3.11.09

Cormac McCarthy, En la frontera

Los finales tan esplendorosos como el de En la frontera significan en más de un sentido una forma de redención. La trama se tensa hasta el dolor de ojos y se destensa en una escena imponente que te reconcilia con los sentimientos heridos, y culmina con una concatenación de breves escenas en las que da la sensación de que todos los personajes hablan desde el otro mundo, desde una emoción superior que es lo que muy pocas novelas consiguen con semejante maestría. Pero, en general, en todo lo que la novela significa, la redención estética se ve forzada a mantener la envergadura del dolor narrativo.

Y toda la historia, todas las cuatrocientas páginas de apretada belleza, de una nueva redención de las cosas merced a las palabras, a su exactitud y a su tersura y al veloz y austero ritmo de la narración, cuentan una historia muy sencilla. Un chico sale a buscar una loba. Cuando regresa, han matado a su padre y les han robado los caballos. De modo que sale con su hermano a buscarlos, y los encuentra, pero en la refriega le meten a su hermano pequeño tres balazos muy cerca del corazón. Después, como si las balas hubieran modificado su itinerario, su sentido de la orientación o su destino, el hermano menor se marcha con una muchacha desamparada que aparece por el camino. Billy recupera, al menos, al caballo de su padre y se decide a buscar a su hermano. Lo encuentra, muerto y enterrado, sin rastro de la ninfa que se lo llevó, y decide llevar sus huesos a la casa donde una familia, la suya, casi ha desaparecido por completo. Aquí empieza el impresionante final, el portentoso cierre de una historia que por fin cobra sentido, un sentido también superior, una idea del ser humano suficiente, mítica, intemporal, reconocible.

Hay toneladas de piedad en esta novela, una piedad al estilo, más que homérico, virgiliano. Es verdad que Billy parece a veces un Héctor en busca de su hermano de Paris, pero aun en ese caso la solución de McCarthy es la opuesta, y desde luego no menos desgarradora que la de Homero. Es como si Paris muriese y entonces Héctor se convirtiera en Eneas, el héroe que debe continuar, que no espera conseguir nada personal sino seguir el dictado de sus instintos, o más bien de la parte incólume de su alma, la que todavía lo reconoce como ser humano. Eneas y Billy son héroes a pesar de sí mismos. Sus deberes son muy simples: los de Billy, recuperar el caballo de su padre muerto, traer a casa los huesos de su hermano muerto. Ambas tareas son además prescindibles. Billy no va buscando venganza sino atender a leyes divinas, como Antígona cuando derrama un puñado de tierra sobre el cadáver de su hermano, consciente de que esa piedad irreprimible le va a costar la muerte. Son prescindibles para la supervivencia física, pero no tanto para la supervivencia moral.

Hablo de los antiguos porque a veces perdemos de vista que ciertas necesidades morales no son meros ritos supersticiosos. No pasa nada por no enterrar a los muertos, salvo la supervivencia interior de quien los deja sin enterrar. Es irrelevante que esa necesidad sea o no razonable o útil. Su utilidad es la autoconciencia. Más que eso, es la capacidad de aplicar la voluntad y la determinación en medio del dolor y de la muerte para vencerlos y reafirmar la propia vida. Sin embargo eso no implica ninguna victoria, ninguna satisfacción. Eneas está siempre triste. No tiene motivos, después de todo lo que ha visto y ha sufrido, para dar saltos de alegría, ni siquiera para sentirse, digamos, realizado. Ha cumplido una misión. Ha sido, como la de Billy, una misión elemental, absurda y peligrosa, y él la ha cumplido con la resistencia inagotable de la loba preñada, con las ganas de vivir del caballo herido, con las últimas fuerzas de ese perro siniestro que se le aparece en las últimas páginas para desgarrarte con unas últimas líneas estremecedoras.

Muchas veces me planteo esto. La nobleza de Billy, su condición de héroe, es más pura y más humana cuanto más se parece a la bondad sin pensamiento de los animales. Diríase que somos más humanos cuanto más radicalmente nos despojamos de las consecuencias de nuestra humanidad. Veo humanidad en cómo me mira mi perro, pero no en cómo mira casi ninguno de los personajes que uno va encontrándose por el desierto.

La novela sucede (un dato que se intuye por los medios de locomoción y los pavimentos de las carreteras pero que no se explicita hasta muy al final) en los años cuarenta del siglo XX, en la frontera entre México y Estados Unidos y también en la frontera entre el atraso y el progreso, entre una vida bárbara de far west mexicano y los rumores lejanos de un mundo nuevo donde ya no hay cuatreros ni necesidad de morir ni de arriesgar la vida por curarle una herida a un caballo, o por enterrar los huesos de tu hermano.


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