10.9.10

Hijos de Casandra


Dice Trapiello, en el prólogo a El maestro Juan Martínez que estaba allí: “Y aunque dijéramos que se lee como una novela, conviene recordar que es sobre todo como una novela como no deberíamos leerlo”. Es raro que Trapiello diga esto, sobre todo porque unas pocas líneas más arriba ha reconocido la raigambre picaresca del relato. ¿Tampoco deberíamos leer el Lazarillo como una novela, a pesar de que a través de sus páginas se comprenda mejor el siglo XVI español que con varios tratados juntos?

Pero hay otra novela con la que resulta más interesante comparar esta de Chaves Nogales. En Gerona, uno de los Episodios Nacionales más raros de Galdós, el novelista se planteó algo proporcional a lo que pudiera haberse planteado Chaves: ¿cómo puede materializarse en una novela el hambre, la miseria y la muerte para dar idea de su verdadero espanto, de la acumulación de desgracias y perversiones morales que acarrea? Galdós utilizó la vía de la acumulación: cuando pensamos que los personajes ya no pueden caer más bajo por culpa del hambre y la desesperación, aún hay una vuelta de tuerca más, de modo que la impresión final es igual de “lineal”, como dice Trapiello, que El maestro Juan Martínez, pero la acumulación de acontecimientos da una idea general desoladora. Esta es la linealidad de Chaves Nogales: la necesidad de insistir en todas las anécdotas desoladoras, en la confianza de que su acumulación pueda dar una idea más aproximada del espanto que durante seis años le tocó vivir. Casi toda la novela sucede en Kiev, y allí pasan de manos de los burgueses adinerados a las de los cosacos nacionalistas; de estos, a las de los bolcheviques revolucionarios, que pierden la plaza varias veces en favor de las tropas zaristas, hasta que los libertadores polacos les hacen desear una vez más la llegada de los bolcheviques (“los tiranos de afuera nos hicieron preferir mil veces a los tiranos de dentro”). Cuando unos y otros se han cansado de robar y de matarse, llega una hambruna escalofriante, mucho más cruel incluso que los fusilamientos indiscriminados de la guardia roja, por la sencilla razón de que con el estómago lleno uno puede pensar cómo escaparse, pero el hambre, como dice Chaves, mina incluso la facultad de luchar por un trozo de pan.

La clave de la revolución (del tema del reportaje) la deja bien clara Chaves Nogales a lo largo de todo el libro. En varios lugares pueden espigarse, como un severo ritornello, frases tan inequívocas como esta: “A los ojos del pueblo, empobrecido y hambriento, tan feroces aparecían unos como otros; si tiranos eran los blancos, más lo eran los rojos y tanto desprecio tenían por las leyes divinas y humanas éstos como aquéllos. Pero los rojos eran unos asesinos que pasaban hambre y los blancos eran unos asesinos ahítos. Se estableció, pues, una solidaridad de hambrientos entre la población civil y los guardias rojos. Unidos por el hambre, arremetieron bolcheviques y no bolcheviques contra el ejército blanco, que tenía pan. Y así triunfó el bolchevismo. El que diga otra cosa miente; o no estuvo allí, o no se enteró de cómo iba la vida”.

En efecto, tiene su interés ver cómo, sin caer en excesos melodramáticos y sin ahorrar detalles truculentos, el narrador cuenta escenas de hombres convertidos en fieras, desasistidos de cualquier sombra de humanidad (y muchos de ellos en nombre de esa misma humanidad), pero al mismo tiempo ese narrador es esencialmente optimista. Tiene el optimismo del pícaro. Hace cosas propias de Julio Verne porque es lo único que se podía hacer, y al contarlas practica la naturalidad de quien en su momento lo vio como algo normal. La monstruosidad de lo narrado, el lado del reportaje, convive con la simpatía del narrador, el lado de la novela. El narrador distancia y humaniza. Usa un procedimiento ilustrado para describir un fenómeno cuyos protagonistas, por el mismo hecho de serlo, no podrían definir con tanta exactitud. Juan Martínez es un extranjero y por eso da la dimensión exacta de aquella barbaridad.

Y todo eso fue contado, insisto, en 1935. Lo que de veras pone los pelos de punta es lo limpiamente que se puede trasladar la guerra civil rusa con la española, que aún no había empezado. Entendemos (y podía entenderse también en 1935) que una revolución la forma una gran masa bienintencionada y una minoría perturbada por el poder, por la ideología o por el miedo que le hace perder el sentido de la razón y el de la dignidad humana. Chaves nos cuenta la tenacidad de los bolcheviques y su olímpico desprecio por la vida ajena, su propensión a enredarse en papeleos y sus decisiones militares, tan propensas a la insensatez; pero también nos cuenta la saña desalmada de los burgueses para proteger sus privilegios y la molicie de todos aquellos que en el fondo habían sabido tomarle las medidas a la vida propia. Hay historias para toda clase de perversión bélica, pero también para todas las encarnaciones de la amistad. En este libro la amistad es siempre el último recurso, lo que manda el cielo cuando cunde la desesperación. Hay una cierta nobleza hidalga de este bailaor buscavidas, esa altura de miras que suele aparecer en los momentos lamentables, y que si no provoca admiración, por lo menos hace gracia.


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