Con las
películas históricas me pasa lo mismo que con las novelas históricas, que
cuando son historia novelada (o filmada) solo me hacen desear la lectura de un
genuino libro de historia. Viendo Lincoln
me daban ganas de volver a casa y leer Team
of rivals, el libro de Doris Goodwind en el que parece que está basado el
guión, cuyos dos primeros capítulos (los que están asequibles en la red) son un
ejemplo de cómo el ensayo histórico y la novela se van acercando a golpe de
toneladas de realia, de detalles de la época, al tiempo que someten la
escrupulosidad histórica a la fluidez narrativa. Apenas hay selección: se nos
informa del vestuario completo, del menú del día, de la hora del tren, del
número de esto y de lo otro. Es una exhaustividad que raya en el fetichismo, en
el mero hambre de detalles, en la masa de datos como motor del interés
novelesco.
En los
ensayos históricos resulta muy efectivo, porque en ellos el sacrificio de la
proporción se compensa con la voracidad cotilla. En las novelas, en cambio, me
parece que esta exhaustividad entierra el flujo narrativo, lo reduce a datos,
no a sensaciones. Leemos biografías
en las que su autor nos cuenta cuándo al personaje se le cayó una muela, nos
regodeamos en el afán minucioso, como si el amontonamiento y las páginas de
cuatro cifras diesen sensación de totalidad.
Pero el
arte es selección y combinación, solo eso. El libro de Goodwind es material
para la ambientación de una novela cuyo argumento principal debe ser ficción.
Cualquier otro intento literario en el que no se admita la ficción nunca pasará
de ser un docudrama, un biopic. Y Lincoln,
con toda la suntuosidad realizadora y el derroche de ambientación y el óscar de
peluquería, no deja de ser un docudrama, precisamente porque se somete a la
verdad histórica con el indisimulado afán de contarlo todo. Todo está contado, en efecto, muy rápidamente, la
historia de los días que precedieron a la votación de la 13ª enmienda, la que
abolió la esclavitud. Pero creo que si hubiese contado solo el día de la
votación, la película habría sido igual de exhaustiva hasta en los más mínimos
detalles. No había margen para la abstracción. Todo es dato exacto y frase
lapidaria, los dramas íntimos están remetidos en breves escenas tremendas que llegan y desaparecen de buenas a primeras, como ése creo que fallido intento de embutir en un par de minutos la tragedia personal de la familia Lincoln. Luego hay algunas escenas de violín para ver cómo a los personajes se les
encristalan los ojos cuando ven pasar en la carroza un hermoso momento
histórico, aunque se aun muñeco de cera.
Por lo
que yo sé, los norteamericanos están entusiasmados. Asisten a una lección de
historia: dos horas y media de hombres hablando de política con frases célebres que los devuelven a los días de la escuela, al mito infantil del propio Spielberg, y les desengrasa las rigideces documentales con personajes cómicos
(patéticos algunos, sobre todo los congresistas convencidos a última hora) y
escenas de afecto familiar. Las escuelas la exhibirán a sus alumnos para el día
de Acción de Gracias, no habrá profesor de historia
que no la sume a sus materiales didácticos. Hay lecciones de historia, de
oratoria, de interpretación, de montaje, de maquillaje y sobre todo, ya digo, de peluquería. Todo está sobrecargado
de lecciones, como la mesa de bote en bote del consejo de ministros, con dos
paquetes cerrados que nunca se abren, por cierto, y cuyo envoltorio es un papel demasiado nuevo para lo viejo que es todo en la película, de una estraza demasiado satinada, demasiado lisa, lo cual sea quizás un leve fallo.
Todo eso está muy bien, pero, ¿y el arte? El director sigue con su rollo academicista, con lo que está probado que funciona. Se resiste a dejar los planos quietos, y a la gente que, más allá de las frases célebres, se exprese cuando no quiere decir nada importante, que es la mayor parte del día. Los estudiantes de montaje babearán con la maestría y la velocidad, a pesar de lo espeso del contenido, y los directores jóvenes tomarán notas y se subirán las gafas con el dedo. A mí, como no soy cinéfilo, eso no me interesa. Lo que yo quiero creerme no son los datos sino las escenas. Los datos ya los cuenta Goodwin, y las escenas no tienen desarrollo dramático en sí mismas, son vehículos de exposición de verdades, una veloz cabalgata de verdades históricas. Los clímax necesitan invariablemente ser violineados para que se sepa que hay que emocionarse, y el juego de los doce hombres sin piedad, el espectáculo de los que al final se suman a la causa, no dice más de lo que ya hemos visto cien veces. El torrente de verdad deja tirados por el camino a personajes flojísimos, el hijo mayor de Lincoln, los rufianes cazavotos, todos buenos actores enjaulados en sus pocas y veloces frases, por muy importante que sea lo que digan. Al hijo, además, el abrigo le viene grande.
