Michael Haneke es como ese enfermero con cara de palo que
levanta una punta de la sábana para que los familiares reconozcan el cadáver, y
que la mantiene levantada todo el tiempo que necesitan para sobreponerse al
impacto y descansar unos instantes la mirada, limpia de aprensiones, en la imagen del muerto.
Poco antes de que regrese a los ojos del pariente la repugnancia instintiva, el
enfermero vuelve a colocar la sábana en su sitio.
Así es Amour, y así son todas sus escenas. La
primera impresión repele, pero Haneke mantiene el plano, la sábana levantada, y
nos deja mirar con cuidado y respeto, acostumbrarnos igual que nos
acostumbramos a cada una de las fases de la decadencia y tratamos de
encontrarles el mejor acomodo posible. El matrimonio de octogenarios,
profesores de piano, vive en un hermoso apartamento algo mugriento, lo cual no
sé si es un símbolo de la decrepitud o un alarde de precisión cultural,
teniendo en cuenta que la acción transcurre en París. Es un sitio hermoso y
vivido, y el personaje que sostiene la película. Sí, los muebles, el salón, la
hermosa estantería, la cocina recogida, los pomos antiguos, ese beige
amostazado de los zócalos de madera y las paredes, el generoso tálamo nupcial,
el piano de cola junto a los balcones, sobre alfombras persas apolilladas, las
mansardas por detrás de las cortinas. La casa, el decorado, justifica el
comportamiento de los personajes: ciudadanos cultos, poco expresivos, algo
fríos, extremadamente educados, que es, la buena educación, como decía
Senillosa, lo único que puede salvar un matrimonio. Los suelos de sus vidas
crujen de viejos, pero siguen siendo de madera noble. El interruptor del lavabo
está negro de mugre, pero los azulejos siguen igual de pálidos que siempre. El
vestíbulo, la única ventana a la calle que se abre alguna vez en la película (y
por la que entra una paloma anestesiada), es amplio y vacío, de techos altos,
sin vida, con un armario cerrado.
El único momento en que los
personajes están fuera de casa es al principio de la película, en un largo
plano de los espectadores de un concierto, un alarde de la técnica del plano
fijo de Haneke: la imagen no cambia, pero es tan rica en matices, tan
entretenida de mirar, que nos acostumbramos a estar en ella y nos sorprende que no nos moleste que se siga
prolongando, hasta que, mucho tiempo después, Haneke la cambia, milagrosamente
antes de que empiece a ser pesada. Lo mismo puede hacer luego, en la casa, con
un diálogo entre personajes que no están en el plano, con la hermosa imagen del
pasillo enmaderado y el suelo hidráulico de la cocina. Asistimos al vacío que
los une, al tiempo que los ha mirado.
En esa casa distinguida y
decrépita Haneke nos enseña, con más respeto que piedad, los estragos de la
muerte. La decadencia de la mujer, víctima de un paralís, es progresivamente
obscena, hasta llegar a lo espantoso, pero sucede lo que sucede en realidad:
que, en cada uno de los estadios de ese proceso, uno se acostumbra a mirar. Es
el instinto que nos hace no derrumbarnos y salir corriendo, aceptarlo como una
prolongación de lo que fue la vida. La mujer pierde la cabeza en sus ensueños
infantiles, y cuando la recupera soporta la amargura de ya no ser ella, de ser
tan solo un cuerpo que se pudre con un cerebro que está vivo. El hombre, el enfermero, es un
héroe clásico de los pies a la cabeza, un pius
Aeneas que afronta sin entusiasmo su destino. La mujer que amó se está
marchando, y llega un momento que ya no es ella, y que la empieza a amar como
la amará cuando ya se haya muerto, pero sigue a su lado, cumple su palabra, uno
no sabe si por serle fiel a ella o a sí mismo, por miedo a no destrozar su
conciencia cuando ya no le queda tiempo para rehacerla. Hasta que ya no puede
soportarlo más, hasta que el enfermero deja caer la sábana, o la almohada,
sobre el rostro del cadáver, aunque ese no
poder soportarlo más es también una actitud ética, heroica, la de saber
cuándo no se debe soportarlo más.
