Otra definición de clásico: aquel al que vuelves cuando los
modernos te saben a poco. Es lo que me pasa con Faulkner. Leo una novelilla
irrelevante, bien escrita (y ya molesta decir que una novela está bien escrita,
como si al juzgar un edificio lo alabásemos porque no está torcido, como si
felicitásemos al hortelano que cava rectos los caballones aunque no sea capaz
de criar un jodido tomate), pero nada más, y lo malo es que si la siguiente
lectura es igual de inconsistente uno se instala sin querer en ese nivel, y la
condescendencia se funde con la aceptación y a veces supura incluso agrado, de
modo que, no por aferrarse a ningún canon sino por pura intuición, por sed
lectora (igual que cuando uno sufre una hipoglucemia siente necesidad de beber
cocacola por más que deteste su sabor u odie su significado), uno vuelve a
tipos como Faulkner, sobre todo si queda algún libro suyo que no ha leído o que
no supiese que ha sido traducido al español, que es lo que me ocurrió con Intruso en el polvo.
La estoy
terminando y la verdad es que no solo no me importa dejarme arrastrar ahora por su
sintaxis de pocas comas sino que me resulta un ejercicio tan gratificante como
el de la propia lectura. El problema es que, sobre todo en España, lo que más
ha calado de Faulkner ha sido eso, la ausencia de comas, y torticera o
ingenuamente se ha creído que Faulkner es un modo de escribir deprisa, nada
más, y de dejar que fuesen los dedos los que pensasen. Pero lo que asombra de
Faulkner son los detalles, lo que pertenece al territorio de la lentitud, de
manera que da la sensación de que Faulkner escribiera dos veces sus relatos y
sus novelas enteras, una para descubrir la novela y otra para barnizarla de
mímesis. Muchos de esos detalles pueden parecer innecesarios para la trama,
pero dan la sensación de que el narrador conoce esa trama tan profundamente que
casi sin querer le brotan minucias de parentescos, distancias, objetos,
edificaciones, alimentos, olores, sabores y destellos visuales que son los
incisos que suele meter en la narración oral quien sabe mucho de algo y todo
está pasando por su mente cuando lo cuenta como le pasaba la realidad por
delante a Funes el memorioso, salvo
que en el caso de Faulkner, y con la frescura que proporciona la apariencia de
intuición, de improvisación, esos detalles no han brotado por sí solos, han
sido, o parece que han sido, meticulosamente destinados al lugar que ocupan,
escogidos con esmero, lo cual no casa mucho con la irrefrenable torrencialidad
de su prosa. Pero todo es natural, todo parece escrito a toda mecha en la
Underwood que llevaba encima de un carretillo mientras trabajaba en la granja
de Mississippi.
Y esa
naturalidad, por más que nadie hable como el narrador de Intruso en el polvo, por más que muchas veces (sobre todo en las
filigranas de las acotaciones) sea, cómo decirlo, poco natural, como una
deliciosa naturalidad artificiosa, sin embargo se rige por los mismos criterios
que el contador de historias de toda la vida, ese a quien nombramos cuando
contamos algo que en nuestros labios no tendría la gracia que tuvo en su
momento, y entonces decimos Fulano lo
cuenta muy bien, y con eso nos referimos sobre todo a que da los detalles
precisos, a que no es abrumador ni tampoco soso ni superficial.
Por ejemplo: cuando Lucas Bauchamp
ya está en la apestosa cárcel del condado, antes de que los blancos se reúnan a
las doce en punto para quemarlo vivo sin dar tiempo a que lo juzguen y él,
sereno y distante, tumbado sobre un catre sin colchón, espera que venga un
abogado (tío del muchacho desde cuyos ojos se narra la historia), Faulkner de
pronto abre un paréntesis de veintitantas líneas para contarnos un morcillo
divertido que no tiene, en principio, nada que ver con lo que nos está
contando, un por cierto que narra
maravillosamente la historia del borracho alegre que empotró el coche contra un
escaparate y en vez de irse a un hotel a dormir la mona se empeñó en pasar la
noche en el calabozo. Tiene y no tiene que ver, porque el hombre era blanco y
estaba borracho de champán, y si eso mismo lo hubiera hecho un negro con una
carreta, si –pongamos por caso- el negro se hubiera emborrachado con whiskey
casero, lo más seguro es que nadie le hubiese invitado a dormir la mona en el
hotel, y desde luego que el mejor sitio para despejarse habría sido entre rejas
que lo protegiesen del dueño del escaparate y sus antorchas encendidas. El caso
es que lo en apariencia poco relevante para la narración, lo traído por los
pelos, por capricho narrativo, resulta ser la argamasa sobre la que se edifica
sin un gramo de grasa el sólido edificio del relato. Y todo esto, sobre todo
gracias a esa ausencia de comas, parece hecho sin premeditación de ningún tipo,
en esa vertiginosa lentitud con que Faulkner cuenta las cosas y distribuye los
detalles (el mondadientes de oro de Lucas Bauchamp, su sombrero despectivo),
esa presión que el desbordante conocimiento de la trama ejerce sobre el relato
y lo llena de tensión sin repetir nunca nada ni hacerse pesado ni dormirse en
la suerte.
