Estas impresiones que suelto sobre Intemperie no quieren decir que el autor no escriba estupedamente, pero quizá lo
hace mejor cuando se contiene que cuando se le desmanda lo folclórico. “En
cuanto el alguacil metió el mechero, el esparto prendió. El abrigo de las
paredes del torreón y el calor de la jornada hicieron el resto. En unos segundos
las llamas superaron la altura del quicio de la puerta hasta que sus puntas se
perdieron en el interior del tubo.”
Inventar esas “puntas” a las llamas sería en puridad escribir bien, y
no el conocer al completo el campo semántico del fuego.
La
novela está muy bien, ya diré por qué. Pero este ejemplo no es de los mejores
del libro, y lo de puntas no es ningún hallazgo, sino uno de las varias
estridencias que se escuchan en el texto. Como el libro está escrito frase a
frase, como si después de cada una el escritor se fumase un cigarro, casi todas
de la misma longitud, con los mismos segmentos y con el verbo al principio,
siempre en un indefinido que es como un pico, como un golpe de yunque de platero,
tas, a mí me resulta monótono, pero reconozco que en inglés, por ejemplo, a Macarthy
le suena muy bien, aunque McCarthy tiene luego una variedad de longitudes y
segmentos que aquí se reduce a un versículo muy bien limado. Pero, si lo que
más brilla en esta novela es el diccionario de Julio Casares, si su pretensión
estética era esa, entonces no habría escrito metió sino arrimó, y
habría evitado la rima interna metió-prendió
(doble tas). Jornada no es, otra
vez, la palabra más precisa. El calor de la jornada solo puede sentirlo el
alguacil, no el esparto. Al esparto, en todo caso, le afectará el calor de la
hora, o el de la canícula, o simplemente el calor que hacía, que es como se
suele decir. El quicio no marca la
altura, la marca el dintel, y además
es redundante: puestos a tirar de sinécdoque, con la puerta vale. Pero lo que a
LM le gusta son las puntas del fuego,
como si fuera un hallazgo, algo no previsto en el diccionario. En efecto, el
autor llama puntas a lo que en
castellano se llama lenguas. Por otra
parte, en el campo, en la lengua del campo, no se emplea la palabra segundos, y
menos en aquella España sin relojes.
La
diferencia no solo es de precisión léxica; es, sobre todo, prosódica. Lo
importante es que la imagen que compongan sea una buena metáfora, no las
palabras imprevistas. Es la gran enseñanza de Virgilio: los juegos de palabras
no crean metáforas perdurables; son las imágenes que componen las palabras
precisas, y las más naturales. Pero esa descripción exacta de lo imaginado
necesita un aliento poético concreto,
algo que solo se consigue con el orden de palabras. El ritmo de Intemperie, decía, es machacón, pero no
épico. Se pierde en la etnografía, y en eso creo que LM lleva razón. Brillan
más las palabras que su contenido, lo cual no deja de ser una alternativa, pero
en ese caso abierta a todo tipo de críticas quisquillosas.
En
lo que no lleva razón LM es en que Intemperie
parezca una página perdida de Ferlosio. Ferlosio estableció el modelo para este
tipo de prosa en Dientes, pólvora,
febrero, que es el metro adecuado para medir la verdadera altura del quicio
de la prosa de Jesús Carrasco. Ese cuento es el juez. Ese cuento es como se
tiene que escribir una historia como la que cuenta Intemperie. Lo recorrido por Carrasco es mucho, desde luego, pero
lo que le queda por recorrer para llegar ahí tampoco es moco de pavo. Lo que le
sobra al cuento de Ferlosio y le falta a la novela de Carrasco es la voz, la
maravillosa voz mítica que ensaya Ferlosio y que es un crimen que no la haya
extendido a una novela larga, al menos tan larga como la de Carrasco, porque
entonces estaríamos hablando de un clásico mayor.
Lo
de Carrasco es muy de agradecer. Ya es hora de que triunfe alguien, y de que lo haga
sin más armas que el castellano, y que no cuente su vida ni salga por la tele.
