31.5.11

Primavera



Geórgicas, II, 315-345


No hay autor tan ducho que a mover te anime
cuando sopla el Bóreas la tierra endurecida.
El invierno entonces cierra los campos de hielo
y habiendo echado la simiente impide
que las prietas raíces se agarren a la tierra.
Lo mejor es plantar vid cuando a la primavera
le salen los colores, y cándida regresa
el ave que las largas culebras aborrecen,
o bien en el otoño, con los primeros fríos,
cuando impetuoso el Sol con sus caballos
la región no alcanza del invierno aún,
mas ya pasó el verano. Cuánto beneficio
a la fronda del bosque trae la primavera.
Cuando es primavera el terreno se hincha
y demanda semillas productivas, y el Éter,
el Padre Omnipotente, vuelto lluvia fecunda,
penetra en el seno de la feliz esposa,
y uniéndose grandioso con el grandioso cuerpo
nutre los frutos todos. Resuena la espesura
de pájaros cantores, y en días señalados
de Venus el consuelo imploran los rebaños.
La tierra nutritiva está dando a luz,
el campo a los aires calientes del Zéfiro
abre su corazón; todo está rebosante
de tibia humedad y seguras las plantas
se entregan a soles nuevos, y no da miedo
al pámpano el embate de los Austros, la lluvia
que trajeron del cielo violentos Aquilones:
antes abre las yemas y las hojas despliega.
No imagino distintos los días que alumbraron
los primeros albores en la infancia del mundo
ni que curso distinto siguiesen: fue aquello
primavera que el mundo entero disfrutaba,
acallaban los Euros sus vientos invernales,
entonces los cachorros bebieron de la luz
y sacó la cabeza entre los campos duros
la estirpe terrena de los hombres, y fueron
las fieras a la selva y al cielo las estrellas.
No habrían podido tan recientes criaturas
dar fin a este trabajo de no haber tal sosiego
entre el calor y el frío, si la bondad del cielo
no hubiese acogido a la faz de la tierra.

24.5.11

Voces de fondo



Se ha publicado el número 8 de la revista Cabiria, con artículos de Gonzalo Montón sobre las drogas en el cine, Juan Villalba Sebastián sobre la actriz, guionista y productora Natividad Zaro, Francisco Javier Millán sobre la obra de Alejandro González Iñárritu, amén de un artículo mío, Voces de fondo, sobre mi experiencia como redactor de voz en off en algún que otro documental.

