La tercera sección se abre con Hojas rojas, otro clásico de Faulkner y del uso del in medias res. El cuento, profundo, barroco, desgarrado, se centra, primero, en las costumbres de los indios, a través de dos de ellos que hablan incluso con humor. Luego se nos cuenta que, a la muerte de un gran jefe, con él se va su caballo, su perro y su esclavo negro. Los indios también tienen esclavos, y los crían y los venden como cabezas de ganado. Después asistimos a la fuga del negro de confianza del jefe indio que acaba de morir, y los dos meandros narrativos se juntan cuando los indios del principio finalmente lo capturan y lo llevan a la fiesta funeral, donde se supone que, cuando acaba el cuento, lo van a matar. Los indios se preguntaban ya desde el principio, en su lengua llena de jaus, qué sabor tendrá la carne del fugitivo.
Todo esto está contado con una suntuosidad que apabulla. La primera mitad es, sobre todo, curiosa, estrafalaria, pero la segunda mitad, la huida del esclavo y la persecución alcanza momentos deslumbrantes. El exotismo de la narración se resuelve en grandiosidad lírica. Otra vez se centra Faulkner en los hechos, en la descripción de los hechos, por más que su prosa desatada los acompañe con estallidos de lirismo. La literatura está para exprimir la emoción de los acontecimientos narrados sin necesidad de salirse de ellos.
Pero el cuento tiene mucho más. El juego de las perspectivas (cómo ven los indios a los negros) incluye un estremecedor relato de cómo el esclavo negro llegó a América (noventa días en una bodega de un metro de alto, comiendo ratas), y del destino que corren los suyos y él mismo, que podría haberse salvado de haber vivido en una selva africana ¡sin indios americanos!
Decía Faulkner que cada escritor debe encontrar aquellas soluciones técnicas que mejor se acomoden a lo que quiere contar y a su manera de contarlo, y que estas soluciones son más producto de lo contado y del acto de contarlo que una fórmula previa que se aplica. Nos han enseñado que Faulkner incorporó a sus novelas el monólogo interior (más bien la corriente de conciencia) porque lo había leído en Joyce, pero luego resulta que el modo de narrar tiene más que ver con el Joyce de Dublineses que con la melopea de Molly Bloom, al menos en sus cuentos.
Me explico. Cada relato, como decía, tiene unas diez mil palabras sobre poco más o menos. A veces uno nota que la anécdota podría haberse resuelto en menos espacio, pero también nota que el material sobrante, eso que se escribe sin añadir nada, tan solo profundizando en algo, es el que imprime la condición estética del relato. El narrador entonces da vueltas sobre las circunstancias y se deja llevar por su extraña forma de precipitarse, y el relato se va cargando de manchas que en conjunto trasparecen, más que una historia, un mundo peculiar. Es, como se suele decir, hacer de la necesidad virtud. Y me acuerdo ahora de que el propio Gurganus, cuando hablaba de su gran novela, decía que la escribió desde dentro, no desde el principio sino levantando paredes narrativas donde él creía que el edificio literario las necesitaba. Así, más o menos, me imagino yo escribiendo a Faulkner, si bien él añade un componente imprescindible: la torrencialidad, la impremeditación, el navegar en la historia como un capitán que fuera oteando el río desde la proa de la chalupa, o desde ese gigantesco barco de vapor que los indios transportan a través del bosque. No creo que Faulkner leyera a Sender como lo leyó Herzog, pero sí es evidente que García Márquez transportó más de un rasgo de los indios chickasaw a su Macondo particular. A esa mezcla de torrencialidad aproximativa, de elusiva suntuosidad y de composición por manchas, como hacían los impresionistas de principios de siglo, Faulkner le encontró una voz lo suficiente libre como para, librada de algunas articulaciones que la ataban a la lógica, transitar por los terrenos de la gran literatura. Me refiero a la voz de Quentin Compson.
