No es casual que Góngora haya dado lugar a obras maestras de la crítica y haya necesitado de los más competentes hispanistas para penetrar en el secreto de su genio. Cuando un editor se dispone a escribir un prólogo al Polifemo, se enfrenta a las figuras, casi polifémicas, de Dámaso Alonso, de Robert Jammes o de Antonio Carreira. Y esto es así porque no hay aspecto de la literatura que no aparezca en el poema ni plano interpretativo que no espere ser examinado. Se necesita un experto en lingüística histórica, pero también en música y prosodia, en tradición literaria, en mitología, en retórica y en simbología. Se necesita alguien capaz de ver cómo confluyen en un poema tantos ríos de literatura y de tan lejos, por qué la obra se convierte en objeto de interpretación inagotable. Los espejos del poema están tan bien puestos que las imágenes que proyectan no tienen fin conocido, y eso, en demasiadas ocasiones, produce ensayos peregrinos que no aportan nuevos materiales para la comprensión o avanzan en la exégesis, sino que se dedican a la filigrana teórica, a la ocurrencia congresual.
Entre los libros sobre Góngora o el Polifemo abundan las obras maestras como el ensayo de Emilio Orozco o, sobre todo, los extraordinarios Gongoremas de Antonio Carreira, “imprescindible”, en palabras del propio Ponce Cárdenas, autor de esta nueva edición de Cátedra. Ya lo creo que es imprescindible. Ese libro es un puñetazo en la mesa contra tanta especulación gratuita que fatiga las prensas gongorinas, la prueba de que solo con un completo despliegue de sabidurías humanísticas se puede llegar al fondo del misterio.
Pero ese tipo de libros, los ensayos reunidos, las silvas gongorinas, se pueden permitir licencias de varia índole. Comentar en serio un poema de Góngora es labor muy entretenida en la que suelen florecer las ideas brillantes. Pero redactar una introducción en el formato de las Letras Hispánicas de Cátedra requiere un igual de brillante estudio de conjunto, que sea capaz de recoger las aportaciones de los maestros y en todo caso trate de orientarlas hacia su propio camino. Lo que no se puede hacer es trasladar un libro de ensayos personales, puntuales, menores, a la solemne introducción de un clásico. Eso es lo que ha hecho Ponce Cárdenas, y por eso su introducción sirve más para darse cuenta de lo imaginativos que pueden ser los ensayos gongorinos y la poca sustancia que muchas veces los anima.
Así ocurre, por ejemplo, en el largo pasaje que dedica el editor a la catalogación genérica de la Fábula, a la que decididamente llama epilio, hasta concluir que “con la composición de la Fábula, Góngora daba a sus contemporáneos una respuesta calimaquea a la cuestionable centralidad de la epopeya en el discurso teórico de la poesía”. Toda su argumentación no hace sino glosar las palabras de su admirada Mercedes Blanco, a quien cita el editor profusamente y sin escatimar los máximos elogios. Según esta estudiosa, “frente a la epopeya culta que intenta Lope, como un nuevo Apolonio, Góngora propone el epyllion a la manera de su maestro y rival helenístico, Calímaco.” Ponce redundará en esta idea comparando sin duda la Hécale de Calímaco con el Polifemo, y las Argonáuticas con la Jerusalén conquistada de Lope de Vega.
Lo de llamarlo epilio, para entendernos, no está mal, pero sí si pasa por encima de Ovidio, de Virgilio, incluso de Museo, para dibujar a una especie de Góngora helenístico que hubiera descubierto en las ruinas textuales de Calímaco el sentido de la poesía; y sobre todo si se silencia escandalosamente el punto de partida de cualquier estudio serio sobre el Polifemo, la tradición de la fábula mitológica, se llame epilio o como se llame. Cossío no está ni mencionado, de modo que no extraña el tratamiento como de paso que haga de Castillejo o de Barahona de Soto, y que no mencione siquiera La segunda Diana de Alonso Pérez o la Fábula del Genil de Pedro Espinosa, por nombrar tan sólo a algunos de los poetas ya que se habían ocupado del mito. De su lenguaje, de sus respectivos bodegones literarios y campos de Polifemo se aprende mucho de lo que de veras intentó Góngora con su poema.
