¿Ese es el novio del que habla? ¿El que tiene poderes?
-Poderes, poderes... ¡Arruinarnos a todos, engañarnos porque somos pobres, llevarse a esta criatura y devolverla luego como se devuelve una perra después de cazar! Ella dice poderes porque le hacía trucos de magia, luces de magia y cosas de esas. Encarnita es que es muy farandulera. Es muy buena chica, pero vienen los carros del circo y se le van los ojos, y cuelgan los letreros del teatro y allí la tienes, a ver entrar a las artistas. Yo le decía a Vicente: Vicente, esta chica se nos va con unos cómicos el día que menos te lo pienses. Y mira si se fue, ya lo creo que se fue. Menudo cómico la pilló por banda.
La mujer había hilado un lamento difícil de cortar. Amparo sintió que se desvanecía, le ardían las sienes y le costaba mantener los ojos abiertos. Se le había puesto un nudo en el estómago, le faltaba la respiración. Amparín se tapó la cara mientras la madre de Encarnita seguía hablándole del novio traidor, pero ya no escuchaba nada. Su pensamiento estaba siendo asediado por imaginaciones insoportables. Su mente enferma lo relacionaba todo. Al final se atrevió a preguntarlo, con un hilo de voz.
-¿Cómo se llama?
-Dijo que se llamaba Federico, pero vete tú a saber. Nosotros nunca conocimos a sus padres, decía que es que sus padres eran de Alemania o de no sé dónde. ¡Cómo nos engañó a todos! ¡Cómo engañó a mi marido!
La voz de Francisca fue como un soplo de aire que devolvió a Amparo la presencia de ánimo, el sentido de la realidad.
-Amparo –dijo Francisca, muy seria.
Amparo bajó corriendo y se puso unos guantes limpios. Encarnita estaba muy inquieta, le daban calambres en el pecho y en el abdomen, padecía un hipo que se le clavaba en los pulmones cada vez que latía. Al ardor de vientre insoportable se unía el peso de su embarazo, y ella, envuelta en agua, azulada ya toda su piel, con los dedos arrugados y las uñas lívidas, con manos de lavandera, pugnaba por desprenderse de las mantas y ponía las manos alrededor de la barriga para proteger al niño de sus convulsiones.
La muerte se había desatado. De nada sirvieron ya las cataplasmas ni los cocimientos, ni las dosis de bismuto ni las sanguijuelas aplicadas a la altura de las paletillas o en el abdomen. Pronto los cursos adquirieron un tono sanguinolento y Encarnita perdió la visión. Amparo comprobó que los ojos inyectados ya no eran sensibles a la luz. Sus córneas transparentes se ocultaban en la cima de la órbita. Intentaba desabrigarse, pero ya no era su voluntad sino sus músculos flexores, que actuaban como un último soplo de vida.
El doctor Benito asistió a sus últimos momentos. Llegados a cierto punto, tan sólo trató de que terminasen los padecimientos de la criatura. Su voz casi inaudible se apagó en una palabra que Amparo no quiso escuchar. Todavía respiró unas horas lenta y convulsivamente. Doña Benilde preguntó si ya no se podía hacer nada más. El doctor Benito contestó con voz baja.
-Los hay que inyectan en vena cloruro de sosa, pero yo creo que ya ha padecido bastante.
Luego se volvió a su hija.
-Ahora debemos estar preparados. Hay que sacar al niño en cuanto deje de respirar.
Encarnita murió entre sábanas limpias al amanecer de un día luminoso. Su cuerpo quedó yerto, frío como el mármol mucho antes de su último suspiro. El doctor Benito certificó la muerte, llamó de un grito a Francisca y sacó del maletín unas tijeras. Amparín entró entonces en el dormitorio y la encontró, por fin, tranquila. Se acercó a ella, y en un gesto instintivo le cerró los ojos y se santiguó.
-Quita de ahí, Amparín. Ahora prefiero que me ayude Francisca. Salte fuera, por favor, hija mía. Tú también has padecido ya bastante –dijo el doctor Benito.
Amparín se subió a la azotea. Nunca había sentido tan cerca la muerte de nadie. Jamás había dado tan poco valor al miedo. No quería pensar. Sentía languidecer los miembros y su único deseo era visitar a Ramón en la cárcel, decirle que todo había sido cosa de los carlistas, un susto, una broma salvaje. Necesitaba decirle que jamás había dudado de él. Estaba segura de que no había robado ninguna linterna mágica y también de que enseñaba a Darwin en la escuela, como era su obligación, y por eso lo quería. Un calabozo en aquellas circunstancias se diferenciaba poco de un depósito de cadáveres. No podía consentir que a Ramón le pasase algo sin hablar, sino por fin hablar, no jugar a los noviazgos cultos ni a los coqueteos. Hablar y decirse cosas simples. Quizá el amor era difícil de mostrar, porque incluso era difícil de sentir, pero sí podía mostrarle su confianza, y arriesgarse por ello si fuese necesario.
-¡Amparo! –la voz de Francisca sonó como un baldeo por las escaleras. Amparín fue a embocarlas, pero era ella la que subía, con un niño en sus brazos.
-¡Pero has visto qué preciosidad! –dijo Francisca, a voz en grito, fresca y orgullosa, como si no hubiera un muerto en la casa.
El niño estaba bien. Respiraba. Lo habían desinfectado y era el propio doctor Benito el que daría parte al Ayuntamiento para que trajesen enseguida una nodriza. Francisca lo había fajado con ropas blanquísimas bordadas, espumantes de puntillas, y lo elevaba al cielo como si lo estuviera ofreciendo al sol, y sólo hacía que mirarlo.