22.5.11

Posibilidades de un folleto


La etapa turística de Woody Allen (que los críticos, faltaría más, tachan de “crepuscular” con la originalidad que los caracteriza) me está enseñando más de narratividad que mucha hueca pompa e incluso que otras películas célebres del propio Allen. Desde que filmó la gran Match Point, y con algún interludio neoyorkino que no me gustó del todo, las películas de Allen son como folletos turísticos en forma de película, cada vez más radicales, es decir, más depuradas. Vicky Cristina Barcelona fastidió a muchos porque repartía postales barcelonesas sin caer en la cuenta de las sensibilidades idiosincrásicas de la vecindad, es decir, que dio una visión ilustrada, distanciada, la que pueda reconocerse desde lejos.
En Midnight in Paris la cosa llega al extremo, pero es un extremo muy divertido. A Woody Allen le pagan a cambio de que enseñe una ciudad. Si, como en Vicky…, son varias ciudades las que pagan, allá se marcha Allen, rueda un plano en el hotel donde se hospeda y se vuelve. Aquí pagaron por exhibir la Ciudad de la Luz (creo que se dice así) y Allen planta cinco minutos de postales antes incluso de los títulos de crédito. Las imágenes tienen esa melancolía que va virando al sepia tan típica de Allen, y aparecen yuxtapuestas según las horas del día sobre una pieza de jazz vagamente parisina. Ya está. Ya puede empezar la película, que usa un par de museos, una callejuela, un par de escaparates antiguos y unos estupendos interiores que nos sacan y nos meten del presente en el pasado como en las mangas de un tejido natural. Y en esos interiores más audaces que fastuosos, garantizados por el gancho que tienen los cameos históricos (Kathy Bates haciendo de una Gertrude Stein más simpática de lo que nos imaginamos, Adrien Brody de Dalí, etc.), Allen utiliza las páginas interiores de la guía turística, la Belle Epoque o los años del surrealismo, con un humor que nace precisamente de los tópicos (la silla de Touluse Lautrec, el peinado de Picasso, el mechón clarkgable de Hemingway o el sombrero de Djuna Barnes) y que, casi sin proponérselo, da una versión exacta del pasado: exagerada, imposible, y finalmente tan simple como el propio presente.
Una vez que Allen ha saqueado el folleto turístico procede a saquear su propio catálogo de personajes: la novia de buena posición que se enrolló con un artista pero en lo más profundo de su corazón necesita un banquero pedante, el novio Woody Allen (en este caso, a mi juicio, mejor que Cushack, el último que me gustó cómo lo hizo), los padres educadamente insoportables, ese antagonista estúpido, el advenedizo pedante e insensible, el odioso señor por el que se pirran tantas mujeres, o algo tan sencillo como difícil: sacar una conclusión de novela popular, una moraleja sensata que da sentido a la película.
Y con esos mimbres, que son todo, Allen esboza unos diálogos muy divertidos, llenos de humor más que de chistes, con ese hablar correcto y extendido que tanto echo de menos en el cine contemporáneo, esclavo de la esticomitia. Y, aun habiéndolos, esos chistes tienen más recorrido del que parece. Por ejemplo, el chiste con Buñuel, un tipo retraído, con cara de susto, que es como yo me lo imagino en aquella época. El protagonista, que ya juega a ser un yanqui en la corte del Surrealismo, le sugiere el argumento de una película: unos burgueses que no pueden salir de la habitación. “¿Y por qué no pueden?”, pregunta Buñuel. El americano de 2010 se lo intenta explicar pero Buñuel se encastilla en un “no lo entiendo” que le hace parecer un poco tonto. Ahí el sarcasmo no va con Buñuel sino, me temo, con el surrealismo entero. Lo más probable es que en el folleto turístico dijera cómo escribían Buñuel y Dalí sus guiones: cuando uno imaginaba una escena, si el otro la entendía, la descartaban, y sólo la dejaban si el otro decía “no lo entiendo”. Buñuel rodó esa maravilla, parece decirnos, porque, según las normas del surrealismo, no la entendía.
Yo creo que eso es algo más que un chiste, por no hablar del mejor Hemingway que he visto nunca en el cine, un macarra seductor, o de, en el presente, las mezquinas obsesiones de los americanos cuando salen de viaje: acaparar visiones como acaparan el dinero, hollar el mito para relativizarlo como un país donde las cosas son más baratas. Y todo ello hay que articularlo según el catón de la comedia: un giro, otro giro, otro giro, y una pirueta final. Los giros de Allen son tan sencillos como ingeniosos, tan usuales como sabiamente reutilizados, y todo fluye con la naturalidad precisa, sin tedio y sin prisa, con ligera parsimonia, a la medida del momento que deseamos pasar, que anoche fue delicioso.
Porque cuando voy a ver una película de Woody Allen, por muy disparatada que sea la idea, o ya utilizada, lo que quiero es entrar en su mundo y escucharlo un rato, dejar que me diviertan sus imágenes y luego, con la misma levedad con que pasaron por delante de mí, esperar a que refloten y extiendan su verdadero, inteligente significado.  Allen lleva muchos años sin esconder las cartas. Con el escorzo de la novia mientras mete las maletas en el coche queda resumida mucha estética contemporánea: el resto es hablar, pensar, soñar. Y no ser plasta.

