5.9.10

Esmeralda no está en París

Cerca de mi casa vive una familia de zíngaros. Llevan ya bastante tiempo instalados debajo de una pérgola franquista, y se asean en una fuente decorada con la estatua de Ramón Gómez de la Serna. De par de mañana salen de sus tiendas de campaña y en menos de media hora repliegan todo para que, cuando la policía municipal haga la ronda, tan solo queden, escondidos entre los aligustres, los cartones que usan para dormir. El resto, las mantas y los cacharros, todo lo que tienen, lo guardan en grandes bolsas de basura que meten en las bocas de las alcantarillas hasta que regresan por la noche. Más de una vez la policía se las ha quitado, o algún gracioso se ha entretenido en levantar la tapa de la alcantarilla y dejar esparcida su ropa por la calle. Los veo tomar un café en un vaso de plástico, sentados en un banco, o desfilar con sus carros de la compra rellenos de aquello que quizá no puedan guardar en las alcantarillas y exponerse a perderlo. También los pueblos nómadas tienen siempre algo que perder.

Van a la primera misa de la mañana en una de las muchas y ostentosas iglesias que pueblan el barrio viejo. Se sientan en el pórtico y mendigan, que es lo que se ha hecho en las puertas de las iglesias desde que construyeron la primera. Antes los mendigos nómadas podían llegar hasta San Pedro, a pedir misericordia, como una más de las muchas órdenes mendicantes con que casi todas las religiones han santificado la pureza espiritual. Ahora las órdenes están hacinadas a las puertas de Roma, y su alcalde se queja de que vayan también a venir todos los que Sarkozy quiere expulsar de Francia.

Poco a poco, el caso de los zíngaros se empieza a parecer al de los indios norteamericanos. Están en Europa desde antes que nadie, se dedican a lo mismo desde siempre. El mundo les ha pasado por encima y ahora son una excrecencia estética, algo que el liberalismo exquisito que nació del 68 no está dispuesto a tolerar. Se les reprocha que no trabajen, como si mendigar no fuese una actividad económica; se los identifica con los carteristas –no con los estafadores, que son más dignos–; se propala incluso que allá en su tierra (como si los zíngaros tuviesen tierra) construyen grandes palacios horteras con la explotación a que someten a sus criaturas. Uno lee los decretos de expulsión del siglo XV o los cargos que se les imputaban en la Alemania nazi y las cosas no son tan diferentes. Más hipócritas y menos salvajes, pero no tan diferentes.

Pero llamarlos mendigos no es exacto. Estamos acostumbrados a ver mendigos harapientos, enfermos mentales que nadie cuidó, alcohólicos que todo el mundo ha rechazado, excluidos de nacimiento que exhiben sus amputaciones. Esta familia de zíngaros va razonablemente bien vestida y no se la ve pasar hambre ni torturas psicológicas. Nunca los he visto beber alcohol ni montar grescas nocturnas. A veces, viéndolos desfilar por la mañana o sacar los cartones de los arbustos por la noche y freír tiras de tocino en el infiernillo, tengo la sensación de que sólo los diferencia de ciertas familias el hecho de no tener paredes. Los padres se sientan en las iglesias importantes, él con un rictus miserabile permanente y ella con pañoleta anudada en la barbilla, grandes sayas hasta los pies y una especie de toquilla, como vestían las mujeres humildes en España hasta hace no más de cuarenta años. Los hijos se apostan en los comercios. Son ya mayores, todos de veintitantos años, uno casado incluso, y en su modo de mendigar se nota que son de otra generación. Los padres componen el rostro medieval del mendigo, ese rictus de quien empieza a llorar, pero los hijos están sentados en su sitio viendo pasar a la gente o mirando al suelo. La hija, una muchacha de ojos luminosos, se sienta en la puerta de la panadería. No pide, saluda, y más de un parroquiano se queda un momento a charlar con ella, no para pensar en la explotación y el analfabetismo zíngaro sino para ver qué tal le va la vida. Es guapa y está bien alimentada. Mira pasar la gente con curiosidad, aunque se ve también en ella un velo de tristeza, o es eso lo que queremos ver. El hermano pequeño es más circunspecto, y el mayor, el que peor me cae, por las mañanas se dedica a rascarse y a fumar mientras su mujer recoge los enseres y carga con ellos. Eso ocurre en muchas casas, pero no todas están a la intemperie.

Con ellos no ha habido broncas, y mira que algunos vecinos paseados por sus perros ya lo han intentado. Les molesta, si acaso, que se comporten como si estuvieran en el campo, algo que ignoran las parejas de enamorados cuando se tumban a darse besos en el césped que los zíngaros tienen detrás de su campamento. Pero el tiempo hace entender su sencillo funcionamiento nómada. Ellos nunca han dejado de hacer lo que hacen. Somos nosotros los que, con el tiempo, nos hemos ido mostrando más y más intransigentes. Sarkozy ha abierto la veda. En Roma se frotan las manos. El Vaticano ni lo pisan. En España pronto alguien los señalará con el brazalete negro de la alarma social. Y se perderá ese recordatorio permanente a la puerta de las iglesias, ese resumen tan perfecto de lo que sigue siendo Europa desde hace más de mil años.

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