-Voy a subirme aquí con él hasta que limpien bien la habitación y se lleven a Encarnita. Dice tu padre que vendrán enseguida. Y tú lo mejor que puedes hacer es quedarte aquí conmigo.
El niño no abría los ojos y en su esfuerzo por mover los labios producía diminutas bambollas de saliva. Estaba coloradote, y era bastante peludo. Francisca lo había ya peinado y puesto guapo y perfumado, y le ponía la mano de visera para que no le diese la luz en la cara.
-Francisca, yo me voy.
-Ni se te ocurra. Tu padre me ha dicho...
Amparo no la dejó seguir.
-No te preocupes por mí. Tú atiende al niño.
Amparo dejó la casa y cruzó Teruel para ir al Juzgado. Pretendía ver al reo Ramón Vargas, pero el reo Ramón Vargas ya había sido trasladado con otro convicto de asesinato al penal de Capuchinos. Y allí se presentó Amparín en menos de media hora. Se subía las faldas del vestido para correr por la carretera de Zaragoza, hasta el antiguo convento que en tiempos de Mendizábal se empleó como presidio. El edificio ya era viejo y las paredes iban desmoronándose sin nadie que las repellase, los chorretones ferruginosos cubrían toda la fachada, horadaban el yeso y se mezclaban con el arroyo de aguas fecales que la flanqueaba. En las ventanas sólo se veían prendas atadas a secar y a veces la mirada perdida de un preso. A pocos metros de la entrada, un portalón podrido y sujeto con una cadena de hierro, dos guardias dieron el alto a la señorita Amparo.
-Quiero entrevistarme con un preso –dijo.
-Eso tiene sus horarios y sus normas. ¿Es familia suya?
-Soy su novia.
-Entonces, si quiere traerle algo de comer, déjenoslo, que nosotros se lo daremos.
-No, no quiero llevarle comida. Quiero hablar con él.
-Imposible.
Amparín suponía que los guardias eran sobornables, pero no sabía cómo. Prefería pedirlo por favor, insistentemente, una y otra vez, hasta que uno de los guardias perdió la paciencia.
-A ver si acabamos con esto de una vez. ¿Cómo coño se llama su novio?
-Ramón Vargas.
-Voy a ver si está en los papeles.
-No vayas –dijo el otro guardia-. Es el maestro, ¿verdad? Hace un par de días se puso malo y se lo llevaron al lazareto. Allí no te impedirán la entrada. ¡Allí, si te descuidas, lo que te impedirán es la salida!
Amparo no se dejó abatir.
-¿Ves esas casicas de ahí arriba? Allí están. A lo mejor aún no se ha muerto.
Amparín siguió la carretera de Zaragoza hasta un barracón cercano a la masía del Chantre, entre lomas blancas y hierbajos puntiagudos. El barracón estaba cercado por unas empalizadas de caña y custodiado por otros dos guardias. Por encima de los cañizos se veían mecerse las lonas de las tiendas y algunos tejados de chapa en lo que parecía una masía en ruinas.
-Quiero ver a un enfermo.
-Eso no puede ser. Dígame quién es y le daré recado.
-Se llama Ramón Vargas.
El guardia sacó un cartapacio del morral y consultó una lista.
-Sí, está. Lo trajeron de Capuchinos hace un par de días. El otro que venía con él ya se ha muerto. Él todavía no.
-Déjeme ir a verlo.
-Le digo que no puede ser.
Sucedió que dos Hermanos de San Juan de Dios, que llevaban ya unos días en Teruel y alrededores cuidando enfermos, fueron a relevar a sus hermanos, que habían velado toda la noche y de par de mañana necesitaban descansar. Amparín les explicó su situación, y los hermanos dieron al guardia su palabra de que la mantendrían vigilada. Nada más entrar en el recinto del lazareto, Amparo vio dos grandes cubas de agua hirviente que rezumaban el humo amarillento de la lejía, y dos frailes dedicados a sacar y meter las ropas con un palo y ponerlas a secar en los arbustos.
-Espérate aquí –dijo el hermano-. Voy a preguntar si lo puedes ver.
El fraile entró por una puerta y poco después salió acompañado de Ramón Vargas, que, salvo porque le había crecido la barba y llevaba la camisa sucia y arremangada, parecía en perfecto estado de salud. Amparo volvió a sentir que le faltaba la respiración.
-Entonces te han soltado.
Ramón se mantuvo a prudente distancia.
-No, no me han soltado. Me he ido yo. ¡Gracias a Víctor Hugo! ¿Cómo está Encarnita?
-Encarnita murió anoche.
Ramón, por primera vez, contuvo los deseos de abrazarse a ella. Pero no dejaba de ver moribundos en el lazareto, y si alguien cumplía con la norma de no dejarse impresionar, ése era él. Le dolía Encarnita. Tampoco a ella había sido capaz de sacarla con vida del pozo en el que había caído.
-Vaya –dijo, un poco sarcástico, pero muy serio-, me quedo sin saber por qué se mató su padre.
-Pero ha tenido un niño precioso, y sano. ¿Y tú, estás bien?
-Yo estoy muy bien. Escucha, Amparo, no te preocupes por mí. Aunque no lo parezca, un lazareto es un sitio seguro.
Del barracón salió un fraile muy delgado que llamó a Ramón. Era el hermano Silvestre.
-Debo volver, Amparo. Me llama mi Víctor Hugo. Ahí dentro hay un montón de gente desesperada.
-¡Espera! Yo... lo único que quería decirte es que siento lo que te ha ocurrido. Yo no he tenido nada que ver y sé que tú tampoco, que todas las denuncias son mangoneos estúpidos de unos cuantos...
Amparín no pudo continuar. También hubiera deseado abrazarse a Ramón, pero seguía siendo peligroso.
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