12.5.11

El Lenin marroquí


Estoy leyendo, entre arcadas, el tomo de Paul Preston sobre la violencia antes, durante y después de la guerra civil. Por más que habla de hechos conocidos –y probados-, su articulación histórica produce verdadero pasmo. El arsenal de datos que incorpora es un repicar constante sobre la misma pregunta: cómo fue posible llegar a semejante grado de salvajismo. Por eso Preston arranca desde la misma proclamación de la República, y deja claro que allá por el 34 la suerte estaba echada.
               A su modo de ver, las razones del conflicto fueron, como es sabido, las luchas sociales, el hambre contra el poder y la igualdad de los ciudadanos contra el régimen católico feudal, pero hay un detalle que se suele pasar por alto y al que Preston da la importancia que tiene. Solo con la propaganda fascista y su enaltecimiento de la violencia o con la retórica del miedo al célebre contubernio judeomasónico (sobre todo en un país en el que apenas había masones y casi ningún judío), no se termina de explicar semejante pudridero de conductas. José Calvo Sotelo, según recuerda Preston, llamaba al socialista Largo Caballero “un Lenin marroquí”, expresión en la que se condensa toda la base teórica de los desalmados que provocaron semejante carnicería. Lenin representa al demonio, las costumbres licenciosas, el anticlericalismo, la sola sospecha de que puedan terminarse de golpe y porrazo privilegios conservados placenteramente durante siglos; es el miedo y el peligro, un ejército invisible de judíos que corrompen a las naciones que sí tienen estado. Cuando uno repasa las ideas, por llamarlas de alguna manera, de los teóricos del régimen como Onésimo Redondo o Ramiro Ledesma, lo único que en su favor puede concluir es que les interesaba una retórica para iletrados. La otra conclusión es que eran así de tontos, lo que añade más espanto a lo que sucedió después.
Pero marroquí representa el verdadero fondo del asunto. Preston explica minuciosamente cómo se comportaban los generales africanistas, acostumbrados a matar moros como conejos y a desfilar con despojos de sus cuerpos ensartados en la bayoneta, un tipo de desfile que, por cierto, y dicho sea con dolor, durante la guerra también recorrió las calles de Teruel, aunque en ese caso las orejas, testículos o cabezas ensartadas por los legionarios no eran de moro sino de campesino de la sierra o soldado republicano. Moro representaba para aquellos generales una denominación de algo que no llegaba a ser persona, y que por lo tanto no computaba para el quinto mandamiento ni para el segundo del resumen. Se puede jugar al fútbol con la cabeza de un moro rebelde y luego rezar un rosario como se pueden cazar codornices y luego asistir a misa y comulgar. Al llamar a Largo Caballero Lenin marroquí estaba reafirmando una cuestión de casta: Largo Caballero, y con él todos los socialistas y, por extensión, todos los que no tenían fe ni propiedades, eran una raza inferior de ser humano para con la que no valían los versículos del evangelio. Matarlos era tan higiénico como acabar con las alimañas.
Sólo así se comprende que se llegase a extremos de sadismo como aquel “Come República” con el que los terratenientes dejaban perder su cosecha antes que dar trabajo a los campesinos, o las jornadas de caza con que ciertos señoritos empezaron desde muy temprano a solazarse. La nómina de los reyezuelos sanguinarios parece a veces un cartel de toros: Parladé, Murube y el Algabeño, podría ser uno en la muy machacada Andalucía. Y más al norte: cuando el diputado comunista por Málaga dijo que los trabajadores tenían hambre, “un diputado de la derecha le gritó que él y el resto de la mayoría también tenían hambre, y con esto concluyó el debate”.  Se mencionan en el libro toneladas de crímenes horrendos, pero anécdotas como esta son las que más duelen. No sólo las bestias pardas africanistas tenían menos consideración por el trabajador y el campesino que por los animales silvestres, sino que los señorones de Madrid, que solo habían tenido un moro cerca en los vistosos desfiles de Regulares, tampoco eran mancos. Poco podían esperar los desposeídos de radicales como Salazar Alonso, un acémila que sustituía consistorios a capricho y restauró la españolísima tiranía del terror, amén de contribuir al alzamiento, o derechistas como Gil Robles, empeñado en recrudecer el castigo del hambre precisamente para forzar una revolución que convirtiera la hecatombe en lo que los obispos de entonces llamaban la cruzada necesaria. Gil Robles no ha pasado a la historia por crímenes de guerra. Su papel fue llevar al extremo la desesperación de los unos y la sed de violencia de los otros. Para él el problema estaba más cerca de una revuelta de esclavos que de un conflicto civil. Para lo primero, desde tiempos de los romanos ya se sabía cómo actuar, sobre todo si los esclavos eran bárbaros.
