Solemos
hablar del prólogo a La nave de los locos
en el contexto de las discusiones de Baroja con Ortega y Gasset sobre el arte
de novelar, pero casi nunca con respecto a la novela que encabeza, una curiosa
obra en la que resulta difícil decidir si es una muestra deliberada de “novela
séptica”, como dice el narrador, “permeable”, como dice Baroja en el prólogo, o
si el prólogo se escribió para justificar el libro que le había salido.
Desde la
perspectiva de hoy es una obra fallida. El primer tercio de la novela, algo más
larga de lo habitual, está dedicado a la búsqueda romántica de Chipiteguy, que
terminó Las figuras de cera
secuestrado por unos maleantes que querían el dinero de las joyas. La moza
intrépida en busca de su abuelo, acompañada del ya no tan miedoso Alvarito. Las
primeras páginas suenan a novela juvenil: “Pasada la primera impresión del
accidente, los dos muchachos se echaron a reír, recordando con detalles la
escena. Manón se encontraba satisfecha de tener un compañero valiente y
decidido, como Alvarito, y éste comenzaba a sentir cierta confianza en sí
mismo, confianza que jamás había sentido”. Se refiere al accidente de un sátiro
de tebeo que se juntó con ellos y que a las primeras de cambio se tiró al
cuello de la muchacha (que iba disfrazada de muchacho).
Pero
pronto la cosa se pone interesante. Baroja crea un gran personaje, Manón, y
acompaña a ella y a Alvarito con otro personaje aún más interesante, Ollarra.
El problema es que, una vez que los ha desarrollado, da la impresión de que se
cansa de ellos, y a Manón la manda a un colegio en París y a Ollarra a un
paredón.
Álvaro se
echa con ella a los caminos por un impulso romántico en el que cuadran los
acontecimientos históricos como presenciados, no relatados por algún personaje.
Se trata de que juntos contemplen las deshechuras de Espoz y Mina y
Zumalacárregui, o el asedio de Diego de León sobre Belascoáin, de que vivan en
el frente y conozcan a la soldadesca. Álvaro, entre tanto, se inflama de amor,
como corresponde, aunque en Manón siempre queda “como un último baluarte
irreductible, independiente y caprichoso”. Manón nos había recordado Natalia, la
amiga de María Aracil en Londres, en La
ciudad de la niebla, entusiasta y decidida, apasionada y vivaracha. “¡Las
ideas!”, dice, cuando Alvarito trata de encontrarle sentido a los desastres de
la guerra, “a cualquier tontería llaman los hombres las ideas”.
Pero Baroja nos sorprende con ese
buen salvaje que es Ollarra, un vasco silvestre, uno de esos personajes tan
agradecidos que no necesitan más que los dejen sueltos por el campo. Ollarra es
un muchacho “alto, fuerte, rubio, con el pelo dorado, la cara larga, los ojos
claros, grises, y el aire serio…. Se veía un mozo atrevido, enérgico,
despreocupado y valiente. Sonreía, a veces, mostrando su dentadura, blanca y
fuerte, de mastín”. “Era el ímpetu, la imaginación sin freno, el orgullo
desatado. Sentía pasión infantil por la aventura, no acompañada de la menor
reflexión; creía que con valor y energía todo debía salir bien. Su credulidad y
confianza en sus recursos, ilimitada, sin contrastar con los demás, le daban
ideas no muy claras sobre los hombres. En parte les temía y en parte les
despreciaba.” “Siempre independiente y salvaje, con su humor extraño y
vagabundo, andaba de un lado a otro cazando y merodeando, y volvía de noche a
casa a dormir, como un perro”.
Como personaje no hay duda de que
es estupendo, ¡sobre todo si Manón se enamora de él! Manón ve en Ollarra un “joven
salvaje, guapo, fuerte, valiente, decidido, sin miedo a nada y a nadie, a quien
cualquier empresa le parecía posible, le atraía. Le veía, además desdeñoso para
todo cuanto fuese sentimentalismo… Era una naturaleza indisciplinada y rebelde
como la suya, más pura en su salvajismo, menos contaminada por la civilización.”
Es lo
que se llama un estupendo primer acto: el joven romántico se arroja a la
aventura con su amada, en un tono que me recordaba el de La batalla de los Arapiles. Pero al introducir a Ollarra, al vasco
antropológico, Manón siente querencia hacia él y sus canciones de dulce melodía
y bárbaro contenido igual que Natacha sabía los bailes populares rusos sin que
nadie se los hubiera enseñado. De paso, el tontaina de Alvarito se despierta a
bofetadas. Baroja ha tirado de Merimée en el momento preciso, pero no con un
picador malencarado sino con un vasco primitivo.
