Francisco Umbral, tan narciso él, decía mucho aquello de que el artista tiene que hacerse una cabeza, una imagen memorable, una cara para siempre. Los tiempos y las técnicas me temo que obligan a que la cara para siempre de José Antonio Labordeta sea la que salía en un programa que cautivó al personal por un elemental sentido de la cultura que sin embargo es un comportamiento muy frecuente en Aragón. Labordeta se sentaba con un abuelo de las asperezas leonesas y apenas sonreía. Escuchaba serio debajo del mostacho y de vez en cuando bajaba los párpados para asentir, sentado en un banco de cemento, con la mano apoyada en el muslo. Adoptaba la postura de cualquier vecino con el que el entrevistado se hubiera podido sentir a gusto, sin necesidad de que le riera las gracias. Cuando preguntaba algo, lo hacía con esa naturalidad un tanto desengañada con que se toman en serio cosas que la mayoría no sabe sacar del tópico. Es culto quien hablando hace sentirse cómodo a cualquiera, y esa especie de, digamos, cultura social, es un rasgo de carácter bien frecuente por estos pagos. Pero a la gente le sorprendía.
No me gustaría que fuera solo esa su imagen para siempre, la del abuelo que sacan en los anuncios de dulces artesanos, un anciano afable al que sólo le faltaba fumar en pipa. Estamos de acuerdo con que ese andariego y venerable Labordeta, paralelo al diputado Labordeta, trazó una efigie casi definitiva, por más que en la portada de uno de sus últimos discos se intentase devolver al poeta impertérrito, al cantante peludo y sensible, al hombre que había estado con Georges Brassens. El disco se subtitulaba 30 canciones en la mochila, cómo no, pero en la foto el autor se había quitado las gafitas entrañables y nos devolvía al hombre dado a interpretar rudas canciones con delicadeza. Está guapo en esa foto Labordeta. Creo que a través de ella empiezo a comprender el atractivo que un tipo calvo y bigotudo tenía entonces para tantas chicas.
Por entonces me refiero al tiempo en que Labordeta era ya un mito en Teruel. Había trabajado aquí, y en cierto modo fue durante un tiempo el vecino más ilustre para quienes en los 70 tenían veinte años. José Miguel Iranzo filmó hace algún tiempo un precioso documental sobre Labordeta en el que se ve uno de aquellos conciertos. Entre el público, una muchacha de la época (de cuando el recato ya se había ido de la mente, pero todavía no del cuerpo) acompaña la letra seria, muy emocionada, como si fuese tan hermoso lo que está escuchando que no pudiera permitirse ningún gesto de alegría o frivolidad: recuérdame como un verano ido, como un lobo cansino, como un hombre sin más.
Esto lo he visto luego en más conciertos de Labordeta. Algunas de sus canciones invitaban a una seriedad casi religiosa, a la emoción sin alharacas, seca y profunda, a pesar de los inevitables tontainas del mechero o esa insoportable manía de cogerse la manita en alto. Pero no hablo de estas últimas giras rememorativas, infectadas de nostalgia, sino de cuando, en los últimos ochenta, cantautor era sinónimo de plasta, y a sus conciertos no iba gente a recordar una época, todavía no, sino a prolongar un sentimiento. Fue en esa época cuando yo me formé una imagen de Labordeta que es la que prefiero recordar, y que tiene bastante que ver con la foto de ese disco. Era entonces un Labordeta cincuentón, de rostro severo y mostacho entrecano, que había dejado la enseñanza (a veces me pregunto qué hago yo aquí) pero no la poesía. La modernidad adolescente de los 80 lo veía como una reliquia, y él probablemente llegó a pensar que su tiempo como cantante había pasado. Sin embargo, de vez en cuando, volvía a cantar la Albada, y la emoción era la misma.
Esa Albada sobrevivió a los tiempos de Raimon y al posjipismo progre, y siguió latiendo incluso cuando, en los 90, sus acercamientos a lo popular parecían a muchos (a mí me lo llegaron a parecer) antropología turística. A veces entrabas en algún coche viejo donde aún quedaban cintas de Labordeta, y si te daba por poner alguna, ibas pasando los romances políticos hasta que aquella albada te volvía a dejar petrificado. Qué forma tan compleja de emoción y tan directa se formaba al escuchar aquello. Era la voz del hombre que no suele cantar, la poesía del forzudo. Si Polifemo le llega a cantar a Galatea semejante albada, seguro que se la lleva al huerto. Pero era también un sentimiento, un henchimiento pacífico, un amor súbito a las cosas, a las tierras y a las gentes, noble y desnudo.
Pero nada ingenuo, que es el rasgo, su no ingenuidad, que le diferenció de todos aquellos que con sus mismas preocupaciones se despeñaban por la retórica nostálgica o melosa. Basta con escucharlo, o con leerlo. Aquel señor mayor que tenía un gran pasado de excombatiente y seguía escribiendo poemas es ahora el Labordeta todavía ceñudo, bárbaro y sensible, como es la rara mezcla que los grandes poetas deben siempre cultivar. La última vez que le oí cantar su albada ya fue en uno de esos festivales retro en los que se embarcaba. Después del arremójate la tripa y demás bailes de cumpleaños quedó solo en el escenario con su guitarra, y cantó la albada. Y volvió a sonar la voz del árbol batido, la del pájaro herido, la del hombre sin más.
La mejor semblanza de Labordeta que he leído hoy. Y he visto muchas, Antonio.
ResponderEliminarEntrañable y singular entrada sobre Labordeta, Antonio
ResponderEliminaremocionante
ResponderEliminargracias
Gracias a los tres. Una parte del documental de que hablo se puede ver en esta dirección:
ResponderEliminarhttp://vimeo.com/11122290
Yo recuerdo a Labordeta a través de un escritor ilustre y humilde, como él: Jesús Moncada.Con este tuve el placer de compartir una comida, hace ya muchos años, cuando fui directora -cosas de la vida - de un instituto del sur de Tarragona. Mis alumnos de bachillerato leían entonces en catalán Camí de sirga, la espléndida novela sobre Mequinenza y Moncada se prestó a compartir esa comida con ellos, y conmigo. Yo, cosas de la vida, de nuevo, me senté -muy institucionalmente- a su lado y resultó que Moncada había estado interno unos años en el colegio de los Labordeta en Zaragoza, del que guardaba buen recuerdo. Me habló de la calidad del poco conocido poeta Miguel Labordeta, hermano de José Antonio, y recordó emocionado las horas que había pasado con ellos bebiendo vinos en el Tubo, hablando de literatura y de política.
ResponderEliminarY hoy me siento muy triste porque todos ellos están ya muertos. Beatriz Comella
Todavía guardo la nota de lectura de 'Camino de sirga', con fecha de 1993. En su traducción castellana resultaba deslumbrante, así que en catalán me imagino que se codeará con el mismísimo Sagarra. El propio Labordeta abordó con 'En el remolino' un intento épico de características proporcionales, aunque se quedó en estimable novela corta. La diferencia de calidad y envergadura que hay entre 'Camino de sirga' y 'La lluvia amarilla' da una idea bastante aproximada de cómo funciona en España el negocio editorial y la historiografía literaria. Menos mal que en su lengua creo que Moncada sí es apreciado con justicia.
ResponderEliminarUn placer, Beatriz.