El problema es el mismo de siempre: lo más importante para practicar un género es gozarlo. Haber disfrutado de una clase de novela y de sus convenciones, y no quedar sólo sartreanemente aburrido en la página quince porque, como dice aquí el Pombo narratólogo, “todas suenan igual”. Naturalmente, aunque, si hablásemos de música, Sartre no se habría atrevido a decir lo mismo de, pongamos por caso, las sonatas para piano. “La aventura ya ha terminado”, y por eso hay que enfundarla en un sudario filosófico porque, en esencia, todas son lo mismo, y si no llamamos a un estructuralista ruso para que nos lo confirme. Pero la aventura, como dice el autor/narrador/personaje (un engrudo que no es ninguna audacia, que más bien es un pero), es una cuestión de voluntad y de acción, no de reflexión ni de contemplación, y así llegamos a un punto de la novela en que la pasividad hermenéutica del narrador ha infectado al héroe, lo ha hecho pensar demasiado, y la condición de héroe pasa entonces al inglés, un muñeco apenas esbozado, o se sostiene en las reales palabras de la viuda del protagonista, del no–héroe, del héroe enfermo de narratología, sin verdadera voluntad, algo que, por otra parte, suena de nuevo a recurso, esta vez uno de los que Pombo mejor domina, el darle la voz a una mujer y el protagonismo a una mesa camilla. ¡O sea, que en una novela “de chicos” resulta que el personaje más entero, más de unamunianos carne y hueso, es una mujer! Y de paso la misma historia de siempre, que en este caso no me recato de divulgar: el hombre mal casado, mal orientado, el homosexual que fue respetuoso para con su santa esposa, y que por su cuenta pasó un calvario de no acabar de decidirse, algo que Pombo ya nos ha contado varias docenas de veces, si bien nunca, que yo recuerde, con tanta poca sustancia y tanto hueco pleonasmo.
¿Por qué hablo tan mal de un autor al que adoro? Porque, en realidad, no hablo de él, sino que siento la necesidad de reafirmarme en unas cuantas ideas literarias. Acabo de leer En la frontera y resulta que es una grandiosa novela de aventuras a prueba de sartres reduccionistas. Resulta que, pese al torrencial lirismo de McCarthy, pese a su extrema prosa (es decir, pese a su condición no popular), las cuestiones fundamentales de la novela, sea de aventuras o de lo que sea, permanecen intactas: te lo tienes que creer, tienes que ser el teniente Aloof, no contemplar su cristalina prosapia con la falta de intensidad con que vemos las joyas en una vitrina. Si el teniente Aloof se mete detrás de un arbusto (hay poco riesgo imaginativo en esta novela, la gente se escapa y se reintegra de un modo entre onírico y simplón), la esencia de la cosa no es el juego de la identidad dislocada sino el puto arbusto. Necesitamos estar unas líneas agazapados en el arbusto para otra cosa un poco más noble que la que se le ocurre a Pombo. Hay que oler el arbusto para entender la voluntad del personaje. Los símbolos no se predican, o si se predican no se explican. Tan sólo se muestran. Debe ser posible enajenarse, ser otro. La aventura es esa, la de vivir en otro, y a partir de ahí da igual la fascinación por la anécdota porque arrambla con todo la fascinación por estar en otro mundo. Si ese otro mundo es lírico especulativo, no hay razones para tomarlo por una novela ni mucho menos por eso tan pedante que es la narratología.
Pero luego hay otra cosa. En las mejores páginas, dentro del tono pombiano, del brillante vuelo sin motor, me subía un tufo que a veces me llevaba a algunos cuentos bélico fantasmagóricos de Ambrose Bierce. Y es verdad que a veces, cuando Pombo no se pone estupendo, uno aspira más y más el aire de mal sueño que justifica la gramática de yuxtaposiciones sin encarnadura detallista. Fogonazos, impresiones lúgubres, situaciones absurdas, paisajes cambiados de repente, todo lo que genera lo mejor del relato porque practica todo el lirismo y el onirismo que le dé la gana sin violentar, otra vez, las normas del relato.
El caso es que en este tono entre lírico y no narrativo están publicándose últimamente demasiadas novelas como para no considerar que es lo que se lleva. Me refiero a Menéndez Salmón ahora o a Vila–Matas desde hace mucho. El tipo de la Nocilla se ha instalado mediáticamente en una especie de santuario vanguardista por hacer algo que brilla más por sus deficiencias narrativas que por su larga y conservadora tradición estética, que también es mucha. Ya estamos en esa reacción inocente de la literatura grande cuando ve demasiada novela popular, más pendiente de que no la confundan con otras que con ser ella misma. Ya estamos dinamitando la novela, un movimiento que en España siempre degenera en desprecio de lo, esta vez sí, específicamente literario, y que siempre acaba dándonos gato por liebre para toda una década.
Yo creo que en el fondo lo que me jode es que Pombo se mezcle con esta gente.
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