14.3.10

Fin de la Santísima Trinidad, 2

Los que nacimos en la década de los 60 tenemos una educación literaria bastante contradictoria. Por un lado empezamos por donde no debíamos, pero por otro siempre mantuvimos presente una idea, digamos, global de la literatura. Ayer, Rafael Esteban me lo recordaba citando a Landero a propósito de Delibes: el valor del recuerdo de aquellas primeras novelas que te abrieron la puerta de la literatura. Sí, es verdad, pero ese papel no le tocaba a Delibes. Desde que, en 1966, se publicó Cinco horas con Mario, una obra tan importante como triste, tan poco amparada en lo insólito, los estudiantes españoles, a una edad en la que debían estar devorando en la escuela a Poe, a Stevenson o a Galdós, se nutrían, y eso estaba muy bien, de Zalacaín y de Shanti Andía, pero también, y eso estaba muy mal, de obras experimentales que en el plan de estudios estaban colocadas en la cima de la literatura. Siempre he pensado que los programas de literatura deberían enseñarse hacia detrás, empezar por lo más cercano y comprensible y acabar saboreando las mieles de Berceo. Así no hay quien lo disfrute.

El caso es que leer obligatoriamente a Luis Martín Santos cuando tienes 17 años el tiempo ha demostrado que no es lo más natural. A esa edad de absoluto salvajismo literario, cuando cada cosa que cae en tus manos es venerada como si fuera obligatoriamente buena, en España, tan necesitada de contadores de historias, se volvía a empezar la casa por el tejado. Por Martín Santos llegábamos a Joyce con la misma boca abierta, y teníamos tanta prisa por alcanzar las cimas del experimentalismo que dejábamos pasar a Dostoievsky como si fuera una estantigua. Lo dábamos por leído. O bien creíamos que sólo se podía leer cosas donde hubiera mucho monólogo interior y mucha corriente de conciencia, y donde por fin se hubiese liberado la literatura de la pesada cadena del argumento. Cualquier cosa era literaria dentro de los límites del propio ombligo. Y Galdós sin leer. Y la Regenta, craso error, seguía siendo la gran novela española del XIX.

Esta mala educación literaria tenía un culpable: la obligatoriedad de determinadas lecturas, y un país que sufría dos dictaduras simultáneas, la de unos censores analfabetos en materia de literatura y la de unos escritores esclavizados por su elitismo plasta. Así que muchas veces había que ir un poco para atrás y algún profesor distinto ponía como lectura, también obligatoria, El Jarama, y entonces te dabas cuenta de que todo lo demás era filfa. O bien, si además era piadoso, nos examinaba de La tesis de Nancy, que a las chicas les hacía mucha gracia y además era un sueño posible. Lo de Cela, Delibes, Benet (¡Benet!), Martín Gaite y etcétera etcétera era una cosa de pesadilla pasada y ajena.

No somos conscientes de la tremenda influencia que tuvieron aquellos libros obligatorios del bachillerato, la de gente que, para bien o para mal, orientaron para siempre en sus gustos literarios. Aquí todos para quedar bien citamos a los héroes de la infancia de Savater, pero la fascinación nos llegó a la mayoría por nuestra cuenta. Yo veía los libros de lectura obligatoria de mi hermana y a ella enfrascada en gruesas novelas de aventuras que vendían en el Círculo de Lectores. Los dos nos aficionamos a las dos clases de novela, a las serias y experimentales y a las largas y divertidas, y en mi caso jamás he dado mayor importancia a las unas sobre las otras. Ahora, con la edad, me he vuelto más serio y sí le doy mucha más importancia a una de las dos: a las divertidas.

