3.2.13

Ensayo de literatura campestre, 1



 Me enteré de la publicación de Intemperie, de Jesús Carrasco, por el blog del Lector Malherido, antes de que los periódicos le dedicasen páginas enteras al fenómeno editorial de un libro vendido ya en no sé cuántos países. El País, sin ir más lejos, le dedicaba la página el viernes y la crítica el sábado, o sea ayer, cuando yo lo llevaba ya mediado. No comparto del todo la crítica de LM por una cuestión de principios: a mí no me aburre la exactitud léxica, todo lo contrario, me entusiasma, sobre todo si no es un fin en sí misma. Y no me aburre porque lo que sí me aburre (y a LM le entusiasma) es esa literatura miope que se preocupa de la frase pero menos de la página y aún menos del libro, que ya saldrá. Estoy cansado de las asociaciones sorprendentes de palabras que son como las chispas de una bengala de esas que se ponen en las tartas. Mu bonitas. Pero la tarta es la de siempre. Propone LM un ejemplo que me viene bien:

Estas impresiones que suelto sobre Intemperie no quieren decir que el autor no escriba estupedamente, pero quizá lo hace mejor cuando se contiene que cuando se le desmanda lo folclórico. “En cuanto el alguacil metió el mechero, el esparto prendió. El abrigo de las paredes del torreón y el calor de la jornada hicieron el resto. En unos segundos las llamas superaron la altura del quicio de la puerta hasta que sus puntas se perdieron en el interior del tubo.”

Inventar esas “puntas” a las llamas sería en puridad escribir bien, y no el conocer al completo el campo semántico del fuego.