Todo eso está muy bien, pero, ¿y el arte? El director sigue con su rollo academicista, con lo que está probado que funciona. Se resiste a dejar los planos quietos, y a la gente que, más allá de las frases célebres, se exprese cuando no quiere decir nada importante, que es la mayor parte del día. Los estudiantes de montaje babearán con la maestría y la velocidad, a pesar de lo espeso del contenido, y los directores jóvenes tomarán notas y se subirán las gafas con el dedo. A mí, como no soy cinéfilo, eso no me interesa. Lo que yo quiero creerme no son los datos sino las escenas. Los datos ya los cuenta Goodwin, y las escenas no tienen desarrollo dramático en sí mismas, son vehículos de exposición de verdades, una veloz cabalgata de verdades históricas. Los clímax necesitan invariablemente ser violineados para que se sepa que hay que emocionarse, y el juego de los doce hombres sin piedad, el espectáculo de los que al final se suman a la causa, no dice más de lo que ya hemos visto cien veces. El torrente de verdad deja tirados por el camino a personajes flojísimos, el hijo mayor de Lincoln, los rufianes cazavotos, todos buenos actores enjaulados en sus pocas y veloces frases, por muy importante que sea lo que digan. Al hijo, además, el abrigo le viene grande.
Pero si
Spielberg no hubiese acertado con el casting, entonces apaga y vámonos. Las
películas americanas con multitud de secundarios son un espectáculo solo por la
galería de interpretaciones memorables que suelen acumular. Todos ellos sonaban
perfectamente naturales, por exagerados que pareciesen. Dentro de los más que
secundarios, de los de media docena de planos, me ha impactado Peter MacRobbie,
el jefe de los antiabolicionistas en el Parlamento, con esas patillas de gato, dentro del nutrido catálogo de barbas, sotabarbas, bigotazos y toda clase de patillas y de whiskers que pueblan el Parlamento. Y entre los, por así decir,
secundarios principales, Tommy Lee Jones, con una mopa negra en la cabeza, y Sally Field, con ensaimada victoriana, dan una lección, otra,
pero esta de veras imprescindible, la primera de todas: que, nada más verlos,
nos olvidamos de que son Tommy Lee Jones y Sally Field. Nos olvidamos hasta de las pelucas.
De que Lincoln es Daniel
Day-Lewis no nos olvidamos nunca, y eso que él no lleva peluca sino un despeinado de frotarse mucho la cabeza y andar pensando en sus cosas. Spielberg lo ha puesto cenizoso, empolvado,
como a los jóvenes que hacen de anciano, y él mismo cierra los párpados al
mirar un poco excesivamente. Lincoln murió con 56 años, exactamente los que
tiene Lewis. ¿Era necesario envejecerlo tantísimo, por mucha crema hidratante
que se dé el actor? Además, rara vez nos lo deja ver al natural, en un plano sin sombras, sin escorzos, sin
contrapicados o como se diga. Ni a Sally Field ni al otro les afecta ese
claroscuro tan marcado, tan ocultador y polvoriento. Dentro de esas tinieblas
interpretativas están los movimientos perfectos de Day-Lewis, que habla una
octava más agudo que todos y en un tono menor, que está más pálido y
ensombrecido que los demás, siempre componiendo
magistralmente el personaje. Day-Lewis actúa para que la cámara se quede
quieta, para que solo lo mire a él durante largos planos secuencia, pero
Spielberg corta antes de que se haya disipado la bruma que lo acompaña. No me
daba tiempo a sentirme cómodo mirándolo, ni a él a desarrollar dramáticamente
una contención que en ocasiones, demasiadas, me resultó afectada.
Por momentos parece una figura de
cera, la momia real, verídica, el exacto andar, la joroba calcada, la voz
probable, de grabación primitiva. Hay en su composición tantos datos reales
como en el guión que filma Spielberg. Es una reconstrucción real que ha tapiado al personaje, lo ha sometido a su condición histórica. Alabamos su
oficio, pero no dejamos de verlo en una onda distinta a la del resto del
elenco, como algo casi gracioso,
entre Peter Cushing y don Sandalio, casi siempre con media cara tapada. ¿Por
qué había que usar el tenebrismo para hablar de un hombre, según dice un
personaje, tan puro? ¿Por qué no se le ponen los mismos focos que a los demás?
Esto de subrayar el complejo mundo interior del personaje apagando una luz me
parece un truco demasiado viejo. Se ve la diferente iluminación y se ve, cosa
que detesto, el tremendo foco detrás del ventanal forrado de papel cebolla, que
lo sume todo en la penumbra y desperdiga rayos en los que flota el polvo y el
humo. Se forman entonces cuadros de época, gestos de época, voces de época,
pero cuadros en los que el óleo ya se ha tomado del hollín del tiempo, del humo
de los siglos, y el contraste no me acaba de convencer, son personajes apolillados,
como si vistieran con ropas viejas y pusieran gestos color sepia. Ya solo
faltaba que caminasen deprisa, como en los documentales antiguos. Pero eso ya
no es rigor histórico sino metahistórico: nos imaginamos que la historia,
cuando era presente, ya parecía (¡a los mismos que la vivían!) tan vieja como la vemos
ahora. Es el único juego estético que me ha interesado, por simple.
muy bueno saludos ¡¡¡¡¡¡¡
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