23.10.13

Ochocientos años de surrealismo


Una película que cuenta ochocientos años de historia en poco más de una hora tiene que ser un buen ejercicio de síntesis para que se sostenga, y eso exige que convivan la frescura y el rigor, la agilidad y la exactitud. El cine de ficción tiende a sacrificar las proporciones de lo que cuenta en aras del resultado artístico, procedimiento de raíz antigua –helenística- que nunca se pasará de moda, pero el cine de divulgación histórica y científica no puede deformar las coordenadas.
               Teruel, una ciudad de frontera, el documental que se estrena mañana en el Maravillas, me sorprendió por lo bien que había sabido trenzar tantas y tan divergentes necesidades. En él se cuentan ocho siglos de historia de la ciudad y no solo no falta nada relevante sino que creo que es el canon del tipo de resumen que puede flotar en la conciencia colectiva. El guionista, Fernando Burillo, no deja en ningún momento de ser historiador, pero el realizador, Iranzo, tampoco de ser el cineasta de ritmo brioso y fluido. El uno escoge los hechos significativos, el otro alterna lenguajes visuales.
               Por la parte del guión, es de agradecer que huya de lugares comunes y generalidades, que ofrezca los datos precisos, los que se abastan para retratar el tiempo, pero también lo es que cuente la historia en sus proporciones. Siempre embutimos la Edad Media en una especie de siglo largo y oscuro, pero entre el siglo XII y el XVI, que es cuando los trabajos divulgativos empiezan a contar por siglos, pasó el mismo tiempo que entre el XVI y el XX. Siempre vemos la historia desde el presente, pero el ritmo narrativo de este documental, y sobre todo la forma de contarlo, hace ver las cosas en su debida proporción. El resultado es que las causas y las consecuencias parecen aguas del mismo río.
               Ese río es de aguas bravas. Iranzo ha usado recreaciones virtuales, figuraciones reales, planos superpuestos, entrevistas, actuaciones, paisajes y retratos, fotografías puestas en movimiento y secuencias de películas rodadas para la ocasión. El resultado es un espectáculo visual poco frecuente en los documentales de estas características, casi siempre sepultados bajo la coartada del rigor o desautorizados por sus licencias narrativas. No es el caso. Todo se termina antes de que pueda cansar, pero después de que haya sido bien explicado, algo que por otra parte dibuja la huella cinematográfica de Iranzo. Como montador le tiene alergia al detenimiento gratuito, algo que se agradece siempre, pero más en una obra de este género. A la inercia narrativa que se deriva de los hechos, casi todos espantosos, y al interés de la materia se suma este otro interés visual, el de la alternancia fluida de técnicas distintas, minuciosamente armadas, de la velocidad con que transcurre esta pieza de orfebrería documental.
               Porque tampoco era tanto de lo que se podía tirar. El arte se alimenta de limitaciones. La documentación visual, filmable, de la historia de la ciudad, por extraño que resulte, no da para una hora de película si se respetan esas debidas proporciones. No hay mucho donde rascar. Legajos, documentos, algún grabado. Pero no se puede construir un documental con imágenes de pergaminos, ni basta con la técnica del paisaje con figura, que ahora ya no se sostiene. En la acumulación de procedimientos que palían la escasez de documentación directa y en la sana negativa del director a abusar de las épocas mejor documentadas o de los testimonios agradables de escuchar, en medio de esas limitaciones es donde el artista debe brillar. Sin ellas, no solo no brilla, sino que ni siquiera es arte lo que hace. El espectador, al ver el documental, no me extrañaría que confundiese la exuberancia visual con abundancia de recursos, como si hubiera escogido lo mejor de muchas imágenes posibles, cuando la realidad es que ha tenido que construirlas casi todas porque no había casi ninguna.
               Y así es, un poco, el contenido del documental, la historia de Teruel. El título me gusta porque es verdad. Teruel era el far west de la Edad Media, una falla histórica, acostumbrada a los desastres, a los violentos movimientos tectónicos de soldados y aventureros que huían o avanzaban, que se escondían o retrocedían, donde siempre encontraban campo abierto para la batalla, en una tierra que ya nunca ha dejado de temblar y que de vez en cuando sufre los cataclismos de la condición humana. Las víctimas, invariablemente, siempre fueron sus habitantes, los que no iban ni venían, ni conquistaban ni defendían, los que se limitaban a vivir en una tierra peligrosa. Iranzo lo cuenta con esa resignada naturalidad con la que en Teruel se suelen resumir las cosas, con esa versión literal que por precisa toma rasgos de metáfora, cuando no de retranca: la escena de San Vicente sacudiéndose las zapatillas como Jaime Ostos es muy divertida, no menos que buena parte de las estupendas figuraciones, el gran acierto del documental, que nos deja hechos en la memoria pero imágenes en la retina: esa espada en el suelo, ese bautismo a la fuerza, ese desatado predicador. En esta película no se cuenta más de lo que sucedió, pero la impresión general es la de una imagen hermosa y dura, una cercanía en la penalidad, una lógica del conformismo y de la convivencia con los absurdos de la historia. Teruel se presta al surrealismo. Vista su historia en conjunto, yo creo que lo llevamos en la sangre.

1 comentario:

  1. La sala Maravillas abarrotada ayer en el estreno del documental. Cola para sacar la entrada. Aplausos cuando terminó la proyección. Buen guion de Burillo y magnífica realización de Iranzo. Destaca el montaje en el que apenas hay planos fijos, la cámara está en constante movimiento y se animan las imágenes estáticas. El resultado es una película fluida, que avanza sin trompicones.

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