En el caso de Justicia, segundo cuento de la sección, el lector disfruta atravesando la tersa espesura de Quentin pero sobre todo la de Sam Fathers, otro de los grandes personajes de Desciende Moisés. Tiene en común con el cuento anterior la presencia del Hombre, el jefe de los choctaw (aunque nombra personajes y circunstancias que en otros cuentos eran chickasaw), también llamado Doom, un haragán que en vez de construir una casa con árboles, como todo el mundo, usa los árboles para transportar por el bosque el cascarón de un steamer del Mississippi, con él montado encima y una pila de negros estirando de una cuerda. Sam Fathers cuenta una historia que es como una tragedia bufa, un Yugurta con plumas, un torrente de anécdotas que darían juego para alguna pasada de los Coen pero debajo de las cuales flota, con pelos y señales, la cruda realidad sobre las relaciones entre blancos, negros e indios en las montañas de Yoknapatawpha, al norte del actual estado de Mississippi.
Según Sam Fathers, entre los indios recibe el nombre de Tuvo dos Padres, y lo llaman “encías azules”, aunque para los blancos es un negro. La historia de su nombre entre los indios se remonta a cuando Ikkemotube, que ya ha aparecido en el primer cuento, se marchó a Nueva Orleáns. Su tío, el jefe de la tribu, el Hombre, lo quería lejos porque no se fiaba de él, como todos los Basilios y los Layos de todas las tragedias edípicas y segismunderas. Cuando él muriese, habrían de sucederle su hermano o su hijo, pero no él. Ikkemotube no se anda con rodeos: mata a su tío, a su primo y al otro tío que aspiraba a la jefatura y a la condición de Hombre, lo acojona de tal manera que se mete debajo de una manta y ya no vuelve a salir. Este Ikkemotube, en vez de cabezas de caballo a los pies de la cama, enseña a sus enemigos, como señal de amenaza, a un cachorro lamiendo una bolita de “sal de Nueva Orleáns”, que lo mata en cuestión de minutos, después de comportarse de una manera extraña. Todos los muertos mueren por la ingestión de algo, y después de comportarse de una manera extraña.
Cuando volvió de Nueva Orleáns, Ikkemotube se trajo seis hombres y una mujer negros. Los ofreció a sus lugartenientes, pero a los indios les sobraban negros, hasta el punto de usarlos para echárselos a los perros y entretenerse con el espectáculo. Uno de ellos, Crawford, el padre de Sam Fathers, no quiere a los hombres pero sí a la mujer, e Ikkemotube, que en Nueva Orleáns era Doom y ahora es el Hombre, se la regala. Al marido de la mujer, otro de los esclavos negros, no le sienta nada bien, pero tiene que arrastrar el barco de vapor encallado hasta su plantación.
Me ahorro una serie de divertidas anécdotas sobre los implacables métodos de Doom. El caso es que al final al padre de Sam Fathers solo se le ocurre retar al marido ofendido a una pelea de gallos. Como el esclavo no tiene gallo, pierde por incomparecencia, pero se lo presta el jefe de la tribu, Ikkemotubbe, Doom, el Hombre, de modo que el gallo del padre del narrador paga el pato y no solo pierde la pelea sino que el marido negro ultrajado lo patea en el suelo hasta destrozarlo. Cuando le devuelven, como ganador, a su mujer, esta tiene un hijo de color raro, amarillo, dicen ellos, y Doom decide impartir justicia: el padre de Sam Fathers tendrá que construir una valla que no pueda saltar en torno a la casa del negro ofendido. El niño, salomónicamente, se llamará Tuvo dos Padres.
Quentin Compson, el narrador, tenía doce años cuando escuchó esta historia. Entonces no entendió nada, ni aquello de la sal de Nueva Orleáns, ni por qué al negro los ojos se le ponían rojos, ni por qué transportan el esqueleto de un vapor sobre troncos rodantes, pero sí sabía que, cuando lo entendiese, Sam habría muerto.