Y esa influencia no es sólo entre los lectores, sino que se reproduce como un hongo en la tradición literaria. Leía hoy en el periódico que probablemente Delibes no haya dejado trascendencia literaria. ¿Cómo que no? Anda que no ha sido faro de muchos escritores pulcros y tristones, todos muy amantes de Cervantes pero incapacitados para cualquier mínima forma de ironía. Pero también, y eso, en fin, hay que reconocerlo, dejó sellado el modelo de narración rural y ese afecto a las historias infantiles. Quiero decir que en la conciencia escritora de Julio Llamazares se alternan, mal que le pese, las deslumbrantes turgencias de Cela y ese recogimiento campestre de Delibes. Pero también quiero decir que en todas esas películas de bosques y de niños que frecuentan el panorama cinematográfico español abunda en punto de vista de Delibes, aunque ninguna consiga la perfección, ni en novela ni en cine, de Los santos inocentes. Pero queda mucho Camino en la impronta literaria de bastantes cineastas nacidos en los 50 y 60. ¿Se imagina alguien una película como Secretos del corazón sin que su autor no hubiera leído a Delibes? Sí, quizás El camino haya sido, por esta razón escolar, la novela más influyente de Delibes. Y no sólo por el género campestre ni por la tristeza normativa, sino sobre todo por el niño, por la infancia en el pueblo que han tenido casi todos los escritores, o si no se la han inventado.

Lo interesante es que si, salvo que seas de Valladolid, Delibes te ha entrado por obligación (una obligación más o menos aceptada pero nunca, por lo menos en mi caso, padecida), y la majestuosidad de sus exequias se debe a que lo llevamos todos metido como decorado de nuestra más tierna primavera, qué pasará con las generaciones futuras, qué santón obligatorio pasará a la historia a través de la enseñanza reglada. Y, otra vez, la cuestión será si ese santón tiene que ser o no ser obligatorio. Por lo que yo sé, ya no lo es. El lector culto debe comenzar por los cimientos, y los cimientos son elegir, descubrir, tratarse con los héroes, que no son Menchu ni Pascual Duarte. Los cimientos son el señor Valdemar y Gabriel Araceli. Ya habrá tiempo para verlo todo gris, y para descubrirlo.

Entre unas cosas y otras esta generación mía leyó antes a Faulkner que a Tolstoi, pero nunca se olvidó de que había una literatura rusa. Teníamos una idea general aun de aquello que todavía no habíamos leído, y eso ha ido reconstruyéndose poco a poco. Pero muchos escritores se nota que no lo reconstruyeron. O se quedaron en las lecturas obligatorias de la escuela o en las obligatorias de fuera de la escuela. Por eso, por ejemplo, hay tanto déficit narrativo, porque a las edades más esponjosas hay que leer, por encima de todo, buenas narraciones, para que el arte de narrar vaya depositando sus huevos en el cerebro del escritor. Durante muchos años ese déficit se solventaba a base de desprecio. Aún ahora se presentan como rompedoras novelas que son fragmentos umbilicales.

Porque otra de las malas influencias de aquellas lecturas fue que muchos lectores y escritores se aficionaron más a la prosa que a lo que cuenta la prosa. Es gente que solo lee unas pocas páginas de muchos libros, que hace mucho que no se mete en una estructura grande y compleja, que alaba la prosa porque cree en la literatura antes que en la novela. Estos herederos del 98 pusieron al escritor por encima del novelista. Delibes no, y eso hay que valorárselo, y los lodos que vienen de aquellos polvos pringan con una delectación del párrafo que en los blogs se ha hipertrofiado. Se escribe muy bien y se narra muy mal. Se leen párrafos y se escriben párrafos. Triunfa de nuevo el patch-work, y solo se habla de uno mismo. Entre tanto, la gente lee largas novelas divertidas que no siempre recibirán un sepelio histórico ni pasarán a los manuales de bachillerato. Por eso el hecho de que al hablar de las obras maestras de Delibes se nombre siempre El hereje dice tanto en su favor.

