La condición orgánica de la obra de Baroja (y de la de cualquier
buen narrador) hace que algunos personajes le salgan con tal grado de verdad que no solo se apoderan de la
novela sino que, como es el caso, determinan la siguiente. Al leer La dama errante da la sensación de que
Baroja hubiera emprendido una novela sobre el papanatismo de café que había en
el Madrid de la época en el momento en que Mateo Morral propuso una versión tangible
de la cháchara anarquista. El doctor Aracil es uno de esos fabricantes de
frases que abundaban en la época. Médico de prestigio gratuito, más basado en
la postura que en la ciencia, se divierte comandando sus tertulias de café,
donde “peroraba y lanzaba sus paradojas y sus frases brillantes”. Sus
procedimientos, por cierto, recuerdan bastante a los de Unamuno:
Uno de estos artificios [retóricos]
estribaba en una antítesis casi mecánica, en una oposición sistemática de un
concepto por el contrario. Se decía delante de él, por ejemplo: “Hay que dar
trabajo a los obreros”, y él replicaba enseguida: “No; lo que hay que dar es
obrero al trabajo”. “Hay que europeizar España”; él contestaba: “Hay que
españolizar Europa”. (…) Se le decía: “Habría que encontrar un medio de
ventilar bien el hospital”. Y él replicaba: “Lo primero sería ventilar bien las
conciencias”. Otro decía: “A los campos españoles les falta, sobre todo, abono
químico”. “Más abono químico les falta a nuestras almas, que están siempre en
barbecho”.
Cuántas
veces habré leído la idiotez esa de que la
historia de España se escribía en los cafés. En los cafés, esencialmente,
se perdía el tiempo. Por un Valle-Inclán genial que declamaba entre los espejos,
había cien inútiles que lo imitaban. Lo malo es que, de estos cien inútiles,
unos cuantos eran, como ahora, los que gobernaban el país. La idea inicial de
Baroja en esta novela me da por pensar que está concentrada en ese enfrentamiento
con el significado real de las palabras, no con su apariencia, en este caso con
el anarquismo:
Aracil era un anarquista, pero un anarquista retórico, un
anarquista de forma; no tenía esa tendencia apostólica y utópica, ese
entusiasmo por la vida nueva que han encarnado tan bien algunos escritories
rusos y escandinavos.
El que
sí la tenía era Mateo Morral, aquí Nilo Brul, un exaltado catalán que a Baroja
le cae bastante gordo. Este Nilo Brull, nos dice Baroja en el prólogo, “no es la contrafigura de Morral”, sino “la síntesis de los anarquistas que vinieron desde Barcelona, después de proceso de Montjuich, a Madrid, y que tenían un carácter algo parecido de soberbia, de rebeldía y de amargura”. Lo pinta, sí, con “tendencia apostólica”, pero también
con una neurastenia bien poco intelectual. La carta que deja escrita a su muerte
es un revuelto del Ecce-homo con los
idearios anarquistas que huele a caso clínico. Baroja había sido más
condescendiente con los anarquistas como Juan (una especie de Alejandro Miquis
revolucionario) en Aurora roja, pero
aquí Brull sirve solo para subrayar la inconsciencia palabrera de los
intelectuales de velador y la inconsciencia brutal de quienes toman las ideas en su estricto sentido, acaso, para ciertas ideas, el único coherente. Ni a
Baroja ni a nadie debió de hacerle ninguna gracia que el saldo del atentado
fuera los reyes vivos y veintitantos vecinos muertos. La brutalidad estaba en
la chapuza, y sobre todo en la defensa de la chapuza en nombre del ideal.
Aracil
nos presenta a Iturrioz, uno de los dos profesores de filosofía que tuve yo en
el instituto (el otro fue don Mariano Larios), y todo apunta a que Baroja nos
va a describir esa patética contradicción que debieron de sentir los plumillas
de la época cuando vieron que las palabras, en fin, podían seguir matando. Pero
la novela es de María, y lo que podría haber dado cuerpo al relato entero se
queda en un motivo: Nilo Brull acude a refugiarse en casa del doctor Aracil
(quien paga así sus bravatas anarquistas) y, como es poco probable que la
justicia le haga ningún caso, decide huir con su hija.
Baroja, que se informó de primera mano de lo mal que lo pasaron los anarquistas después del atentado, empalma con un viaje muy 98 a Portugal que hizo el propio Pío con su hermano Ricardo y con Ciro Bayo, una escapada que le da para describir la miseria económica y moral del campo español, para insistir en la cobardía de Aracil y para que la hija, una muchacha, emerja como una gran heroína, sensible pero resistente, cautelosa pero decidida, culta y lista, que no es lo mismo, y desde luego un ejemplo permanente para el pobre hombre que es su padre.
Detrás dejan personajes admirables: el primo Venancio (que reaparecerá en La ciudad de la niebla), el noble guarda de la Casa de Campo, Isidro, el propio Iturrioz o un periodista inglés, Tom Gray, que le tiende los cabos necesarios para armar la siguiente novela. Y la huida, cómo no, le da a Baroja para dedicarse a su deporte favorito: describir caminos de cabras, casas destartaladas y tipos curiosos, vagabundos, señoritos sentimentales (ese muchacho que parece sacado del Quijote). Hay –breves- descripciones de la sierra de Gredos que competirían en belleza con las de Unamuno, y pasajes nietzscheanos que seguro que encantaron a Solana, como el relato de la muerte del caballo, escrito con esa emoción que solo nace del respeto.
Baroja, que se informó de primera mano de lo mal que lo pasaron los anarquistas después del atentado, empalma con un viaje muy 98 a Portugal que hizo el propio Pío con su hermano Ricardo y con Ciro Bayo, una escapada que le da para describir la miseria económica y moral del campo español, para insistir en la cobardía de Aracil y para que la hija, una muchacha, emerja como una gran heroína, sensible pero resistente, cautelosa pero decidida, culta y lista, que no es lo mismo, y desde luego un ejemplo permanente para el pobre hombre que es su padre.
Detrás dejan personajes admirables: el primo Venancio (que reaparecerá en La ciudad de la niebla), el noble guarda de la Casa de Campo, Isidro, el propio Iturrioz o un periodista inglés, Tom Gray, que le tiende los cabos necesarios para armar la siguiente novela. Y la huida, cómo no, le da a Baroja para dedicarse a su deporte favorito: describir caminos de cabras, casas destartaladas y tipos curiosos, vagabundos, señoritos sentimentales (ese muchacho que parece sacado del Quijote). Hay –breves- descripciones de la sierra de Gredos que competirían en belleza con las de Unamuno, y pasajes nietzscheanos que seguro que encantaron a Solana, como el relato de la muerte del caballo, escrito con esa emoción que solo nace del respeto.
El
propio Baroja creía que esta novela le había salido como “una tela
impresionista”, una obra “poco serenada”, es decir, armada con rapidez en torno
a materiales en principio heterogéneos. Pero en el fondo se trata de su
principal virtud, la ausencia de premeditación, el encomendarse a la novela,
más que escribirla, y crear un personaje, María Aracil, tan estupendo que
casi exige otra novela para ella sola, como en efecto sucedió, y nosotros que
la leamos.
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