No tengo noticias de que se haya llevado a la pantalla esta novela o su versión completa, Banderas en el polvo, y me resulta extraño porque Sartoris es una película, es decir, resulta casi imposible vivirla en su lectura sin el ojo cinematográfico. Su atrezzo significativo, observado minuciosamente como en un barrido por encima de los muebles o un travelling a través de los pasillos, incluso la iconografía, los criterios de selección, me resulta familiar por la cantidad de películas que incluyeron escenas como esas… mucho tiempo después. Porque Sartoris es, insisto, de 1927, el año de El cantante de jazz, es decir, del principio del cine sonoro, y si ahora mismo los Coen o Martin Scorsese tuvieran que adaptarla al cine no tendrían más que exigir a sus directores artísticos que fueran absolutamente escrupulosos con el decorado y la ambientación de la novela, y a la hora de escribir los diálogos se las verían en cuentos para quitar alguna intervención, todas ellas pertinentes, ninguna excesiva, ni siquiera las chácharas mandonas de la señorita Jenny o las aventuras bélicas de Caspey, el hijo del criado negro Simon, que ha estado en la primera guerra, igual que el amo Bayard, pero mientras el blanco ha estado pilotando aviones, el negro se ha dedicado a salvar vidas de blancos en el barro. Ni siquiera sus entusiastas y reivindicativas batallitas duran más de lo necesario, calculo que, en pantalla, ninguna va más allá de un minuto (unas catorce líneas, menos incluso, teniendo en cuenta el entusiasmo con que se pronuncian), y todas se integran en escenas de ritmo perfecto, tan explícitas como el final de las heroicidades del negro Caspey, un palo en las costillas por parte del viejo Bayard cuando el negro levantisco dice que ya nunca trabajará para un blanco.
Si algún problemilla de guión había, nada grave, es en las –escasas– explicaciones del narrador que o no se ven en los objetos o no se oyen en las conversaciones. Es el caso de una gran escena que me parece un ejemplo de cómo el cine, más que crear un lenguaje cinematográfico, adaptó el punto de vista teatral y lo fundió con el novelesco. Me refiero al momento en que la señorita Jenny decide llevar a su sobrino, el viejo Bayard, al médico porque le ha salido un bulto en la cara (inmediatamente me acordé de Juan Benet, que, cosas del azar, vino a morir como el coronel Sartoris). El médico, después de una escena de arrogancia de clase con la secretaria que luego hemos visto mil veces, resulta ser un hombre joven, serio, gris y honrado. Tras una primera impresión decide que hay que sajar el bulto inmediatamente, a lo que el coronel pone toda clase de pegas, entre otras razones porque otro vejestorio, Falls, medio curandero, le va a poner un emplasto en el que confía más. Y en ese momento, mientras luchan la ciencia moderna y la superstición antigua, aparece por la puerta de la consulta el cíclope bueno y tonante, Lucius Quintus Peabody, de nombre, costumbres y ademanes dickensianos, un anciano de ochenta y siete años, las manos como un rastrillo, la melena blanca ensortijada, ciento cuarenta kilos de peso “y el tubo digestivo de un caballo”, que ilumina con su presencia la escena e incluso nos hace reír, nos gana como nos ganan siempre esos personajes estrafalarios y excesivos de Charles Dickens, que sin embargo parecen conservar el sentido común y generan en el público una admiración casi infantil. Es como un Goliath culto, como un Walt Whitman con mala uva, que atiende igual a negros que a blancos, se da por pagado con unos esquejes de rosal y de vez en cuando recibe la visita de un campesino de mediana edad que viene a pagar los honorarios de su propio nacimiento. Se dice de él que podría vivir viajando por el condado sin pagar un centavo en manutención o alojamiento, porque no hay nadie, ni rico ni pobre, ni blanco ni negro, que no haya recibido sus atenciones cuando llamó al doctor Peabody.
Todo esto que, en Dickens y en Faulkner, hace que el personaje nos caiga simpático, está contado por el narrador, no está en los diálogos ni en los objetos, no está pensado para el cine y en algún sitio habría que meterlo. Scorsese pondría una larga voz en off y en paz, pero los Coen supongo que introducirían estos datos en el diálogo de alguna manera. Todo lo demás, la consulta del doctor Paebody, la old curiosity shop de Dickens, desordenada, llena de polvo (un poco como la cabaña del tío Willy) y con un montón de novelas baratas que el doctor Peabody pasa el tiempo leyendo y releyendo en el sofá que ya tiene la forma, el vaciado de su monstruoso cuerpo, es puramente novelesco pero está filmado por una cámara serena, comprensiva. Al ver su consulta, ese maravilloso alarde de lo que antes he llamado el atrezzo significativo, me he acordado de otro faulkneriano, Juan Carlos Onetti, quien pasó sus últimos días varado en un camastro, leyendo novelas baratas que, según he contado ya en alguna ocasión, su mujer le compraba al peso en la Cuesta de Moyano, en la caseta de Alfonso, que es quien me lo contó.
Uno viaja enfrascado en la novela, prolongando la excursión, y se hace cruces de los prejuicios que nos han alejado de Faulkner. En España sucede que lo mismo que ha servido para valorarlo en grado sumo, su pretendida dificultad, ha servido para ignorarlo también en grado sumo, a pesar de que obras como esta sean un ejemplo de novela clásica que, más que avanzar las técnicas cinematográficas, conserva el punto de vista de la imaginación y lo maneja con asombroso desparpajo, que es el espejo donde debería seguir mirándose los dos, el cine y la novela. No obstante, cuando digo que me imagino Sartoris en una pantalla, no es en una de cine mudo ni de actores desatados, sino en una buena película de los 90. También la novela parece recién escrita.
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