Pero, ya que estamos con el epilio, y tratándose de Góngora, la discusión no puede quedarse ahí. De aquella Hécale de quien parece venir esta Galatea nos quedan unos cuantos versos desperdigados de la historia de Teseo cuando acudió a Maratón a matar un toro. Por el camino fue acogido por la anciana Hécale, con quien conversa en unas cuantas migajas de versos de los que se deduce que la anciana habla de la traición de un hombre: “¡Ojalá yo misma pudiera clavarle, vivo él aún, en sus impúdicos ojos espinas y, si crimen no fuera, comerme crudas sus carnes!”, dice, en una de las ruinas conservadas, la dulce ancianita. Es interesante que Calímaco, un poco como harían tanto tiempo después los prerrafaelitas (los unos y los otros), elige temas menores y los equipara con los temas importantes, e incluso los hace sobresalir por encima de ellos. De la lucha de Teseo sabemos poco, pero nos quedamos con toda la conversación con la vieja.
Esto, en la estética del helenismo en general y de Calímaco en particular, es bastante común. Sus Aitiai son también relatos menores, escenas mitológicas, hagiografías paganas. Y también es cierto que la Hécale, muy probablemente, fue compuesta para responder a quienes acusaban a Calímaco de no salir del formato breve, en medio de esa polémica exagerada entre él y Apolonio. Incluso parece ser que escribió otro epilio, Galatea, del que no se sabe casi nada pero que a Ponce Cárdenas seguro que le habría gustado citar.
Hace mal el editor en enfrentar tan a la ligera a Calímaco con Apolonio y trasvasar su ocurrencia a Góngora y a Lope. La genealogía literaria que llega hasta el Polifemo de Góngora le debe más en realidad al poeta épico erudito. Góngora no bebe de Calímaco, como no leyera los dos himnos que tradujo Aquiles Tacio o asistiese a las clases del humanista Lorenzo Palmireno, pero indirectamente, y mucho, sí bebe de Apolonio, y sobre todo del otro helenístico en cuestión, Teócrito, cuyo idilio da mucho más profunda clave del género del Polifemo que las fantasías calimaqueas.
Pero todos esos ríos no son sino afluentes de otro río que es donde bebe Góngora y todos sus contemporáneos, y que por obvio no se puede reducir a un papel casi secundario. El manantial clásico de Góngora es Ovidio, en primer lugar, y Virgilio y la transformación estética a que ambos sometieron a la estética helenística. Ovidio introdujo el epilio calimaqueo en el poema narrativo, le dio movimiento, le incorporó, más acentuado, un contenido trágico que ya está en el canto tercero de las Argonáuticas, otro epilio de los que tanto le gustan a Ponce Cárdenas, donde por cierto habría encontrado material de primera mano para apuntalar su teoría del silencio retórico en el mudo Acis: esos amantes, Medea y Jasón, que se quedan άναυδοι en su amoroso escondite, el mismo que pasó a la cueva cazadora de Dido y Eneas y a las Metamorfosis, el mismo que llegó al humanismo.
Lo que Apolonio había conseguido era una síntesis entre la escena breve y preciosista, el relato épico circunstanciado y la tragedia clásica. Así lo incorporó Virgilio y con más velocidad de crucero el gran Ovidio. Los dos grandes poetas romanos transmitieron no sólo la estampa brillante, los Fasti, las Heroidas, sino que les aplicaron nuevas posibilidades narrativas sin las que la fábula mitológica en España no habría sido lo que fue. Ovidio se echó a Calímaco a la espalda, pero Virgilio se echó a Teócrito, e hizo con él algo proporcional a lo que Góngora consiguió mucho después con la fábula de Polifemo.
Virgilio también fue amigo de lo exquisito, pero en sus Bucólicas dio a la poesía un giro solo comparable al que le dio Arquíloco cuando decidió escribir un poema dedicado a su vecina, o sea, cuando se inventó la lírica. Teócrito pinta pastores rudos, ridículos, tiernos en el mejor de los casos. Virgilio, como es sabido, los elevó de categoría estética, hizo de los aldeanos cultos héroes tranquilos que suspiran de amor en el más elevado lenguaje posible. Los groseros nombres de sus animales y sus frutos fueron admitidos en el olimpo poético: con las mimbres más sencillas podían trenzarse los cestos más historiados. No otra cosa le afeaba Jáuregui al hablar de los “versos groseros” de Góngora, joyas que habíamos visto cada día en nuestras corrientes bocas sin reparar en su belleza.
