Este puente
pasado anduve por la costa de Vizcaya, por ese mar bronco y grisáceo que en
días de lluvia es de un sentimentalismo telúrico. Me tira el norte. Durante muchos
años fui puntual, cada otoño, a algún pueblo entre el Baztán y el Bidasoa,
desde Irurita a Burguete pasando por el bosque de Irati. Esa parte navarra me
gusta más que la vizcaína, pero para el efecto que me produce viene a dar lo mismo:
en Navarra nunca dejo de pasar por Vera y hacerme una foto junto a la tumba de
Julio Caro, y cuando regreso me cuesta mucho no acabar leyendo Las horas solitarias de su tío, por ejemplo,
o alguna de las aventuras de Aviraneta. En este caso, en Bermeo, viendo el mar
romper contra las rocas negras, lo más lógico habría sido que al volver a casa
me enfrascase en Las inquietudes deShanti Andía, pero este año el dedo se me posó antes en la trilogía Tierra vasca y por exclusión, porque
no me apetecía en ese momento leer novelas dialogadas, llegué a esa maravilla
que es Zalacaín el aventurero, cuyas
primeras páginas me sentaron como le sentaría una copa de Vega Sicilia a un
alcohólico después de varios años de abstinencia. Estoy por beberme sus obras
completas, y luego empezar con el sobrino, hasta que aguante el hígado.
Porque
yo echo de menos ese tipo de novela. Zalacaín
lo leí, como casi toda mi generación, en el instituto, y no sé por qué motivo (supongo que por ese final un poco desmadrado) me dejé llevar tiempo después por la consideración de juvenil, poco seria, con que la crítica barojiana la ha
ido dejando en las baldas de más arriba. Y qué va, qué va. Tan solo la descripción
de Urbía con que se abre Zalacaín y
cómo cierra el plano hasta los personajes es un modelo no solo de construcción
narrativa sino, sencillamente, de una prosa castellana de primera categoría. La
descripción final del cementerio es alta poesía; la caracterización a través
del diálogo, de una precisión asombrosa. Hablo de los méritos que vamos ahora buscando
en una buena novela, no de cualidades pasadas de fecha. Es el entusiasmo narrativo,
la fruición romántica que sigue a Zalacaín, la emoción de los paisajes sin retórica,
la acción rápida, sin pesadeces reflexivas, el modo de dialogar, ese bueno que contestan los personajes y que
Cela supo ver y explotar. Mucho, pero mucho Cela hay en el Zalacaín, desde las congeries onomásticas a la nota breve, irónica
y desnuda; desde la poesía de la exactitud a la composición por manchas de
color: ahora una descripción sentida, luego una aventura, más tarde un diálogo
sustancioso; unas gotas de folletín aquí, un documento histórico allá.
A este respecto tengo una teoría
de andar por casa. La llegada de la máquina de escribir, el hecho
revolucionario de que los dedos alcancen la velocidad de la mente, ha engordado
la novelística contemporánea y la ha despojado de hechos, de acciones. Dejando
al margen la novela pulp, en las novelas que llamamos serias pasan muy pocas
cosas con respecto a la extraordinaria densidad narrativa de Baroja. En cada oración
simple sucede una cosa distinta. No hay más tregua narrativa que esos capazos
que de vez en cuando coge Baroja con algún personaje. Suceden cosas y nadie
está solo. El héroe, Martín, no se separa de su Patroclo, Bautista. Todo el
mundo se trata con consideración y en ese hablar tierno y escueto es donde Baroja
pone todo el sentimiento que los narradores modernos emplean cientos de páginas
en describir con sus veloces piruetas especulativas. No lo critico porque
también me gusta, pero, como ex redactor de folletines, envidio esa renuncia
casi ascética de Baroja por todo lo que no sea la pura narración.
Martín es el héroe de acción,
según repiten todos los manuales desde hace cien años en las primeras líneas.
Es lo que Cela llamaría el hombre sano, el que no se plantea más actividad que
la inmediata. No es culto sino astuto, y no se deja avasallar por el
pensamiento. Duerme en las condiciones más inciertas, ama como han amado todos
los jóvenes, pero no cae en agonías ni en lamentaciones. Cuando aparece otra más
guapa, se vuelve a enamorar, y cuando se le pasa la tontería tampoco se deja
devorar por las erinias. Es, quizá, el héroe salvaje, el vasco antropológico, y
nos cae bien. Charlaríamos con él porque sabemos que él no haría ascos, salvo
que empezásemos a dormirnos en la suerte. Zalacaín huye del aburrimiento, su
tío Tellagorri le enseñó a leer en las manos del monte, a disfrutar de lo que
disfrutan los hombres del campo, cantar zorcicos y jugar a la pelota vasca,
pero también a mantenerse siempre firmes, pasase lo que pasase, aun en ese
torbellino folletinesco con que Baroja remata la novela. Demasiados
reencuentros, pensábamos en nuestra juventud crítica, cuando ya se nos había
olvidado la primera vez. Sí, demasiado folletín, y esa es precisamente la
gracia, que la novela no abandona el encanto infantil de los días de gripe. Es
romántica precisamente porque no especula, porque nunca deja de narrar.
Aceptamos las bravuconadas baserritarras de Zalacaín (la toma de Laguardia, la
huida poco convincente del calabozo) porque ya lo hemos adoptado como héroe. A
Héctor el Atrida lo respetamos, lo tratamos con reverencia, pero a Zalacaín lo ajuntamos, no nos cuesta imaginarnos
junto a él. El propio Baroja cita la Ilíada,
a su manera, en la despedida de Zalacaín y Catalina, antes de que marche de
guía con el coronel Briones, pero Martín siempre va vestido de Josechu el Vasco
y nos produce la misma cercanía.
No, no es solo una novela juvenil.
Es eternamente infantil. Está sana como una dentadura de leche. Los personajes
nos enseñan a ser críticos y a distinguir a los imbéciles, pero todavía no se
han atracado de escepticismo. Los carlistas quedan a caer de un burro, y el sarcasmo
de Baroja no se deja de sentir, igual que la ternura. La novela juvenil es
aquella que solo se lee cuando uno es muy joven y tiene estómago para tanto tópico. Pero esta tiene la virtud de,
además, mantenerse en el tiempo gracias a su perfección narrativa y a esa pureza a la que en el fondo un lector aspira durante toda su vida. Es como si
dijésemos que La isla del tesoro es
una novela juvenil y nada más que juvenil. En cierto modo, yo creo que también
lo decimos. Ese es el problema.
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