Se acaba de publicar el volumen 33 de la Colección Territorio, una serie de compendios divulgativos sobre las distintas comarcas de Aragón. Toni Losantos me invitó a participar en él con un artículo sobre el modernismo arquitectónico en Teruel. El texto íntegro del libro está o estará en breve colgado en la red, y este artículo en la revista Ágora.
Las fiebres ondulantes
El modernismo es una aspiración general a la belleza
Juan Ramón Jiménez
Es posible que a Pau Monguió, discípulo de Puig i Cadafalch, le hubiese gustado colonizar otra plaza más significativa para él como Tortosa, de cuyo Ayuntamiento fue también arquitecto, o como Reus, donde trabajaba a destajo Pere Caselles i Tarrats, quien también había trabajado en Teruel durante una breve temporada. Es decir, cabe imaginar que el destino de Teruel fue para Pau Monguió una especie de obligado destierro. Digamos que prefirió una vida sin quebraderos económicos ni desengaños artísticos lejos del centro del modernismo catalán. Y se marchó al sur.
Por aquel entonces Teruel era una mezcla monótona de adobe y sillería. Entre hileras de casas encorvadas se enseñoreaban palacios de piedra de estilo severo, y por encima de todo, sufridas y exquisitas, quedaban las cuatro joyas mudéjares. Este debía ser el punto de partida para un modernista que creía en la arquitectura como expresión del ámbito que ocupa. Un paseo por el Teruel modernista sigue dando esa sensación de que los edificios obedecen a su emplazamiento. Muchos se han fundido con el entorno de tal modo que no hay reparos en señalarlos como ejemplos de arquitectura propia, autóctona, de cómo son los edificios que mejor nos reivindican. Entre las bases del modernismo está este respeto a los elementos propios del lugar, a las formas de sus montes y a la inclinación de sus callejuelas, a su patrimonio histórico y a los materiales del terreno, a los colores de la luz.
Por eso sigue sorprendiendo la versatilidad de Pau Monguió, su elegancia interpretativa. En distintos grados y combinaciones emplea todos los materiales del lugar: yeso, piedra, forja, cerámica y ladrillo, y de paso vuelve a elevar los oficios cotidianos a categoría artística. Herreros como Matías Abad entregaron su sabiduría a un universo de golpes de látigo y motivos florales con que llevar al extremo la delicadeza de un pistilo y la fortaleza del hierro. Nunca desde entonces los artesanos han tenido motivos más que sobrados para sentirse artistas en Teruel, y desde luego nunca formaron parte tan sustantiva de su desarrollo arquitectónico.
En realidad, ni Monguió ni los otros arquitectos modernistas que compartieron o continuaron su tarea utilizaron más materiales que los antepasados mudéjares, pero tampoco sobrepasaron esa sensación de dulzura en mitad del frío que tienen las torres medievales. Este mudéjar no llevaba los arcos apuntados, como era el modernismo que se llevaba en Barcelona y que el propio Monguió había practicado; era un arte de proporciones cercanas, no un desparrame flamígero. El juego de azulejos de la portada de la Catedral nunca traiciona los principios decorativos del arte al que acompaña. Las hojas de cardo bendito de la reja parecen arroparse más que arder.
Aun así, y como corresponde, es una portada egregia. Pero también es de dimensiones perfectas la deliciosa iglesia de Villaspesa, a dos pasos de Teruel, que parece el templo de un cuento popular, una fachada que se anima en gestos afables de gótico rural, levantado sobre piedras, rematado con livianas torrecillas. Y, si se trata de un convento como el de los Franciscanos, Monguió respeta el espíritu, diseña suaves ojivas, acompaña al edificio primitivo y conserva su entorno austero. O bien, como en el claustro de San Pedro, eleva un poco el punto y ese aire neogótico le permite un magnífico bestiario modernista para las ménsulas de las arcadas.
Cuando sale de los templos, Monguió trabaja en el Ayuntamiento, y ahí también el objeto determina el contenido. Sus edificios públicos son particularmente atractivos. Sus asilos para huérfanos y para ancianos y sus escuelas de primera enseñanza están tocados de un encanto recogido, como si Monguió hubiera utilizado las proporciones de la piedad. El asilo de San Nicolás de Bari es como un abrazo solidario, de fraternidad frugal. Todos sus adornos son de punta mellada, todos están limitados, ablandados, y sin embargo luce la rúbrica de una reja de tallos flexibles, la puerta de un lugar que trata de ser dulce, a pesar del frío. Y algo parecido le ocurre al asilo de ancianos que baja del Teruel antiguo por las laderas de la rambla de San Julián. El edificio, visto desde arriba, tiene algo de gallina clueca, de madre superiora. Hay una delicada tristeza en sus tejados, como un manteo que lo cubre todo y una, en su momento, hermosa galería que aprovecha los últimos rayos de sol de las últimas mañanas de la vida.