El relato es francamente divertido, y en efecto está contado en un idiolecto chickasaw que juega con la literalidad de las cosas, con la inocencia y esa especie de sanguinaria parsimonia que practican los chickasaw. Doom es otro Snopes pero en indio, aunque un poco más cruel, un poco más directo y un poco más inteligente. Uno se sorprende riéndose con anécdotas terribles que parecen el guión de un tebeo. Pero el conjunto, tan satírico, tan desmadrado, es de una verosimilitud fuera de lo común. Eso sí, de una verosimilitud distanciada, mítica.
Seré un poco más breve con los otros dos relatos. Un noviazgo es una narración tardía, y se nota en ese algo de manierismo, del barroquismo de la edad. Por momentos me acordaba del Cristo versos Arizona (Cela estaba bastante puesto en literatura norteamericana, aunque lo sabía disimular muy bien) en esa especie de congeries yuxtapositiva y esa reiteración casi ritual de los nombres en cada una de sus cortas frases. La historia es un follón de costumbres extrañas que adornan unos juegos nupciales, una competición, por momentos una gymkhana entre un blanco y un indio, con momentos tan surrealistas como la prueba que consiste en ir corriendo a una cueva muy alejada y nada más entrar pegar un tiro al aire y esperar a que se derrumbre. Cosas así, costumbres raras cuya velocidad de predicación no invita más que a divertirse con su exotismo y con el idiolecto jau que usa el autor, y que termina con una confraternización entre rivales mezclada con cómo el indio, que no podía ser sino el joven Ikkemotubbe, recuerda las nalgas sonrosadas y las piernas de su rival David Hogganbeck. El relato entero es como el tarareo de múltiples pies forzados que aparece en los westerns cuando en el poblado indio por la noche están entonando cantos de guerra. Supongo que la trascendencia es exegética. Así, en lectura vulgar, se queda en vitrina verbal, en oficio sobrado para un movimiento sólido, espectacular y curioso (Jau).
El último cuento, igualmente divertido, habla de los problemas de todo un presidente de los Estados Unidos para entenderse con los indios y dividir sus zonas de influencia y un vado que los blancos disputan a los indios. Pero no hay manera con ellos. Todo está contado a partir de la muerte de un blanco, que tras toda clase de rumores, acusaciones y papeletas político humanitarias para el presidente (a quien los indios le sacan de quicio, pero no hasta el punto de cargárselos), se revela que murió en una competición igual a la de el cuento anterior, solo que en vez de correr hacia una cueva nadaba por un río contra un indio, y allí encuentró la muerte. Al final, una carta llena de sentido común indio, además de uno de esos resúmenes como anagnórisis que tango gustan a Faulkner, vuelve a sacar de sus casillas al presidente, quien intenta dictar una ley para que nadie vuelva a atravesar el dichoso vado de la discordia. Puede hacerlo, pero no -termina irónicamente el relato- en nombre de los Estados Unidos.
¡Qué suerte tienen sus alumnos! Esta serie de Faulkner me está encantando.
ResponderEliminarCastellote, sigues tan inmenso como siempre!!
ResponderEliminarPor casualidad me he enterado que tenías un blog, y me he estado dando una vuelta por el...
Gracias por enseñarme tantas cosas en un año, y no sólo de literatura.
Un saludo de
Estela, una alumna que te recuerda con cariño
Gracias, T. Esto de copiar en el blog las notas a lápiz de los márgenes me resulta entretenido, pero si solo fuera por eso no merecería la pena.
ResponderEliminarY gracias, Estela. Los profesores siempre pensamos que nuestro trabajo es agua entre las manos. Si no me equivoco de Estela, espero que te lo pases bien con tus reyes medievales. Salud.
No todas las personas marcan igual, y puedo asegurarte que somos muchos los que te recordamos con cariño y gratitud.
ResponderEliminarNo soy esa Estela... pero entiendo que no te acuerdes,
somos tantos!
Cines Princesa, hace muuuuchos años.
Nos vemospor los blogs.