5 comentarios:

  1. Leí La hoja roja cuando el verano largo de la Selectividad empezó a meternos en casa, con las tormentas y el ocio al que no estábamos acostumbrados (el curso no empezaba hasta prácticamente el Pilar), y me di un pequeño atracón de Delibes. Hace sólo un mes leí El hereje, y descubrí un Delibes maduro que tocaba la fibra de la bondad del hombre, tal vez su propia bondad.
    Las lecturas de COU (con Domingo Sanz, entonces recién llegado al Ibáñez Martín) resultaban difíciles. No tuvimos que leer El árbol de la ciencia (por lo visto se podían descartar obras) y no sé si estábamos muy preparados para leer a Unamuno, a Martín Santos y los del 27. Creo que fue un salto.
    Ahora pienso, con Landero (lo siento, estoy leyendo Entre líneas: el cuento o la vida), y coincido con él en algo que dice: no se puede enseñar literatura. La literatura se aprende.
    Bueno es que en los tiempos que corren, la muerte de un escritor nos de pie a pensar. Eso que nos llevamos.

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  2. No son pocos los lectores que citan entre sus obras preferidas algunos titulos que tuvieron que leer
    obligatoriamente en COU (Luces de bohemia, El árbol de la ciencia, San Manuel Bueno, mártir, Poemas de Antonio Machado, La casa de Bernarda Alba, La verdad sobre el caso Savolta, Cien años de soledad, etc. Esto da mucho que pensar...

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  3. La literatura, así, en general, sin distinción de siglos ni de lenguas, es una asignatura que todavía ahora está consolidándose en el último curso de bachillerato. Por primera vez los programas contemplan la lectura de Shakespeare, Defoe, Flaubert o Kafka. Todas las obras que cita Luis nos marcaron, desde luego, pero algunas para mal. Mi objeción es que esas obras podían haber seguido influyendo a aquellos que no las hubiesen tenido que elegir por obligación. Supongo que la obligación del profesor es mostrárselas, hablarles de ellas y enseñárselas, y darles a elegir según sus inclinaciones. quizá 'El árbol de la ciencia', como decía el propio Baroja, sea su novela más redonda, pero sabes bien que no todo el mundo disfruta del tío Iturrioz. Esos mismos, en cambio, se pueden divertir con 'El escuadrón del Brigante', o, como en su día me pasó a mí, con 'La sensualidad pervertida'. Quiero que yo no hablo de retirar a nadie, sino de aprovechar a los autores enteros, no lo que hemos establecido que es lo mejor. 'Luces de Bohemia' es maravillosa, pero también 'Divinas palabras'; 'Amor y pedagogía' llega más que San Manuel; 'El amor en los tiempos del cólera' se lee, ahora, en estos tiempos y a esa edad, con más placer que 'Cien años...'. ¡Pero siempre habrá quien quede deslumbrado con un pasaje de Remedios la Bella y quiera seguir!
    Lo que intento plantear es en qué medida esa obligatoriedad determina la historia de la literatura y de su recepción, eso que podríamos llamar sociología literaria. Creo que sí la determina, y debe revisarse y enriquecerse constantemente.
    Gracias a los dos.

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  4. Anónimo9:32 p. m.

    yo pertenezco a una generación, que si te gustaba leer era o porque en tu casa tus padres eran lectores o porque algun amigo o hermano mayor te enseñaban los libros como algo secreto y oscuro , hasta que le cogias gusto a la lectura y ya empezabas a descubrir lo maravilloso que puede ser. La asignatura de literatura, en mi época, no era más que la revista semana llevada a un libro, vida, lios..., pero pocas veces descubrías al autor y a la obra. Esos libros obligatorios del instituto, bien llevados y bien horientados llevarían a los estudiantes a amar la literatura y no "salir del paso" para aprobar.

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  5. Ha mejorado mucho la enseñanza de la literatura en Bachillerato, pero aún queda mucho por avanzar. Ahora, si no elijes la optativa Literatura Universal, acabas el Bachillerato sin conocer a las grandes figuras europeas y americanas de la novela contemporánea.

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