Bueno, ya hemos matado al teniente Castillo y a Calvo Sotelo. Algo es algo. A la altura de la página 600, está claro que aquí no hay dos novelas que se cruzan, la del estallido de la guerra y la historia de amor. En realidad sólo hay una, una mala novela rosa, a la que de vez en cuando se le añaden datos históricos, todos amontonados, como para quitarse de encima en unas pocas páginas todo el material histórico. Hasta entonces, se nos cuenta la historia de un amante rijoso y de su santa esposa, que un día, vaya por Dios, encuentra las cartas de ella, la otra, ¡ay las cartas comprometedoras!, esparcidas por el despacho del marido, y a la señora, a finales de los años treinta, que tiene “un alma honrada y un carácter pasivo”, no se le ocurre otra cosa que tirarse a un pantano, con el bolso bien cogido y una andar sonámbulo como el de la protagonista de Calle Mayor. La novela se va espesando en una especie de capítulo de Amar en tiempos revueltos con la estética de Miguel Picazo. Y no hay escena (bueno, escena: dejémoslo en situación) que no recuerde a alguna célebre película: la escenita en la playa, que es Cádiz (un chalet en Cádiz, así, de pronto, por la cara), con la dama que ha salido en mitad de la noche a la orilla del mar y el amante se despierta y acude y la abraza y el viento mece la bata; un diálogo de amor tópico impresentable que hasta en las teleseries de sobremesa tendrían que recortar; el sexo vulgar de capítulo octavo de novela hispanoamericana… Parece que Muñoz Molina sólo pueda contar lo que ha visto, en su vida o en las películas, pero no imaginarse nada nuevo, nada no visto por nadie, sencillamente imaginado. Y todo ello en un lenguaje al que la sublimidad sin interrupción se le vuelve como un yugo de rigor poético, como las máquinas de los barcos que no descansan. Las frases brillantes malviven amontonadas entre otras frases brillantes, y con esa falta de textura se convierten en una prosa membruda, repetitiva, en ocasiones hasta cansina, sobre todo cuando arranca un nuevo párrafo y se nota que aún no tiene claro cómo seguir, pero él sigue empalmando rigurosas frases poéticas mientras el fragmento coge vuelo.
Hasta tal punto la cosa es así que hay un pasaje, una parrafada de Negrín, que es de los personajes históricos que vienen, se toman un café y se van, como en el programa aquel de Antonio Garisa, que es como si Muñoz Molina hubiese abierto la ventana y el aire de la mañana la ventilase con unos párrafos audibles. Allí Negrín dice lo que corresponde juzgar al lector, lo que, si la novela fuera una novela, el lector sabría y entendería sin que Muñoz Molina se lo explicase a todas horas.
Pero la cosa dura poco. Enseguida irrumpe la dignificación de la mujer suicida, la lista de reproches, un poco como si antes de tirarse al pantano se confesara con el padre Muñoz Molina. Pero no, no crean que se muere. Esto no es como lo que le pasó a Ganivet, que lo rescataron y se volvió a tirar. Aquí había al menos dos personas estratégicamente situadas en un yermo donde nunca hay nadie, que la recogen y la llevan al hospital. Ya la tenemos en el hospital, como a la mujer de Plenilunio. Lo dicho: pobre señora.
El autor se aplica tanto en este argumento marujil que descuida que se está organizando una guerra, y entonces hace algo que nos vuelve a remitir a Cela. Su relato del asesinato del teniente Castillo y de Calvo Sotelo son cinco páginas en las que Muñoz Molina escribe una lista de titulares de prensa, que según cómo están colocados contrastan y subrayan lo absurdo de lo que sucede. Conviene comparar ese fragmento con el trato que Cela daba a esos asesinatos en la segunda parte de San Camilo 36. Cela utiliza el asesinato y el entierro como hilo conductor de la locura, con un nivel de detalle que dice mucho sobre el grado de documentación que requiere una novela, y no por voluminosa ni por importante sino por significativa, por poética. En Muñoz Molina se ve lo que ha hecho, el propio autor lo sugiere. Una tarde cogió un libro de periódicos de la época y fue anotando todos los titulares que le llamaban la atención. Ese fue todo el grado de elaboración que necesitaba la ambientación histórica, en este caso los cartonajes históricos de la novela rosa, que tampoco necesitan mucho para despachar a Unamuno con un cliché demagógico y barato. Los lectores de mesa camilla que aguardan la novela no saben quién es Unamuno ni les importa. Lo importante es a ver ahora qué pasa con ella, que encontró las cartas y fíjate tú qué disgusto la pobre. Total, como en Guerra y paz.
Lo que tú dice, Bernardinas, va a misa. No pienso leer este libro de Muñoz Molina. En general, me encanta tu criterio sobre la narrativa.
ResponderEliminarMi más sincera enhorabuena:
ResponderEliminar1) por tu valentía al criticar a una vaca sagrada, cosa hoy en día impensable entre los críticos "profesionales" y ya no digamos entre los lectores. La norma es atenerse a las ventas y al prestigio, sonreir mucho y no cuestionar nada.
2) Por tu gusto estilístico, por entender que una frase en apariencia brillante puede ser una frase tramposa, una frase rimbombante; y una sucesión de frases presuntamente hermosas puede acabar sonando a lata. También comparto tu opinión sobre el gerundio, elemento poco o nada literario en castellano pero del que hoy se abusa mucho por influencia del inglés, con lo que quedan unas construciones horribles.