Muchas veces me he preguntado cuándo terminó esa conciencia de casta, de superioridad racial entre compatriotas, eso que me decían en la escuela que sucedía en la India. Supongo que hasta los años setenta no vencimos esa distrofia social, pero aún tuvo que pasar mucho tiempo antes de que algunos campesinos y trabajadores dejasen de hablar del amo y todos cobraran conciencia de que la ley les protegía de los abusos y los atropellos. Al menos don Miedo ha venido a guardar la viña, y ya no es concebible que un empresario o terrateniente se comporte como se comportaban aquellos sin que se enfrente a las leyes o a la posibilidad de una respuesta igual de despiadada. La crueldad es ahora más formal, más legalista, más homologada con el neoliberalismo internacional. La dignidad compartida (al menos de iure) es, en apariencia, un acuerdo definitivo. La derecha española disimula como puede su conciencia de superioridad racial, de que el poder les corresponde por ley natural y de que a este mundo se viene a ser jefe o empleado. Il duce ha sempre ragione, pero, por regla general, ya no es tan salvaje.
¿Y la izquierda? En esa primera parte de la obra de Preston sólo se habla de las raíces, las excusas, los deseos. Muchos de los protagonistas de esta sección acabarán fusilados en páginas posteriores, como el energúmeno Salazar Alonso, ejecutado por un tribunal popular, o como Antonio Plano, alcalde de Uncastillo, ejecutado por el ejército de Franco. Algunos, como el general Batet, también pagarán el haber evitado que Franco bombardeara Barcelona durante la revolución de octubre. O como el también general López Ochoa, que se atrevió a protestar ante Yagüe (su subordinado entonces) por las macabras celebraciones del ejército, que se paseaba con orejas de minero ensartadas en collares, y a quien Yagüe, como toda justificación, le puso una pistola en la cabeza. En tétricos números redondos, por cada asesinato cometido por la izquierda, la derecha cometió tres, un dato que Preston aporta con la suficiente cobertura y precaución como para que, por un lado, empecemos a matizar la teoría del empate a crueldad, y por otro no perdamos la noción de que todos los muertos, los unos y los treses, estaban y podían haber seguido estando vivos. De momento, en los sucesos de Asturias murieron 256 guardias civiles y soldados y 2000 obreros asturianos.
En el libro de Preston todavía no ha triunfado el Frente Popular ni la guerra misma. Tan sólo se oyen tiros en los mítines fascistas de Valladolid, tumultos entre jóvenes peinados. En algún pueblo la gente se ha rebelado, la FAI ya no comulga con la tibieza socialista. La crueldad gratuita en el bando republicano aún no ha hecho acto de presencia. En Guadix los campesinos tenían que comer hierba, como las cabras, y en Baena un testigo llegó a escribir: “Aquellos señores que se gastaban ochenta mil duros en comprarle un manto a la Virgen o una cruz a Jesús escatimaban a los obreros hasta el aceite de las comidas y preferían pagar cinco mil duros a un abogado antes que un real a los jornaleros, por no sentar precedente”. Según el propio Azaña dejó escrito, en 1934 “la Guardia Civil se atrevía a lo que no se había atrevido nunca. La exasperación de las masas era incontenible. Los desbordaban. El Gobierno seguía una política de provocación, como si quisiera precipitar las cosas”.
Me quedan casi seiscientas páginas de sangre. Los acontecimientos aún no se han precipitado. Las bayonetas están limpias todavía, sin despojos de ser humano. Pero ya está claro quién pertenece y no pertenece a la tribu del Lenin marroquí. En la página 150, a los confeccionadores de listas de moros ya les duele la muñeca. Todas esas listas, como en las tragedias clásicas, se corresponden con asesinatos cometidos dos o tres años después. En ese sentido el estilo de Presto es impecable. En el libro siempre da la sensación de que están al caer, que todo está permanentemente a punto de estallar. El torrente de datos se cruza con cuadrillas sedientas de violencia y proclamas delirantes. Uno casi se aparta un poco mientras lee, no tanto porque vaya a explotar el libro cuanto por la desazón que, por muy bien escrito que esté, produce semejante aluvión de horror. 