Cuando hablamos de eutanasia, hablamos
de dignidad, cuya última y suprema manifestación es la voluntad de morir, por
parte del moribundo, y la conciencia de que ya no se debe prolongar más la
agonía, por parte de quien no puede hacer otra cosa que acompañar hasta el
final del camino. El marido, que también está en sus últimos años, que deja de
afeitarse cuando muere su mujer, de ser quien es, hace lo que hace por
necesidad, no por sacrificio. Acompaña a su mujer hasta el final porque es
parte de ella, no porque se lo deba. Está
mejor con ella paralizada que sin ella. Se desespera, pierde los nervios
(todavía me duele la escena), pero una y otra vez regresa al estar juntos para el que la enfermedad y
la muerte no son más que circunstancias temporales.
Los dos están impresionantes. Él,
Jean-Louis Trintignant, porque sabe hacer legible esa mezcla de amor y miedo,
de resignación y fatalismo, de normalidad en medio de la ruina. Sabe mantener
las formas. La cultura (los libros de la hermosa estantería, el piano de cola)
y la buena educación son una inversión de futuro. Cuando ya nada merezca la
pena, servirán para sobrellevar la miseria. Ya no querremos contestar al
teléfono, ni salir de casa. Apenas abriremos una ventana del vestíbulo vacío, y
no a la calle sino a un húmedo patio de luces. La vieja casa empezará a
descascarillarse, pero quedarán las fotos en las paredes, las partituras en el
piano. Todo lo demás será una molestia innecesaria, la evidencia de que ya
sobramos en la vida.
No me quiero imaginar lo que habría sido esta película
rodada en un piso pequeño, tipo Loach, sin un hogar hermoso que muera contigo, que es lo más habitual. Aquí la casa, el refugio culto, elimina esa putrefacción moral que lleva en hombros al féretro hasta en las
mejores familias, sobre todo en las mejores familias. Aun así, los otros pocos
personajes, los que vienen de fuera, ya están en el otro mundo. La hija, Isabelle
Huppert, representa al vástago que quiere acallar su conciencia con soluciones
médicas, pero no está dispuesto a algo tan sencillo como acompañar. En determinadas
circunstancias, el amor obligatorio no es suficiente. Más hijo que la hija es
el antiguo alumno, Alexandre Tharaud, porque es lo que han dejado en la vida,
un alumno que finalmente triunfó como intérprete de piano. Les produce más
placer hablar con él que con su propia hija. Y, sin embargo, él es lo ya hecho,
lo vivido, y en el nuevo territorio de la muerte, ella, la anciana paralítica,
no soporta escuchar el fruto de su persona, el disco de su alumno, porque ya
pertenece a lo irrecuperable. Emmanuelle Riva, igual de impresionante que
Trintignant, no interpreta a una moribunda ejemplar, como nadie lo seremos, y
en las escenas de las frases lapidarias no puede ni pronunciar dos sílabas
seguidas sin llenarse de babas y de ahogos. La muerte es nefanda. Rechazamos
describirla tal y como es. Creemos que solo se degrada y se muere el cuerpo,
pero el caso es que se muere la vida entera. Se muere la alegría y se muere la
memoria, se mueren los sentimientos y las ilusiones. Verte morir debe de ser
como ver cómo se desnuda tu persona de todo lo que justificaba la vida.
Mantener la dignidad es lo único que queda, la última tarea.
Magnífico comentario.
ResponderEliminarPienso lo mismo, magnífico comentario, me ayuda a entender mejor la película. Me ha gustado, y no lo he visto en otros sitios tan detallado, el papel que le asignas a la casa. Esas paredes hablan, como hablan en las fotografías de Adget o de Walker Evans. Quizás me ha extrañado que no digas nada de la música, tan escasa en la película, o de los sonidos, o de su ausencia. La vi, con retraso respecto a su estreno, en el Cerbuna.
ResponderEliminarUn saludo
Gracias a los dos. Vi, in illo tempore, bastantes películas en el Cerbuna, a deshoras, con vídeos VHS que bajábamos a la sala húmeda de televisión. Incluso recuerdo haber visto, entera y sin más descansos que los imprescindibles, la serie Brideshead revisited, mano a mano con otro cerbuno. Un abrazo, José Luis.
ResponderEliminarTengo a mi hija allí, ya sabes.
ResponderEliminarUn abrazo
Llevamos a nuestra hija a Zaragoza anteayer, por gusto. Aprovechando que había poca gente, nos enseñó, aunque ya es su tercer año allí, dónde dejaba su bicicleta, y de paso, también, el laboratorio fotográfico, las lavadoras y ... las salas de TV, tres nada menos. Me acordé de ti.
ResponderEliminarUn abrazo