3) Por tu criterio sobre la narrativa,como dice Luis Antonio. Hoy en dia el grueso de los lectores está convencido de que "novelar es ponerse a contar cosas", una detrás de otra, y no es eso. Ni mucho menos. Novelar, como oí yo a un maestro, es crear un segundo mundo, es introducir al lector en otra realidad, es hacerle partícipe de lo que ocurre. Siempre me ha asombrado de Proust la maravillosa forma en que te introduce en "En busca del tiempo perdido" y resulta que no estás leyendo un libro: durante esos momentos de lectura estás "realmente" viviendo en esa época. Pues eso es novelar y no, como tú bien dices, largar trapo y soltar documentación y encadenar anécdotas y atizar sermones.
Y por supuesto que en una novela debería estar prohibido expresar juicios con palabras conclusivas del autor. Éste debe "limitarse", todo lo más, a exponer los hechos para que el lector juzgue. Puede intentar dirigirle hacia una conclusión, eso es legítimo, pero no "decirle" esa conclusión.
Perdón por el rollo pero pocas veces he leído una crítica tan preclara, acertada y sincera. Mi más ferviente enhorabuena
Me parece que su camino hacia la crítica en Babelia tiene ahora una pendiente muñoz prolongada...
ResponderEliminar(¡Bravisimo! Es mejor leerle que hincarle un diente a semejante mamotreto)
Me están pareciendo muy intersantes sus comentarios.Coincido con muchas de las apreciaciones que hace, esa presencia del autor en todas y cada una de las frases que componen la novela, en todos los personajes...
ResponderEliminarEs una pena, pasa algo parecido con Javier Marías: uno quisiera que alguna vez lograran una buena novela de verdad, sin esa especie de hinchazón sintáctica, sin esa sostenida brillantez de la prosa.
De todas formas, me parece algo excesivo calificar la obra que nos ocupa de mala novela rosa.
Muchas gracias a todos. Hay pocos escritores con los que merezca la pena ser tan exigente. Y muchos libros no tan promocionados que se toman más en serio el arte de novelar. Es mi único criterio, Luis, el arte de novelar, la mezcla de oficio y talento. Te agradezco, Miguel, que estos criterios sean compartidos y haya gente dispuesta a no pasar como lectores las trampas que arruinaron tantas novelas del siglo XX. "Ya no se puede escribir como Galdós", decía Cela, cuando el problema era si, con métodos modernos, se podía llegar a la altura de Galdós.
ResponderEliminarEl camino de Babelia es el camino de un balneario acorazado. Basta leer, hombre invisible, la crítica modosa, como susurrada entre líneas para que no se enfade el jefe, de Ernesto Ayala Dip.
Y, en fin, Juan, gracias también por el reproche. Seguramente es un exceso llamarlo "mala novela rosa", pero estamos criticando excesos gratuitos. Lo de Marías merecería una interesante discusión. De momento, me queda el último tercio de esta novela. Igual nos aguardaba al final una obra maestra, quién sabe. Un placer, sentirse comprendido.
Cuando acabé de leer la novela de MM, por un ejercicio de pura disciplina, esperando (como tú) que llegara por fin la revelación de la "obra magistral" de la que hablaban los críticos, lo único que sentí fue alivio. Luego me pregunté si yo sería la única en este mundo que veía un auténtico ladrillo donde los demás veían prodigios. Le escribí a un amigo lo siguiente mientras la leía:
ResponderEliminar"Me siento como si estuviera intentando masticar tres mantecados a la vez, intoxicada por un bosque de palabras detrás del cual no consigo distinguir los árboles de ningún pensamiento, y mucho menos de un relato. Quería descubrir alguna línea estructural, un argumento o una idea representadas por el personaje de Ignacio Abel; pero aquí no encuentro más que adjetivos imposibles, apariciones inverosímiles (Negrín descrito hasta en su acento) y un protagonista desnortado que deambula haciéndose el sabio incompatible con el caos y describiéndolo todo con un tono cansino, cansino como el viejo universo, un tono que quiere ser desesperado y mundano y reconstruir un ambiente perdido, pero que sólo consigue ahogar cualquier impresión de realidad. Serán prejuicios, mas tendrán sentido: este libro es una roca en la carretera de cualquier narrativa y, desde luego, no se pueden establecer comparaciones entre la época que por lo visto se propone describir y lo que nos dice la historia viva de esa misma época. Lamento el esfuerzo desperdiciado, la escrupulosa documentación que sólo le sirve para sepultar bajo toneladas de detalles innecesarios las coordenadas del relato, y la insistencia en confundir el tedio, el escepticismo y la duda con la razón, de la que Ignacio Abel es poseedor único".
No sabes cuánto agradezco tu crítica: al menos ahora sé que no soy una marciana.
Bernardinas: te felicito por cumplir con el deber más difícil de todos, el de decir sencillamente la verdad aunque las modas y los intereses comerciales digan otra cosa: la novela de Muñoz Molina es francamente mala, y lo es tanto que me extrañaría mucho que él mismo no se haya dado cuenta, porque si es así es que tiene un problema serio. El estilo es tan torpe que es más propio de un aprendiz de escritor y continuar leyéndole es una auténtica penitencia, algo que ningún lector se merece, por papanatas o ingenuo que sea. Así pues, felicidadades. Y asombra comprobar que en 2010 y para un asunto tan banal, resulte una vez más tan difícil que se abra camino una voz disidente, sobre todo teniendo en cuenta que esa voz disidente lo es aun cuando dice sencillamente la verdad.
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