Y ya es hora de que triunfe una geórgica, un relato pastoril, una novela
campestre. La gente nombra mucho a McCarthy pero por ahí creo que no van los
tiros. McCarthy nos gusta a todos. A mí aún me gusta más William Gay, a quien
he descubierto hace bien poco y de quien pronto escribiremos algo. Lo de
Carrasco es más un cruce de película de Sam Peckinpah con el punto de vista de
Gutiérrez Solana y la prosa, casi, de Sánchez Ferlosio. En los mejores momentos me lo imagino
como La caza de Carlos Saura, por
supuesto en blanco y negro, si acaso con un colorido temprano, saturado, de película
de sesión de tarde.
Los anglosajones
aún no han dejado de desarrollar la pastoral,
el género de McCarthy, con más o menos cruces culturales. Pero en España Delibes
es el decano ya muerto, pero no sustituido, de los que consiguieron que se respetasen
las historias del campo. Por eso se le nombra tanto a propósito de Intemperie. Y tampoco es Delibes a quien debemos acudir cuando leemos a Carrasco, por más que enseguida se nos
vengan Las ratas a la memoria. El
mundo de Carrasco es más celiano, es decir, más en la línea de
quienes ven el campo como el territorio de los hombres primitivos. Delibes nunca
lo vio así. Antes que Ferlosio, mi modelo para una novela pastoril
contemporánea era el Diario de un cazador,
precisamente porque, al margen de los tecnicismos (que tampoco son tantos)
podía oír el campo, algo que no se
hace tanto con palabras sueltas sino con dominio de fraseología popular, de
cómo se construyen las frases en el campo, de qué verbos no se usan, de cómo
las metáforas, en el habla cotidiana de los pueblos, sustituyen sistemáticamente
a las abstracciones, y eso le da un aroma y una constancia poética de que las
novelas de ciudad, obesas de tópicos literarios, suelen carecer. La lengua está
compuesta de palabras, pero sobre todo de frases. La noción está en la palabra,
pero el sentimiento está en la frase hecha. Delibes, por lo demás, no degrada a
sus personajes, por malos que sean. Delibes empatiza porque se mete en ellos, y
trata de no contar de ellos lo que ellos no contarían de sí mismos, algo en lo
que Carrasco insiste con auténtica delectación, si bien lo justifique el punto de vista espantado de la criatura.
Sé
de lo que hablo. Ensayé esa misma prosa en un cuento, Animales
heridos, y, por lo demás, los tres libros que he publicado son de
literatura campestre, por más que uno de ellos se disfrazara de folletín. No me
he comido una rosca, desde luego, pero a estas alturas no deja de ser un
consuelo que a una editorial como Seix-Barral (la misma que, años ha, publicó La lluvia amarilla) le dé por publicar
una de esas novelas rurales que los
editores rechazan antes de abrir. Intemperie
merece la pena, ya lo creo. No estamos acostumbrados a novelas bien
escritas. Yo le pongo peros (y más que le pondré, porque aún no he empezado a
hablar de ella) porque toca el género que más me gusta, y el único que
practico. No el western, claro, ni la novela-película, pero sí el relato que
sucede en el campo y del que el campo es el verdadero protagonista. Con la
misma afición con que selecciono palabras para incrustarlas en la traducción de
las Geórgicas, intento, cuando puedo,
escuchar esa voz, la voz del campo, que no está solo en el Casares, que es una
tradición de primer orden que en España, tan acomplejados siempre, hemos
considerado literatura menor. Cuando presenté Geórgicas,
donde está incluido ese cuento, el periódico local escogió las palabras épica atemporal para titular lo que yo quería
conseguir practicando el género pastoril. No me pareció mala elección.
Dejo
aquí un fragmento de Dientes, pólvora,
febrero. Es más elocuente que cualquier cosa que yo diga. Es el metro, la
medida.
Tiene muy buena pinta, sí. Sólo por las referencias, aunque no se cumplan del todo, apetece leerlo: Ferlosio, Solana, McCarthy, "La caza" de Saura...
ResponderEliminarEsperamos la siguiente parte del post.
Imposible olvidar a aquel perro sin ojos aullando.
Sospecho que te gustaría más la primera mitad que la segunda. A Solana imagino que también. Un abrazo.
EliminarAquí más:
ResponderEliminarhttp://www.rtve.es/television/20130127/jesus-carrasco-irrumpe-mundo-literario/604703.shtml