4.5.11

Sarcasmo contemporáneo


La última novela de Ian McEwan que pensé que podía cosiderarse menor fue Ámsterdam, que disfruté pero no dejó de parecerme un divertimento posmoderno. Las cuatro que siguieron (o que yo he leído), Expiación, SábadoChesyl Beach y, ahora, Solar, no solo son piezas mayores sino la clase de novela que queda fija en el imaginario, que sirve para nombrar una época, un momento, una actitud.
            Claro que una novela solo puede aspirar a la ejemplaridad si se enfrenta al más difícil de sus retos, que es ser una buena novela en todos sus extremos, tan ambiciosa como técnicamente dotada. Solar va más en la onda de Sábado, más ligera que Sábado, que era asaz exhaustiva, pero con la misma música científica. Cuenta la historia de un premio Nobel de física prematuro al que las circunstancias, tan azarosas como cómicas, le llevan a una especie de pacto involuntario con el diablo que acaba volviéndose en su contra. Va de mujer en mujer y de adulterio en adulterio, y su punto de vista científico contamina de una cierta falta de escrúpulos su caótica existencia moral, la barniza de cínica resignación. Beard, el protagonista, ha abandonado en aras de su prestigio cualquier forma de consistencia cotidiana. Su vida es una lucha constante contra y a favor de sus gónadas, del abandono de quien lo tiene ya todo hecho, de esa ortodoxia filosófica que si te descuidas te inocula el síndrome de Diógenes. Por él pasa la edad adulta y se asoma la provecta, y su cuerpo se deforma y se degrada pero, afortunadamente para él y desgraciadamente para su equilibrio emocional, siempre consigue que haya un roto para un descosido.
            La carambola narrativa empieza a chocar con elegancia cuando asiste a la muerte casual (una muerte de piel de plátano) de un estudiante de física que, aparte de estar acostándose con su mujer, tiene unas ideas tan extravagantes como interesantes para crear una máquina de fotosíntesis con la que crear energía limpia y barata. Beard rehace su vida con ese proyecto para salvar el mundo, y de paso consigue que por un tiempo lo dejen en paz.
Los detalles merece la pena disfrutarlos en el libro. La trama tiene la virtud de no complicar las cosas más allá de lo puramente cómico. Es una trama en el tiempo, veinte años, que permite ir desarrollándola a base de episodios autónomos, algunos memorables. La historia de la barra de labios en el Polo es un relato espléndido, generosamente desarrollado, y la del tomatazo a la activista fanática (con ese detalle maravilloso de la temperatura de las esposas) ya la hubiera querido para sí Tom Wolf. Esta narración en el tiempo plagada secuencias divertidas y mujeres sensuales me ha recordado más de una vez a John Irving, por más que el personaje se parezca más a los de Tibor Fisher, limpios por fuera y chinaskys por dentro. Su lado donjuanesco emparenta a Beard con el ciudadano medio, no premio Nobel, pero toda su vida reo de las ambiciones más primarias, el tipo bajo y calvo que se defiende de las frecuentes catástrofes a base de colesterol, que ha llegado a un cierto nihilismo por pura lógica y sentido de la equidad. Pero por el lado del invento, de la máquina de fotosíntesis, McEwan se propone retratar toda una sociedad, este extraño mundo en el que las nobles aspiraciones se financian con dinero negro y los héroes del conocimiento se tiran puñaladas por los pasillos, donde la ortodoxia progresista puede conducir al fanatismo imbécil y el prestigio científico se ventila entre sábanas de hotel. La vida íntima de Beard es la del ciudadano común, y la pública la del mundo que le toca vivir. El primer gran logro de McEwan consiste en que hacer premio Nobel a ese ciudadano representativo parezca de lo más natural.