Pero
Manón no es Carmen. Le atrae la verdad de Ollarra, y le deja fría la cultura de
Alvarito. Los hombres como Alvarito (o como Baroja) nunca terminaron de
entender que a mujeres tan despiertas y atractivas como Manón les atrajesen los
malotes, en este caso, además de malote, con una misantropía de perro apaleado.
La
novela tiene un primer momento crítico que es cuando están, prisioneros, en Puente
la Reina. No les va a ocurrir nada. Los llevarán a Pamplona y después los
soltarán, pero Ollarra decide irse por su cuenta. Lo detienen y lo fusilan. En
ese momento se ha roto el plan. A Manón se le ha ido su macho euskaldún. Ya no
hay dramas ni celos ni rivalidades. Ese asunto, antes de rematarlo, antes
incluso de desarrollarlo, ya queda zanjado. Baroja ni siquiera contemporiza
narrándonos la liberación de Chipiteguy, que de pronto ya ha aparecido porque
surtieron efecto las gestiones de Gabriela la Roncalesa. El viaje de Álvaro y
Manón no ha servido para nada. Baroja remata su historia subiéndolos también a
la nave de los locos, con la compañía inestimable de Pamposha, la de Jaun de
Alzate, que aquí se llama Prudenschi, pero es la misma, “una mujer nacida para
reír”.
“Aquella
Prudenschi, tan loca, tan ingenua y, al mismo tiempo, tan desvergonzada; papá Lacour,
con sus extravagancias; Manón, coqueteando con todo el mundo; el austríaco,
quejándose de los dolores en la pierna ya cortada, y Ollarra, tan salvaje, tan
independiente y tan sombrío, daban a Alvarito la impresión de que seguía
viviendo en pleno carnaval grotesco y zarrapastroso, cuyas figuras eran dignas
de ocupar un lugar dentro de la nave de los locos.”
En las
últimas novelas hemos encontrado casos parecidos. Baroja se olvida de sus
MacGuffins. No se nos da una explicación sobre qué sucedió al final con las
joyas sagradas de la novela anterior, y ahora la liberación de Chipiteguy se
ventila en tres líneas. Es evidente que Baroja ha renunciado a la acción, a
seguir narrando acciones. El propio Chipiteguy ha perdido las ganas de contar
su aventura. “¿Qué iba a hacer él ya en la vida? No tenía esperanza alguna. Ya
no podía aspirar más que a la tranquilidad, al reposo, a vivir sin angustia”.
Alvarito,
como es normal, se queda hecho polvo, y Baroja decide dar por concluida su
aventura romántica y sustituirla por un remake
de Camino de perfección. Alvarito “comprendió
por instinto que el andar, el deambular, el dejar de ver el sitio de sus
amores, le curaría seguramente de sus penas”. Pero este Werther vascongado, en
vez de luchar por su amada o lanzarse a la batalla sin aprecio por su vida, se
dedica a escribir páginas memorables del 98. El viaje de rehabilitación de Alvarito
le llevará por Vitoria, Miranda, Burgos, Lerma, Gumiel de Izán, Aranda,
Sepúlveda, Ayllón, Atienza, Almazán, Medinaceli, Sigüenza, Maranchón, Molina,
Orihuela del Tremedal, Albarracín, Teruel, Salvacañete, Cañete, Cuenca,
Granada, Motril, Málaga, Madrid, y todo porque su abuelo, que vive en Cañete,
se ha muerto y quizás haya dejado algún dinero para el insaciable Francisco
Xavier Sánchez de Mendoza, padre de Alvarito.
La cosa
huele a empalme. De vez en cuando da una lista de atuendos típicos, o aparece
un arriero que habla del carlista Balmaseda, un cura que admira a Cabrera y
justificaba las monstruosidades que cometió por aquellos pueblos, un saludador
que cuenta una historia de soldados bandoleros, un tejedor de Albarracín que
reflexiona sobre España o el mismo Aviraneta que de pronto se entrevista con el
cura Merino. Pero ya no hay acción narrativa sino, otra vez, acción descriptiva.
Salvo la fuga de Cañete, donde no hemos sentido que estuviera tomado por las
tropas, a pesar de que tome la palabra el capitán Barrientos, el resto va
progresando de manera heterogénea. Baroja entremete un artículo sobre las
pensiones españolas que tiene un tono completamente distinto, más propio de La caverna del humorismo que de esta
novela, y una preciosa descripción de un día entero por el campo castellano, un
clásico de las descripciones barojianas y documento imprescindible del 98, y
eso que ya estamos en 1925.