De todos estos edificios municipales quizá el más hermoso sea el de las Escuelas del Arrabal, el actual Archivo. No hay nada severo en sus ventanas, todo es firme y variado, con esa fruición con que la infancia busca combinaciones nuevas. El modernismo tiene rasgos de arte infantil, deliberadamente ingenuo, y una escuela es para sus adeptos el gran reto de la sencillez. En esos curiosos ajedrezados, en esas líneas blandas de ladrillo, en esos remates caprichosos se ve la idea de la educación primaria que tenía el arquitecto, un ámbito ameno y protegido donde casi se ven colgando de las paredes los mapas del mundo, donde casi se escuchan las tablas de multiplicar.
Estas escuelas sirvieron de pauta para otras que Monguió proyectó en Rubielos de Mora o en Santa Eulalia del Campo, y podrían haber continuado su condición de modelo si en algún momento antes de finales del siglo XX se hubiese ponderado su auténtico valor. Hoy son monumentos, pero es de temer que las escuelas nuevas no lo hayan de ser en el futuro. El diálogo que Monguió entablaba con la tradición arquitectónica quedó interrumpido como esa línea férrea que discurre por el río Alfambra y cuyas ruinas algo deben también a su forma de interpretar al hombre y al paisaje.
Todos estos edificios públicos están en el Teruel humilde, extramuros, al pie de la villa, levantados en páramos ventosos, en cuestas y barrancos, cubiertos de barro. Un carburo de arcadas elípticas o unos almacenes de ladrillo junto al río también eran lienzo para la imaginería modernista, y poco a poco emergen de las zarzas con una permanencia estética que sobrevive a su función, y la recuerda. Pero no todo era trabajar e ir a escuela. Lo que suele entenderse por modernismo genuino, esa exhibición floral de las fachadas, esa extrema sofisticación del barandal, esas fastuosas galerías onduladas eran, también, el mejor modo de retratar a los burgueses que las habitaban. Vecinos de posibles trascendían la casa monda y lironda sin llegar a la rancia sillería. Eran frondosos y modernos, abrían sus casas al sol para que brillase su destino. Es posible que se limitasen a confiar en la modernidad, pero el hecho es que ninguna de estas casas, pasado el tiempo, puede considerarse vulgar. En el delicioso búcaro de líneas y guirnaldas de La Madrileña, en sus balcones con mariposas se ve guardar ese mismo sentido de la proporción, la misma condición del sitio. Edificios más austeros que esa pequeña fachada resultan mucho más ostentosos. El minúsculo templete del mirador que se eleva, en la plaza del Torico, por encima de un hermoso edificio de rejerías y azulejerías y columnas delgadas floreadas es como su unidad métrica y espiritual. Todo es, sigue siendo traducible al lenguaje amable que pasea por las calles.
En este género total que no abarcaba sólo las fachadas, donde hasta los suelos exigían destreza de acuarelista y los radiadores un artista del hierro, Monguió dejó en el centro de Teruel sus piezas más admirables. Estén donde estén parecen ser lo único que queda de algo que pudo ser igual de hermoso. Pero hay un caso especial, el de la casa Ferrán, metida en una estrecha callejuela, en una las cuatro esquinas que articulan la curva cuando sube hacia la plaza del Torico. Sólo puede mirarse en un contrapicado abrupto desde la acera de enfrente, o emerger digna y sinuosa desde la plaza, o erigirse allá arriba como un barco encallado si se la ve desde el arranque de la calle Nueva, sus varios cuerpos de cristaleras ondulantes y rejas de fantasía coronados por un espectacular mirador de grandes óculos tristones, y una fachada deliciosamente asimétrica, un concierto de líneas curvas que sin embargo nunca se desparraman.
Monguió usó todos los materiales, todos los oficios, todos las funciones. Fue también un excelente acuarelista, y supo sacar los trazos íntimos, la curva que nos define, blanda y sobria, elegante y discreta, irónica y desprendida. A cada lugar, a cada ciudadano supo construirle su edificio. Hoy en día es conservado, estudiado e incluso venerado. Pero su concepto integral del arte y del oficio, del espacio y de la tierra, no ha tenido continuación. Lidió con su tiempo y elevó el modernismo a una altura sólo comparable por estos pagos con el sagrado mudéjar. Pero ya no ha habido una tercera pacífica invasión de arte. El paseante ya no goza el edificio y lo interpreta, ni mira curvas que parecen vidas. En un tiempo en que Gaudí caía víctima de las fiebres ondulantes, Monguió infectó Teruel con sus miasmas de modernidad, de perfección artística y respeto al entorno y a la tradición. Retomar la senda de Monguió significaría plantearse la ciudad como una unidad estética, volver los ojos a ella, hurgar en las líneas de la tierra, construirla.
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