8.1.12

El simpático señor Pombo


A este paso voy a dejar de comprar las primeras ediciones de mi querido Álvaro Pombo. Lo compraré cuando salga en rústica, o lo leeré prestado. Desde que firmó el contrato con Planeta escribe mucho, demasiado, y sus últimas novelas están recicladas de otras novelas que sí eran originales (originales en él, en sus temas, en su escritura). Ahora le han dado el Nadal y Pombo sonríe como esos ministros simpáticos que van de ministerio en ministerio a ver si sube la popularidad del gobierno, a ver si venden votos. Junto a él estaba el ganador del segundo premio, un presentador de televisión que pertenece a una ilustre familia catalana y ha escrito, oh sorpresa, sus memorias infantiles. Junto al ministro simpático siempre va el secretario de estado hereditario.
               Yo no sé por qué se mete Pombo en ese enjuague editorial. De las 68 ediciones del premio Nadal, hay al menos docena y media de novelas que fueron buenas por sí mismas o sirvieron para lanzar una carrera literaria, y aún alguna que otra de escritores ya hechos que estuvieron a la altura de las circunstancias. Cuando en 1968 ganó el premio Álvaro Cunqueiro por Un hombre que se parecía a Orestes, era ya un autor respetadísimo por lectores inteligentes de uno y otro lado, y había escrito las Crónicas del Sochantre, Merlín y familia o Las mocedades de Ulises. Creo que fue la primera apuesta sobre seguro de Destino, que no es lo mismo que una apuesta segura como la de aquel jovenzano que escribió El Jarama. Cualquier miembro del jurado que tuviera sangre en las venas se daría cuenta de que estaba leyendo una obra maestra. Pero Ferlosio ya no era un desconocido. Destino apostaba entre lo nuevo que olfateaba, o que contribuía a crear. Las editoriales entonces iban a favor de obra, buscaban buena, exigente literatura, y el tiempo, con relativa frecuencia, les iba dando la razón. Nunca serían tan puras como con Nada, una excelente primera novela escrita por una muchacha de veintitrés años, por más que tuviera acceso directo al mundo literario y por más que aquel éxito, digamos, histórico haya velado el resto de su obra. Me dan ganas de leer las cartas que Laforet se escribió con Sender, que nunca ganó el Nadal.
               Pero antes de premiar a Cunqueiro contribuyeron a la formación del realismo de los 50 (y del berzorrealismo) con Luis Romero en 1951, y si Ana María Matute ya estaba consolidada cuando escribió Primera memoria (qué bueno habría sido dárselo años antes por Pequeño teatro), Carmen Martín Gaite acababa de empezar con Entre visillos, y algún otro jovenzuelo como Ramiro Pinilla triunfaría casi medio siglo después. Después de Cunqueiro, en cambio, el recelo por lo no probado, por lo no testado, como dicen ellos, llena la lista de premiados: ni García Pavón ni Fernández Santos, los dos que lo siguieron, eran unos desconocidos, aunque tuvieron que esperar al 75, con Las ninfas, para dar otra vez en el clavo. Las ninfas se sigue leyendo estupendamente y es de lo mejor de Umbral, que entonces acababa de publicar su Travesía de Madrid y se había ganado el respeto que luego tan generosamente despilfarraría.
               Pero fichar a alguien conocido empezó a dejar de ser garantía de calidad literaria y a serlo solo de éxito editorial, y ese paso lo dio el Nadal en 1982 con La torre herida por el rayo, de Fernando Arrabal, de un postvanguardismo parisién revenido y gratuito. Pero vendió muchos libros. Ni la Balada de Caín en el 86 ni Los amigos del crimen perfecto en 2003 están entre lo mejor que habían escrito o escribirían Vicent y Trapiello, pero vendieron muchos libros. Aun así, Juan José Millás lo ganó en el 90 con una de sus mejores obras, La soledad era esto, y al Nadal le cupo la macabra suerte de premiar a Francisco Casavella por Lo que sé de los vampiros (y dedicarle luego un premio) antes de que desapareciese. Pero Casavella ya había publicado El triunfo casi veinte años atrás, y los astutos asturianos del Tigre Juan le dieron el premio que debió haberle dado Nadal.
               El último caso de buen olfato se dio con Lorenzo Silva, pero no cuando se lo dieron por El alquimista impaciente sino cuando le cayó el segundo premio por La flaqueza del bolchevique.  Aparte de eso, no hay mucho que recordar, es verdad, pero yo prefería leer la novela de una desconocida como Carmen Gómez Ojea y luego decir que no me parecía buena antes que saber qué voy a leer de un autor al que admiro desde hace va para tres décadas y a quien a estas alturas ya me lo veo venir. Seguro que es el profesor de Contra natura, que no me acuerdo de cómo se llamaba, ni, como decía Umbral, me voy a levantar a mirarlo ahora.
               De modo que Planeta no ha tenido que esforzarse mucho en imponer su modelo de premio literario. El primero, un autor requeteconsagrado, con eso de el favor de crítica y público, y que escriba lo que le dé la gana, aunque sea una tontería como la que perpetró Savater; y el segundo, alguien bien parecido que salga en la tele, y si, en este país de monárquicos recalcitrantes, es el vástago de una familia de la alta burguesía de toda la vida, mejor que mejor.
               No lo digo en tono crítico. Nunca espero nada de los premios literarios. Una vez me presenté a uno que daban en un pueblo pequeño y me ganó el otro que se presentaba. Con esos antecedentes, se comprenderá que no me haya vuelto a presentar jamás a ningún certamen de ninguna clase. Quiero decir que no soy crítico con el resultado sino con el modelo. Mucho me extrañaría que en Planeta hubiese alguien encargado de leer todas las novelas que se publican en ínfimas editoriales regionales y decidir a quién merece la pena apoyar según criterios estrictamente literarios. Ni tampoco hay un director de márquetin que crea en el interés de la verdadera novedad, lo que estaba escondido. Todos los años se publica en Palencia o en Lérida o en Almería una primera novela muy prometedora. No hay ojeadores en las grandes editoriales más que para la elaboración de piensos compuestos narrativos. El desaparecido premio Tigre Juan debería haber seguido, para los melancólicos de la historiografía literaria, en el premio Nadal. Pero no. El año que viene se lo darán a Vargas Llosa, y el segundo premio a Toni Cantó.

3 comentarios:

  1. Anónimo2:31 p. m.

    Parecía que iba como medio borracho, ¿no?

    Sirwood

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  2. Anónimo2:32 p. m.

    La noche del premio, digo.

    Sirwood

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  3. M. Cortés5:56 p. m.

    No seas tan duro con el amigo Pombo, Antonio. Pombo ahora es como un ciclista que ve la meta cerca y ha dejado de dar pedales.
    Estoy de acuerdo en que el Nadal se ha "planetizado" y ha dejado de ser un caladero de escritores noveles. Pero en estos tiempos las editoriales grandes no se arriesgan a coger un resfriado editorial y protegen a ultranza la riñonada.
    Con respecto al repaso que haces de los Nadales, yo mencionaría en el capítulo decoroso a Trapiello con "Los amigos del crimen perfecto", una novela aseada y bien hecha como la de Lorenzo Silva, y en el capítulo indecoroso a Lucía Etxebarría, la misma que ha decidido pasarse a la clandestinidad literaria. Un alivio.

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