Algunas
alusiones a las figuras de cera o a la nave de los locos y el tono general de desolación
y de miseria le van dando cohesión al libro, y las breves y esporádicas
apariciones de Aviraneta. Baroja, al principio, hilaba con cuidado sus intervenciones
para decorar la novela de acontecimientos históricos, de la República de
Vasconia del general Maroto y de la quema de las mieses ordenada por Espartero.
Sigue con su Simancas, sus documentos comprometedores, esa bomba de papel con
la que piensa destrozar los ánimos y el temple del ejército carlista. Da una
idea del tono aventurero con que había empezado la novela esta escena que ahora
nos parece de comic, y que solo si se tratara de un pastiche reproduciría un
autor actual: “Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el
puente, y al llegar a la orilla española se echó a reír. Había entregado al
comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente atados y
sellados, pero no los documentos del Simancas”.
En la segunda parte, ese largo
viaje por la España desesperante, ya no hay escenas de tebeo. El pesimismo
desacredita cualquier salida folletinesca. Baroja habla de dolor, de enfermedad,
de cainismo, de guerra. Y al mismo tiempo es una cura, la misma que se aplicó
Fernando Ossorio: “A medida que andaba y trajinaba, Alvarito notaba dos
efectos, muy importantes para él: soñaba poco y pensaba menos en sus penas. No
era, naturalmente, la curación, pero sí el apaciguamiento, especie de insensibilidad
en su herida, que se le producía al perder el espíritu su concentración; al
esparcirse en la naturaleza y al preocuparse por los mil detalles del camino”.
Esos detalles, por lo que a mí
respecta, resultan más curiosos cuando llegan a Albarracín, donde lo reciben
unos cuantos tipos barojianos, en un momento de la novela en el que da igual
que se detenga o que siga, porque ya no añade nada sustancial.
Todo aquel campo tenía un aire desolado como pocos;
era una tierra de anarquismo cósmico, bronca y maravillosa; un paisaje para
aventuras de caballeros andantes; despoblado, desierto, sin aldeas, con
barrancos dramáticos, llenos de árboles, con cuevas sugeridoras de monstruos y
endriagos. la tierra de las proximidades de Albarracín, según dijo el profesor,
se iba haciendo cada vez más fría, sin saber por queé, y la viña desaparecía
paulatinamente de los contornos.
La descripción de Teruel, de la
ciudad desde el tejado de la catedral, del artesonado (tapado por una bóveda,
que había que ver con una vela) o de la plaza del Mercado son cuatro pinceladas
de acuarela, pero no una descripción sostenida, poco habituales, por otra
parte, en la serie de Aviraneta. La gran descripción de los campos de Castilla
de este libro es hasta cierto punto excepcional.
El final en Granada, con ese otro
sátiro (que desde aquí chirría), y luego en Madrid, otra vez en la pensión, es
un poco desangelado. La novela está en ese punto barojiano en el que se puede
seguir sacando tipos curiosos y nombres de pueblos con arrieros que cuenten
alguna bestialidad del general Cabrera. Baroja se detiene como podría haberse
detenido antes o después.
Pero decir que esta novela es un
empalme, un refrito, no creo que sea crítica desde el momento en que es eso lo
que Baroja reivindica en el prólogo. Quizá quiso contrastar la fogosa primera
parte con un largo paisaje abandonado. Quizá solo pensó hablar del abandono, de
la soledad y de la huida, pero el prólogo se le desarrolló hasta quedar en un
proyecto de novela que se interrumpe. Quién sabe.
Lo que sí es cierto es que hoy en
día nuestros criterios de unidad de acción no admitirían un maridaje como este.
El hecho, por ejemplo, de que en la primera parte se narre la guerra en directo
y en la segunda las relaten los personajes que se van encontrando por el camino
da idea de que Baroja no quería seguir por donde iba. No acometió la escapada
de Chipiteguy ni profundizó en el triángulo amoroso, ciertamente, pero sería un
defecto si no estuviera hecho tan adrede. El adrede de Baroja es continuar,
seguir escribiendo, no mirar atrás. A veces escribe una novela en tres libros y
otra dos novelas en un libro, como es este caso, o bien una en un libro y medio
y otra solo en medio, que también lo es. Baroja produce un chorro de literatura
que se comercializa en bidones de doscientas páginas. Quejarse de falta de
unidad no tiene sentido.
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