Llevo tiempo dando la paliza en este blog con el asunto de la desaparición del autor. No es una manía sino un punto de vista. Cuando veo una obra de arte, lo primero que pienso es qué hay de obra de arte y qué hay de su autor. Si logro despojarme, obviar con facilidad la idea de quién ha hecho eso, señal de que la obra es buena, o por lo menos de que tiene vida propia. Cuando esta idea peregrina se enfrenta a una nutrida muestra antológica, es muy difícil que no empiece a sacar peros a la segunda sala que visite. Me ha pasado, no he podido evitarlo, con la exposición de Edward Hopper en el Thyssen Bornetita.
Uno no le saca peros a Hopper, claro, y menos yo, que me canso de pensar que fue solo en Estados Unidos donde en el siglo XX se mantuvo firme y vigoroso un realismo lírico, nada panfletario. Hopper es el hijo pintor de Sherwood Anderson, que seguirá ilustrando con la misma fuerza las portadas de las novelas de Faulkner y de los cuentos de Carver, o sea el siglo entero. Admiramos de Hopper su austeridad sin árboles, su luz potente y fría, sus rostros apenas manchados, sus gestos apenas delineados, como yéndose, como viniendo, en el momento de ser abstraídos de la realidad, antes de que su entorno deje de ser identificable. Yo disfruto más con los paisajes ventosos de Cape Cod, con todo el ramalazo Van Gogh que este hombre tiene, que con los paisajes urbanos, que tienen esa sobrecarga icónica, ese modo de ver que empieza a ser un método: el mismo naranja fuerte para la reverberación del sol en las chimeneas de tres cuadros distintos, el mismo contraste de los cementos claros y las lomas peladas con el rojo de un surtidor de gasolina o de un cartel al fondo. Uno a uno, deslumbran, pero varios juntos empiezan a oler a eso, a método, a receta infalible con la que se puede pintar casi cualquier cosa.
Es, por otra parte, el problema de los que pintan muy bien y lo han hecho a destajo. En el umbral de la exposición hay una pantalla con portadas de la revista para la que trabajaba Hopper como ilustrador, dibujos de trabajadores portuarios y de los astilleros, con esa estética años 30 que luego, según afilasen las sombras y los mentones, adaptaron las propagandas fascista y comunista. Es decir, que a Hopper le costaba muy poco ser muy bueno, gracias a un proceso habitual en los artistas que sobreviene cuando las formas cuajan en lo que pudiéramos llamar estilo, y entonces dejarse llevar es volver inevitablemente a ese estilo. También es Hopper de un siglo que quería nombres para justificar las obras donde estaban escritos. Pocos cuadros de esta exposición sobresalen por su hondura. Todos son igual de hondos, todos pintados con el método ACME de Edward Hopper. Lo mismo que podemos decir de uno lo podemos decir de todos, todos nos gustan igual, y en ese gustar conforme, como de dar el visto bueno al nuevo ejercicio de maestría, hay una pequeña desilusión, se apodera de la emoción la misma frialdad sin árboles de sus edificios, y uno se imagina a Hopper en sus reuniones con lo más selecto de New York, o en paseos veraniegos por Cape Cod, y ve que en esos retratos hay mucho Hopper y poco, digamos, despojamiento, poca entrega. Hopper pintaba con traje y corbata y un sombrero cuya reproducción vale en el museo 48 €. En otra época histórica me lo habría comprado, pero en estos momentos no le doy un euro a Tita aunque me venda la boina de Baroja.
Es el sombrero que llevaba en Cape Code. Es sombrero de pintor en verano, sombrero de intelectual neoyorquino que navega en la crema de la historia, y por las mañanas, antes de almorzar, pinta un paisaje más, un edificio aislado más, una mujer doliente más. Cada día la técnica, el método, el estilo está más refinado. Hopper es su propia huella dactilar, hay verdes Hopper y caras Hopper y carnes Hopper y sobre todo pálidas reverberaciones Hopper. Hopper es el copyright de Hopper. A la gente le sigue gustando porque es, además, un modo de ver las cosas. En los rostros despintados siguen latiendo los rostros de todos, y en las mujeres que teclean con desgana el piano, o las que miran desnudas por la ventana, nada más levantarse, o las que sacan un papel del archivador en la oficina. Sí, ya lo sabemos, es el crudo destino del ciudadano medio americano, y la brillantez de Hopper es la que dota a ese destino de ternura. La ternura no nace del cuadro sino del pintor clásico.
Todo esto fue muy siglo XX, el colmo del romanticismo, la necesidad de ser alguien distinguible, de tener voz, de tener huella, de tener estilo. El estilo y la voz propia lo eran todo, eran la firma, la garantía, y con ellos podía pintarse o escribirse cualquier cosa, porque la cosa ya no era la cosa sino la obra de alguien con estilo, con inconfundibles rasgos icónicos que según convención urbana venían a significar verdades pomposas, la soledad del hombre en la ciudad y tal y cual. El desamparo da mucho prestigio.
Salgo de la exposición admirado y frío. Los grabados son excepcionales, las acuarelas deslumbrantes, etc., etc. Al final, y como atracción de feria, está uno de los cuadros a tamaño natural. Muy bien. Salvo el precio del sombrero, todo estupendo, pero uno sale con la sensación de que viendo uno solo habría disfrutado más porque habría deseado más los otros, y no se le habría pasado por la imaginación que todos podrían ser el mismo. De hecho, si Hopper es tan grande es porque ha quedado media docena de cuadros suyos como imprescindible ilustración del siglo XX. Su valor trasciende lo pictórico para vivir en lo icónico. Es más duradero, pero a la larga, para mi gusto, menos emocionante.
Y otra salvedad: ¿por qué se le da tanta importancia al tema? ¿qué es un tema más allá de una plástica acartonada y muerta? ¿dónde está hoy la vibración de lo pictórico? En fin, acaso todo sea inútil y no haya más remedio que sucumbir al tsunami para que el horizonte vuelva a estar limpio.
ResponderEliminarGracias por tu amable comentario amigo Antonio. Te contesto, nobleza obliga, en tu Hooper, que leí en cuanto lo vi en tus bernardinas. Ese "sin embargo"… sobre la exposición que dejas en suspenso, queda acabado y completo en tu estupenda entrada. Para mí, le prochaine littéraire de Hopper, para entendernos, no es John dos Passos, sino el gran Ambrose Bierce. Creo comprenderlo mejor en esta clave. Un saludo, Rodolfo
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