               La novela está muy bien, ya diré por qué. Pero este ejemplo no es de los mejores del libro, y lo de puntas no es ningún hallazgo, sino uno de las varias estridencias que se escuchan en el texto. Como el libro está escrito frase a frase, como si después de cada una el escritor se fumase un cigarro, casi todas de la misma longitud, con los mismos segmentos y con el verbo al principio, siempre en un indefinido que es como un pico, como un golpe de yunque de platero, tas, a mí me resulta monótono, pero reconozco que en inglés, por ejemplo, a Macarthy le suena muy bien, aunque McCarthy tiene luego una variedad de longitudes y segmentos que aquí se reduce a un versículo muy bien limado. Pero, si lo que más brilla en esta novela es el diccionario de Julio Casares, si su pretensión estética era esa, entonces no habría escrito metió sino arrimó, y habría evitado la rima interna metió-prendió (doble tas). Jornada no es, otra vez, la palabra más precisa. El calor de la jornada solo puede sentirlo el alguacil, no el esparto. Al esparto, en todo caso, le afectará el calor de la hora, o el de la canícula, o simplemente el calor que hacía, que es como se suele decir. El quicio no marca la altura, la marca el dintel, y además es redundante: puestos a tirar de sinécdoque, con la puerta vale. Pero lo que a LM le gusta son las puntas del fuego, como si fuera un hallazgo, algo no previsto en el diccionario. En efecto, el autor llama puntas a lo que en castellano se llama lenguas. Por otra parte, en el campo, en la lengua del campo, no se emplea la palabra segundos, y menos en aquella España sin relojes.
               La diferencia no solo es de precisión léxica; es, sobre todo, prosódica. Lo importante es que la imagen que compongan sea una buena metáfora, no las palabras imprevistas. Es la gran enseñanza de Virgilio: los juegos de palabras no crean metáforas perdurables; son las imágenes que componen las palabras precisas, y las más naturales. Pero esa descripción exacta de lo imaginado necesita un aliento poético concreto, algo que solo se consigue con el orden de palabras. El ritmo de Intemperie, decía, es machacón, pero no épico. Se pierde en la etnografía, y en eso creo que LM lleva razón. Brillan más las palabras que su contenido, lo cual no deja de ser una alternativa, pero en ese caso abierta a todo tipo de críticas quisquillosas.
               En lo que no lleva razón LM es en que Intemperie parezca una página perdida de Ferlosio. Ferlosio estableció el modelo para este tipo de prosa en Dientes, pólvora, febrero, que es el metro adecuado para medir la verdadera altura del quicio de la prosa de Jesús Carrasco. Ese cuento es el juez. Ese cuento es como se tiene que escribir una historia como la que cuenta Intemperie. Lo recorrido por Carrasco es mucho, desde luego, pero lo que le queda por recorrer para llegar ahí tampoco es moco de pavo. Lo que le sobra al cuento de Ferlosio y le falta a la novela de Carrasco es la voz, la maravillosa voz mítica que ensaya Ferlosio y que es un crimen que no la haya extendido a una novela larga, al menos tan larga como la de Carrasco, porque entonces estaríamos hablando de un clásico mayor.
               Lo de Carrasco es muy de agradecer. Ya es hora de que triunfe alguien, y de que lo haga sin más armas que el castellano, y que no cuente su vida ni salga por la tele. Y ya es hora de que triunfe una geórgica, un relato pastoril, una novela campestre. La gente nombra mucho a McCarthy pero por ahí creo que no van los tiros. McCarthy nos gusta a todos. A mí aún me gusta más William Gay, a quien he descubierto hace bien poco y de quien pronto escribiremos algo. Lo de Carrasco es más un cruce de película de Sam Peckinpah con el punto de vista de Gutiérrez Solana y la prosa, casi, de Sánchez Ferlosio. En los mejores momentos me lo imagino como La caza de Carlos Saura, por supuesto en blanco y negro, si acaso con un colorido temprano, saturado, de película de sesión de tarde.
Los anglosajones aún no han dejado de desarrollar la pastoral, el género de McCarthy, con más o menos cruces culturales. Pero en España Delibes es el decano ya muerto, pero no sustituido, de los que consiguieron que se respetasen las historias del campo. Por eso se le nombra tanto a propósito de Intemperie. Y tampoco es Delibes a quien debemos acudir cuando leemos a Carrasco, por más que enseguida se nos vengan Las ratas a la memoria. El mundo de Carrasco es más celiano, es decir, más en la línea de quienes ven el campo como el territorio de los hombres primitivos. Delibes nunca lo vio así. Antes que Ferlosio, mi modelo para una novela pastoril contemporánea era el Diario de un cazador, precisamente porque, al margen de los tecnicismos (que tampoco son tantos) podía oír el campo, algo que no se hace tanto con palabras sueltas sino con dominio de fraseología popular, de cómo se construyen las frases en el campo, de qué verbos no se usan, de cómo las metáforas, en el habla cotidiana de los pueblos, sustituyen sistemáticamente a las abstracciones, y eso le da un aroma y una constancia poética de que las novelas de ciudad, obesas de tópicos literarios, suelen carecer. La lengua está compuesta de palabras, pero sobre todo de frases. La noción está en la palabra, pero el sentimiento está en la frase hecha. Delibes, por lo demás, no degrada a sus personajes, por malos que sean. Delibes empatiza porque se mete en ellos, y trata de no contar de ellos lo que ellos no contarían de sí mismos, algo en lo que Carrasco insiste con auténtica delectación, si bien lo justifique el punto de vista espantado de la criatura.
               Sé de lo que hablo. Ensayé esa misma prosa en un cuento, Animales heridos, y, por lo demás, los tres libros que he publicado son de literatura campestre, por más que uno de ellos se disfrazara de folletín. No me he comido una rosca, desde luego, pero a estas alturas no deja de ser un consuelo que a una editorial como Seix-Barral (la misma que, años ha, publicó La lluvia amarilla) le dé por publicar una de esas novelas rurales que los editores rechazan antes de abrir. Intemperie merece la pena, ya lo creo. No estamos acostumbrados a novelas bien escritas. Yo le pongo peros (y más que le pondré, porque aún no he empezado a hablar de ella) porque toca el género que más me gusta, y el único que practico. No el western, claro, ni la novela-película, pero sí el relato que sucede en el campo y del que el campo es el verdadero protagonista. Con la misma afición con que selecciono palabras para incrustarlas en la traducción de las Geórgicas, intento, cuando puedo, escuchar esa voz, la voz del campo, que no está solo en el Casares, que es una tradición de primer orden que en España, tan acomplejados siempre, hemos considerado literatura menor. Cuando presenté Geórgicas, donde está incluido ese cuento, el periódico local escogió las palabras épica atemporal para titular lo que yo quería conseguir practicando el género pastoril. No me pareció mala elección.
               Dejo aquí un fragmento de Dientes, pólvora, febrero. Es más elocuente que cualquier cosa que yo diga. Es el metro, la medida.