Así sucede, más o menos, en las
primeras dos terceras partes de la novela, hasta que a Faulkner le da un ataque
Faulkner y los detalles precisos dejan paso a las lucubraciones, a esas
melopeas narrativamente gratuitas que es lo que luego más caló en España,
seguramente porque es la faceta de Faulkner que exige menos sabiduría
narrativa. Treinta años después de esta novela, que es del 48, aquí solo se
imitaban las audacias en materia de puntuación, pero no de trama. Se creía que
el método generaba el contenido, que la melopea producía sus propias metáforas,
y su sombra se extendió tanto que pronto –en los 80- ya se podía hablar en
España de una tercera generación de imitadores, es decir de escritores que en
vez de imitar a Faulkner directamente imitaban a alguno de sus imitadores,
sobre todo a Onetti y a Benet, y del primero aprendieron que a una novela
barata se la puede dotar de intensidad épica y del otro que un argumento
confuso admite mejor las hipertrofias narrativas y los rollos macabeos.
Intruso en el polvo tiene algo de los dos (es decir, tiene algo de
lo que los dos imitaron por separado de su autor). Es un western sureño,
bastante despojado de vericuetos argumentales, de trama clásica y sencilla: Lucas
Bauchamp es un anciano negro al que ven junto al cuerpo recién asesinado de uno
de los gemelos Gowrie, el más joven de una familia de muchos hermanos blancos y
salvajes que se dedican al negocio de la madera. Charlie, el chico blanco de
dieciséis años a través de quien se narra la historia, se siente en deuda con
él por haber contribuido al desprecio general de Lucas en la cantina, cuando le
arrojó al suelo unas monedas. Quiere enmendar su error y se acerca a llevarle
tabaco a la casa del alguacil, donde está esposado a la espera de que venga el
sheriff y se lo lleve de Jefferson o bien vengan antes los hermanos Gowrie
seguidos de una masa de gritos y antorchas para lincharlo, en una época en que
linchar a un negro estaba penado con la obligación de cavar su tumba, nada más.
El caso es que Lucas, sin dar más explicaciones, dice que él no ha sido, y pide
al chico que abra la tumba del fallecido, Vinson Gowrie, y sabrá la verdad.
Aparecen por allí una encantadora ancianita, la señora Habersham, que no duda en
sumarse a la expedición profanadora en recuerdo de un familiar de Lucas Bauchamp
que fue niñera suya, y otro muchacho negro que obedece y come en la cocina y oye
ruidos y teme que si son descubiertos el peor parado va a ser él.
Hasta aquí todo está
impecablemente narrado. Hasta aquí la ausencia de grasa. Pero luego resulta que
en la tumba no está Vinson sino Jake Montgomery, y que cuando por fin llega el
sheriff ni siquiera está dentro el cadáver de Jake Montgomery, aunque pronto
descubren que Jake está enterrado un poco más allá y en una deducción que dura
bastante menos que las, en ocasiones, un poco cansinas parrafadas lucubrantes,
llegan a la conclusión de que Vinson está debajo del puente, en las arenas
movedizas, y en un santiamén deducen que fue el otro gemelo el que mató a Vinson
y sobornó a Jake para que le ayudase a sacar a su hermano de la tumba (de modo
que nadie descubriese que no lo había matado con la pistola de Lucas) y después
del trabajito le machacó la cabeza con una piedra y lo metió en la tumba de su
hermano, etc. Se sabe eso y se sabe que todo era por estar robándose la madera
entre los propios hermanos. Lo malo es que todo eso se sabe en medio de un
monólogo entre alucinado y sermoneante (pero un poco a la manera de su imitador
de tercera generación Sánchez Ostiz en Bayona
bajo los porches, es decir, dando toda la pinta de estar diciendo mucho más
de lo que realmente se dice) que es como si se hubiera derramado una taza de
café sobre un mantel hasta entonces perfectamente hilado. Ya sé que los faulknerianos
de pro se extasían con esas melopeas, y no digamos sus imitadores, pero es tan
bueno el escritor que narra a la manera
clásica los dos primeros tercios de esta novela que cuando irrumpe como un
general sudista el renovador de la novela, el sureño lúcido, el mecanógrafo
veloz, uno echa de menos la perfección arquitectónica de que había disfrutado
hasta entonces, los magníficos diálogos, las brillantísimas descripciones, y
tiene la sensación de que, a esas alturas de la novela, la taza derramada no
era de café sino de whiskey. Soy más de Sartoris que de Absalom, qué le vamos a
hacer, y esta novela tiene un poco de los dos. Creo que si hubiera sido
parecida solo a una de ellas, a la que fuera, pero solo a una, me habría
gustado todavía más.
Estupenda reseña, Antonio.
ResponderEliminarBueno, pensándolo mejor, tu entrada va mucho más allá de la mera reseña...
Invita a leer la obra.
Un abrazo