Lo de Irving no sólo afecta al tipo de historia, por así decirlo. El referente genérico que utilizó en Expiación (como en El inocente y en Chesyl Beach, que llega un poco más lejos) es el mundo dolorido, asustado todavía de los años cincuenta, pero en Solar aborda el presente que acaba de terminar, la entrada en el siglo XXI de una generación que ya no había conocido la guerra y despreciaba la época de sus padres, que transitó por el jipismo y las autopistas financieras y se instaló en un mundo de triunfadores lamentando, en la vejez, que se empezase a terminar lo bueno. Ese arco iris de los folladores años sesenta hasta los despiadados años diez es una ruta que ha emprendido varias veces Irving, aunque el método, el profesional que nos enseña el mundo con su trabajo, el Frank Bascome de Richard Ford, el Conejo de Updike, en un tono minucioso y desconsiderado (aunque con bastante más sentido del humor que Ford) es un tipo de novela muy americana, uno de los arquetipos más integradores para quienes aspiran a la máxima distinción posible: crear mitos del presente. Cada época necesita un tratamiento que excede las competencias de la historiografía y de cualquier otra ciencia. Se trata de escurrir la realidad y recrearla luego en forma de arquetipo, en sacarle un retrato al mundo en el que se vive y dejarlo para la posteridad. Sólo la ficción puede llevar a cabo una selección arbitraria y caprichosa cuyo significado, sin embargo, esté más cerca de la verdad que el estudio científico. 
No creo que pueda haber mayor ambición en un novelista, sobre todo si es de tradición posmoderna: encontrar un género (la novela americana a lo Irving), un personaje sarcástico y complejo y un buen puñado de historias bien contadas en medio de una trama entretenida, y todo ello maravillosamente narrado, sin que el maestro de la dosificación aparezca por ninguna parte.
Como la he disfrutado tanto, me creo con licencia de ponerle un par de peros. Tan solo torcí el morro la primera vez que, como de pasada, el narrador nombra a Turpin recién salido de la cárcel y Beard no hace ni caso. Es un indicador metanarrativo, una cuña de guión, que se disuelve pero convierte la espera en previsibilidad. Y lo mismo, a mi juicio, sucede con las cartas del padre: cuando los abogados ingleses llegan al pueblucho norteamericano donde va a tener lugar la gran demostración, lo que van a decir ya nos lo esperamos, porque de lo contrario nada de la trama de Aldous, el joven científico muerto por accidente, habría tenido mucho sentido. No es totalmente previsible, pero teniendo en cuenta el excelente nivel de sorpresa que anima la obra entera, suena a cierre técnicamente impecable pero, ay, sin ese punto de vitalidad creativa que nos ha llevado en andas por toda la novela. Yo hubiera preferido que la posibilidad de ser descubierta la superchería de Beard fuera algo más ostensible, más mortificante. Beard olvida la trama como prescinde, en la medida de lo posible, de castigarse con moralinas. Pero el lector yo creo que no. El lector yo creo que se lo espera, lo que, bien visto, da un toque de ironía trágica, de tragedia bufa.
Da igual. Las buenas novelas se disfrutan hasta en sus aparentes defectos, que no son más que ganas de discutir, inercia del entusiasmo, plena satisfacción.