En esto ya venían los batidores, y fueron desfilando por delante de la loba, contentos del resultado que había tenido la jornada. Y después la quisieron cargar en un caballo, pero el caballo sentía repeluco y empezó a pegar coces y respingos, y no se dejaba echar la loba encima, y la tuvieron que amarrar con una cuerda por el cuello y llevarla dos hombres, el uno la traía por el rabo y el otro por el cabo de la cuerda, y así no se manchaban con la sangre. Era una loba muy grande, y arrastraban las patas por el suelo conforme la llevaban, y ya acudían al encuentro de ella dos hombres de una huerta y un yergüero y una media docena de niños, a la salida de la mancha, cuando todo el tropel de cazadores venía descendiendo la ladera. Los chicos le hicieron muchos aspavientos y le tocaban el cuerpo maltratada, y algunos la agarraban por las patas, como si fuese por decir que ellos también la iban llevando con los hombres. Uno pasó toda la mano por la carne del cuello de la loba, y la sacó llena de sangre, y luego gastaba bromas a las niñas porque les iba con aquella mano a mancharles la cara en un descuido. El alcalde venía retrasado, cojeando, con dos concejales, uno de ellos el que había dado muerte a la loba; y el pastor les andaba insistiendo que bajaran al chozo y pararan allí a mediodía: que él tenía mucho gusto de matarles un par de cabritos, y aviarlos en seguida, y que comieran todos, como haciendo una miaja de fiesta, ya que habían despachado tan temprano, que no serían ni las once; y ya les quedaría toda la tarde por delante para coger la camioneta y volverse hacia el pueblo, a buena hora; porque él sentía que era el primero que les tenía que estar agradecido, y que un par de cabritos no iban a parte ninguna, equiparados al valor de los daños que le habían quitado de encima al ganado dándole muerte a aquella loba, tan golosa y tan tuna y perversa; y que, además, ya no había remedio, porque había mandado recado por delante y ya sentía llorar a los cabritos (“escuche, ¿no los oye?”, le decía), que los estaban degollando, ahora mismo, allá enfrente, en la majada. La loba fue depositada junto al chozo. Salieron a verla las mujeres, pero ellas no reían ni gozaban, y sólo se detenían a mirarla un momento, así de medio lado, en el gesto de volverse a marchar en seguida, como quien mira una cosa deleznable.

3 comentarios:

  1. Tiene muy buena pinta, sí. Sólo por las referencias, aunque no se cumplan del todo, apetece leerlo: Ferlosio, Solana, McCarthy, "La caza" de Saura...
    Esperamos la siguiente parte del post.
    Imposible olvidar a aquel perro sin ojos aullando.

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    1. Sospecho que te gustaría más la primera mitad que la segunda. A Solana imagino que también. Un abrazo.

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  2. conde-duque5:28 p. m.

    Aquí más:
    http://www.rtve.es/television/20130127/jesus-carrasco-irrumpe-mundo-literario/604703.shtml

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