La balada del café triste se publicó una década después de El corazón es un cazador solitario. Al leer los dos libros, sin embargo, tengo la sensación de que fue al revés, o bien que a McCullers le pasó eso que, dicen las malas lenguas, le dijo Vicente Aleixandre a Claudio Rodríguez cuando este, con diecinueve añitos, le llevó su poemario Don de la ebriedad: “Es muy bueno” –parece ser que le dijo-, “pero tiene un problema: usted ya no escribirá nada mejor”. La forma más piadosa de interpretar esa frase (en aquella época la gente se pasaba la vida haciendo frases) es que Aleixandre no hablaba de técnica, de perfección poética, sino de impulso creador, en una época en que aún se decía la bobada aquella de que los poetas verdaderos solo tienen veinte años. Sobre todo la decían los viejos.
Esa bondadosa interpretación es la que más me cuadra con McCullers. Los cuentos son, digamos, más perfectos, mejor diseñados, pero el impulso creador, el chorro narrativo de El corazón... es infinitamente más elevado. Aunque también da la sensación de que en los cuentos aparecen perfilados personajes que en otro contexto llegarán a la pureza de los que aparecen en El corazón. Lo contrario es pensar que McCullers no había salido de sus primeros hallazgos.
El libro se compone de una novela corta y seis relatos breves. Si me pongo a explicar por qué a una la llamo corta y a los otros breves se me van a hacer las tantas, y mañana, a primera hora, tengo que estar de huelga. La novela corta, la que da título al volumen, tiene algo perturbador, como si los personajes verosímiles del principio se hubiesen abstraído en figuras inconcebibles, y la imaginación de McCullers, de tan metida en la historia, hubiese ido sustituyendo los detalles sutiles por chafarrinones de trazo hueso, símbolos lejanos, caricaturas grotescas. La protagonista, Miss Amelia, está cortada por el patrón de la Miss Emily faulkneriana (o de la protagonista de Sartoris), pero en el caso de Faulkner esas mujeres son víctimas de un aislamiento impuesto por la familia, por las raíces de la tierra, y en el de McCullers todo obedece a desarreglos sentimentales, a la afición de sus personajes por los amoríos escabrosos. Miss Amelia, un mujer de armas tomar, vive sola en una casa de pueblo, con ahumadero y desmotadora y esas cosas tan faulknerianas. Se casó, durante diez días, con el mozo más bestia del pueblo, violento y bebedor, hasta que se hartó de él y lo echó de casa. Nada más salir de allí, el marido, un vándalo de Ku Klux Klan, ignorante y pendenciero, cometió un crimen y lo metieron en chirona. Para evitar la previsibilidad, McCullers cuenta esto después de contar que, al cabo de algunos años, se presentó en el pueblo un enano jorobado que decía ser primo de Miss Amelia, la más rica del pueblo, y sin ninguna descendencia. Todo el pueblo hacía apuestas sobre lo que tardaría Miss Amelia en darle una patada en el culo, pero el caso es que se pirra por él, hasta el punto de convertir ella todos sus malos modos de sargento en un carácter alegre y pastueño, siempre pendiente de servir al enano, que desde luego es un aguja de cuidado. Tengo mala suerte con los enanos jorobados de la literatura. Los bufones medievales, el de Tristán o el de Lancelot, me han dado siempre un poco de aprensión, como de seres infecciosos. Modernamente, no pude disfrutar de El percherón mortal por culpa del enano saltarín aquel que lo liaba todo, y que tanto se parece a este de McCullers, un tal Lymon, mentiroso compulsivo, como casi todos los que son agradables de escuchar. A Miss Amelia, a esa dama alta, basta, “de muslos velludos” y vestida con mono de trabajador y botas de sacar estiércol, a la que cabría calificar de poderosa, en su más amplio sentido, la lleva loca una lagartija deforme que encima la explota. Pero la alegría inunda el viejo establo y lo convierte en un café.
El desenlace de la historia, claro, es que el marido pendenciero sale de la cárcel, tipo cabo del miedo. Pero entonces, con los tres metidos dentro de la casa, sucede la parte más desquiciada. No solo Miss Amelia y su ex se retan con varios días de antelación a un combate de boxeo que termina como el rosario de la aurora, sino que el enano antipático se enamora como un cordero del ex marido, y ahí los tienes a los tres, unos corriendo detrás de otros, odiándose y necesitándose, amándose y despreciándose, degradándose a sí mismos y buscando con desesperación que un sujeto desaprensivo les haga caso.
Nunca he creído en los amores neurasténicos. Siempre me han parecido variantes del sadomasoquismo, pero no exactamente amor. Sin embargo la mirada de McCullers, con lo hiriente y sarcástica que podía ser con semejantes mimbres, es siempre comprensiva. Comprende las necesidades emocionales de la gente, por raras que sean, y las hace comprender.
Las otras mujeres de los relatos cortos son iguales que ella: mujeres con diferente grado de frustración y de locura, capaces de entregarse por completo a una obsesión, un amor que no tiene por qué ser humano. Es el caso de madame Zilensky, la profesora de música, tan extravagante como trabajadora, buena madre de tres hijos de diferentes padres, y dotada de un mundo interior aparte, paralelo, que satisface todo aquello que la obsesión por la música no llega a colmar. O de la mujer que se emborracha y tiene un marido irresoluto, como la mayoría de los hombres de McCullers, náufragos sin extravagancias de interés. Ni el jockey sin estómago ni el marido que reencuentra un poco de sentimiento visitando a la familia de su exmujer, a mi juicio una de las mejores piezas. A Carver seguro que le gustó. Los hombres de este libro, salvo el enano, no tienen acceso a la extravagancia. Son maderos que todavía flotan. Tienen sentimientos, pero no suelen convertirlos en locura activa sino en mortificante reconcomio. Ahogan sus penas en alcohol y, aun en el caso de que pierdan un poco el oremus, sus lamentos no son trágicos sino resignados. Las mujeres, sin embargo, aunque le den al pimple, no se resignan.
Son, como se dice ahora, perfiles de personajes, distintos en sus circunstancias pero, al menos en los cuentos, hijos del mismo mito. Es como si la labor de juntarlos a todos y al mismo tiempo abordarlos sosegadamente por separado fuera tarea mayor, la de una novela como la que había escrito diez años antes, que puede tomarse como variaciones, relatos cortos, en torno a unos mismos motivos. Aun como libro de cuentos, El corazón es un cazador solitario tiene mucha más calidad que La balada del café triste. Los personajes de McCullers tienen largo recorrido. En los viajes cortos les pasa como a la niña pianista, que no pueden expresar todo lo que saben y todo lo que sienten, más conscientes, más calculados, pero con menos altura. El gran vuelo narrativo es un torrente irrepresable. En su tumultuosidad, en sus pequeñas desproporciones, está parte de su grandeza.
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