Porque el Polifemo, si algún género helenístico encarna, es el del idilio, no el del epilio. Lo que Góngora hace con toda la tradición castiza de la fábula polifémica en los siglos XVI y XVII es lo mismo que Virgilio hizo con los idilios de Teócrito, elevarlos de rango, incorporarlos a la poesía grave. El Polifemo es un cuento de pastores, la más bella expresión posible del más rústico tema. “Culta sí aunque bucólica”, como dice nada más empezar. En ese cuento de pastores cabe toda la retórica culta: cabe la ironía trágica del encuentro entre Acis y Galatea, caben preciosos bodegones autónomos y un constante diálogo de registros lingüísticos y poéticos entre la humildad del tema y la majestad del tratamiento. Subsiste, en el fondo, la primera idea de Teócrito. Polifemo es un pobre hombre al que las ninfas no lo quieren porque es feo. Acis no es ningún efebo. Lo primero que sabemos de Acis es que va sudado, pero es hermoso. Acis es lo que no es Polifemo. El fulgor del poema tapa de vez en cuando está verdad permanente, que es un cuento de pastores.
No, no son tan simples las comparaciones con lo helenístico, por más que en el mismo saco se incluya a un autor como Filóstrato, el cuarto (“el que copió a su abuelo”), autor de unas Descripciones de cuadros que Ponce Cárdenas cita muy contento sin advertir, siquiera sea por cortesía, que se trata de un autor más de quinientos años más joven que Calímaco. Y en todo caso su mención habría servido para hablar de otro asunto muy importante en la estética gongorina: la aparente pasividad del poeta, la distancia con las criaturas, la elevación, que sin embargo se lleva muy bien con una empatía virgiliana que Ponce Cárdenas comenta sin mencionar el origen. La estética de los clásicos, fundamentalmente de Virgilio, consiste en un equilibrio entre esa distancia con respecto a lo narrado y el afecto con respecto a los personajes, que en Góngora, como comentaba Jammes, es más que evidente.
Pero tampoco era de recibo la comparación con Lope. No es la Jerusalén conquistada lo que hay que comparar sino La Circe, de la que bien poco se dice en esta introducción, es decir, el momento en el que Lope compitió con el mismo género del Polifemo. Góngora ya había probado la épica (en romance, por cierto), y esto era otra cosa. Una lástima, en fin, tener en tan poca estima el poema de Carrillo, tan revelador, o dejar para los comentarios de las octavas –supongo– todo el caudal de poesía que puso en orden Antonio Vilanova, alguien que sí tenía claro de dónde parten los ríos y se limitaba a trazar su curso, no a interpretarlos a su aire.
Pero bueno, esto era solo por lo del epilio. El resto de la introducción, lo que se refiere a retórica principalmente, está igual de bien que estaba la de Parker. Aquella abundaba mucho más en la teoría del concepto, cuando hace veinte años aún era necesario explicar que conceptismo y culteranismo eran la misma cosa. Esta otra quiere abandonar la circunstancia barroca y llenarnos a Góngora de un helenismo que, más que ser incorrecto, es irrelevante. La desproporción entre extensión y relevancia no es lo que más se parece de esta introducción de Ponce Cárdenas al muy medido Polifemo.
¡Genial!
ResponderEliminarSimplemente.
Yo creía que la poesía del bueno de Góngora era retorcida y dificil de interpretar, de hecho es lo único que sabía de Góngora hasta ahora. Por lo que nos contaba el padre Ramón en Literatura estaba la poesía divertida y franca de Quevedo y la oscura, pedante y rebuscada de Góngora, que era algo así como un crucigrama de los de ahora porque entonces no tenían aparatos de radio.
Bueno, que me lío, pues para gongorino y retorcido el asunto este de las comas. Es estupendo, creo que podrías proponerle al Iranzo hacer una película sobre ello.
Espero ansioso la tercera parte.
JCarlos Navarro