Geórgicas, IV, 149-196
Y ahora contaré los dones naturales
que inspiró a las abejas Júpiter, como
premio
por haber en la cueva Dictea sustentado
al rey de los cielos, llamadas por el dulce
sonar de los Curetes, sus bronces crepitantes.
Tan solo ellas tienen los hijos en común,
viven de sus ciudades en casas
compartidas
y bajo grandes leyes van pasando la
vida,
y solas reconocen patria y penates fijos
y durante el verano se aplican al
trabajo
y como del invierno se acuerdan
venidero
en medio almacenan cuanto han
conseguido.
Porque unas vigilan el sustento y
trabajan
en los campos según acuerdo establecido;
otras, de la colmena en los adentros ponen
el zumo del narciso y la espesa resina
de la corteza, que es la base del
panal,
cuelgan después de ella las ceras
resistentes;
otras sacan crecidas las crías,
esperanza
de su raza, y otras labran la miel más
pura
y de líquido néctar rellenan las
celdillas.
Hay a las que montar la guardia en la
piquera
les ha caído en suerte, y a turnos
escrudriñan
las lluvias y las nubes del cielo, o
recogen
la carga a las que llegan, o en
formación cerrada
expulsan a los zánganos, hatajo de
holgazanes,
allende el comedero. Y el trabajo
hierve,
y las mieles despiden aromas de tomillo.
Como forjan veloces con masa derretida
los Cíclopes los rayos (unos el aire cogen
y lo soplan con fuelles de piel de
toro, otros
templan en la pileta los bronces que
chirrían,
al Etna el martillar de yunques lo
estremece,
ellos van levantando los brazos poderosos
a ritmo enlazado y voltean el hierro
con sólidas tenazas), no de otra manera,
si puede compararse lo grande y lo
pequeño,
urgen a las abejas cecropias las
innatas,
cada cual en su cargo, ansias de acopiar.
De cuidar la ciudad se ocupan las más
viejas
y de armar los panales y con arte de
Dédalo
las celdas moldear. Y las que son más
jóvenes
exhaustas se recogen, entrada ya la
noche,
las patas bien cargadas de tomillo; y
pacen
madroños por doquiera, jara y sauces
glaucos
y azafrán colorado y jacintos azules
y resinosos tilos. Hay para todas ellas
un único descanso, un único trabajo.
Salen muy de mañana corriendo por las
puertas;
no hay tiempo que perder; y cuando a la
tarde
el véspero las llama otra vez a que
abandonen
los pastos en los campos, entonces a
las casas
se vuelven y atienden del cuerpo los
cuidados;
suena un ruido, zumban por todo
alrededor
de umbrales y piqueras. Luego llega el
silencio,
cuando en las alcobas ya están
recogidas,
y el sueño las invade, sus miembros
agotados.
Mas no se alejan mucho si llueve de su
albergue
ni se fían del cielo cuando soplan los
euros,
antes bien se abastan de agua
alrededor,
seguras en el castro, al pie de las
murallas,
y cortas excursiones intentan y a
menudo
sostienen piedrecicas, como el lastre
que llevan
en aguas encrespadas las barcas
inseguras,
con ellas se equilibran entre las
vacías nieblas.
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