Cuando publicó su segunda novela,
la no muy afortunada Caballeros de
fortuna, Luis Landero dijo que después de una primera novela debería
escribirse directamente la tercera, sin pasar por el calvario de la crítica
resentida ni por la inevitable complacencia de quien ya ve bien cualquier idea.
Por lo que a mí respecta, Chris Stewart es un buen ejemplo de algo parecido: Entre limones me encantó, dicho sea con
ese matiz de ternura que mitiga en cierto modo la rendida admiración. El
segundo tomo de su trilogía alpujarreña, Un
loro en el limonero, me provocó hasta brotes de sarcasmo. Pero la tercera, Los almendros en flor, ya no puedo decir
que me haya encantado sino que me ha causado verdadera admiración. Tenía razón
Ángel Marco: es un libro excelente. No hay ningún episodio que no tenga interés
por sí mismo y con respecto al conjunto. A pesar de la variedad de historias y
de los saltos adelante y atrás en el tiempo (el anacronismo le sienta siempre
bien a las novelas), todo tiene un único sentido, por la sencilla razón de que,
además de estar muy bien escrito, la tierra, el campo, las plantas y los
animales recuperan el protagonismo que habían perdido en el libro anterior.
No me refiero solo a que todo
suceda ahora en el cortijo El Valero y sus alrededores (Granada y Sevilla como
mucho), sino a que el narrador ha vuelto a ocupar el sitio que había encontrado
en la primera entrega. Ya no es el protagonista, afortunadamente, por más que
solo cuente lo que le ha sucedido a él. Pero su manera de contarlo tiene más
que ver con el lector que observa y se entretiene que con el personaje al que
le ocurren cosas. El narrador es una herramienta del lector para llegar a
sitios desconocidos, ya sean las aldeas del Atlas o el tráfico de insectos en
un campo de alfalfa. La narración triunfa cuando el lector, más allá de saber
lo que ha visto o sentido el narrador, ha sido capaz también de verlo y
sentirlo. La cámara vuelve a estar en manos del autor, pero enfoca lo que tiene
delante, no un espejo.
Los almendros en flor recupera el género de Entre limones, la novela autobiográfica, pero también acopia lo
bueno que había en Un loro en el limonero,
esa desestructuración temporal que difumina el principio y el fin del libro de
modo que sea un todo narrativo, un sitio literario en el que estar. Los
episodios contrastan discretamente, sin señales ni aspavientos, y así pasamos
de una ruta turística para norteamericanos podridos de dinero por la Sevilla tópica,
a un largo viaje a Marruecos en busca de semillas o a la breve y desagradable
crónica de cómo la buena vecindad convive con el facherío, cómo un pastor granadino
forma una familia con su esposa magrebí mientras sus compatriotas se juegan la
vida para llegar a un campo de concentración como El Ejido, o los burgueses con
Loden exhiben su racismo con la chulería repulsiva con que esas cosas se saben
hacer en España. Stewart no se para en reflexiones ni homilías: nos narra
magníficamente bien el episodio y deja que el lector saque sus propias conclusiones.
Juntas conviven historias de sequía e historias de inundación. Los periodistas
ya no vienen a admirarlo a él sino a su jardín del edén alpujarreño, que es lo
que a los lectores nos interesa. Queremos respirar el campo, no que nos cuente
su vida.
El resultado, a mi juicio, es
redondo. Atrás quedan las “comedietas de loros y de ovejas”, como le dice su
mujer, Ana, siempre en un interesante segundo plano, penumbra a la que regresa,
para bien, su hija Clöe. El narrador inglés sabe hablarnos de su hija andaluza,
pero no se pierde con paternalismos. Nos puede contar una divertida excursión
con un compatriota erudito, pero ya no tiende a la tertulia guiri. Vuelve
Domingo por sus fueros, y sus vecinos pastores, y la gente del pueblo. Ya no hay
interés novelesco sino literario, y gracias a esa renuncia abundan los
episodios que huelen, para bien, a la clara novela británica del medio siglo,
Graham Green y por ahí, a quien Stewart nombra y no creo que lo haga de manera
gratuita. Le sirve para desterrar de un plumazo la soberbia cultural europea y
también para justificar su noble propósito literario: narrar la vida en un
lugar remoto, pero no perdido; aislado, pero no desolado.
Me extiendo en estos piropos porque a uno le remuerde
un poco la conciencia de lector la saña con la que hablé del segundo volumen.
Me pareció entonces que el árbol literario de Stewart era de una sola,
temprana, delicada floración. Pero no. Los almendros narrativos volvieron por sus
fueros con la lluvia, los llenó de vigor para narrar la sequía con precisión y
naturalidad, que es lo que siempre va uno buscando en los libros, traten de lo que traten.
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