Los confidentes audaces es una novela escrita sin ganas. En
principio es el relato de un cínico, Jesús López del Castillo, Rostro pálido, un intrigante sin
escrúpulos que resulta ser la mar de majo, y que cuenta a Aviraneta sus
aventuras a través de los libros de historia que ojea el autor. Baroja no se
molesta en que el confidente sea, además, fidedigno: una noche escuchó en un
patio oscuro a dos masones que se preguntaban por la contraseña para la
siguiente reunión, y a partir de entonces, en un abrir y cerrar de ojos, el tal
López del Castillo ya está intrigando a dos bandas y con las altas esferas
cristinas. No es que necesitemos más datos históricos, porque de eso la novela
viene cumplida, sino que a Baroja no le ha apetecido dar más cuerpo a la escena
y más sentido a los hechos. De vez en cuando subraya el cinismo del narrador
con una carcajada siniestra que es el ritornello con el que se rematan sus más
crudas observaciones, pero eso no es suficiente.
Se diría que Rostro Pálido tiene
ese arranque provocador y sin sentimientos que tenía César Moncada, esa
inmoralidad de honestos fines, sobre todo el de sobrevivir. Por su relato pasan
telegráficamente momentos que treinta años atrás daban a Baroja para escenas
potentes y conmovedoras. Aquí, de vez en cuando, sale una voz de cascarrabias,
más que de mala persona, y Baroja da la sensación de que recoge no solo todo lo
que le viene a la memeoria (hay mucho reciclaje en este libro) sino incluso lo
que le viene a la mano, al comentario de café mientras estaba descansando de
escribir. Se empeña en no desarrollar nada, y si tuviéramos humor para volverla
a leer notaríamos las costuras de los días, cuándo acabó una historieta y se
fue a dormir, cuándo dejó a un personaje y bajó a la gran cocina de Itzea, a
comer con la familia. En los días de mal
humor, el cinismo de López del Castillo adquiriría el tinte del viejo
misántropo, y en los días de buen humor recrearía páginas de cuando era joven.
En sus dos primeros tercios,
hasta que el narrador llega a Morella, la novela es un hilado de chascarrillos
barojianos, personajes de almoneda, entre fantásticos y miserables, como el
Saturno ese, medio alquimista, medio trapero. Uno se imagina a Baroja
empalmando barojianismos mientras piensa en otra cosa, dando por buena
cualquier nueva asociación, siempre y cuando luego, al leerlo, siga fluyendo, y
en eso hacía décadas que era un maestro. El personaje está concebido con
arreglo a su humor y, como hiciera en Shanti
Andía con Ichaso, para descargar al protagonista (entonces Shanti, ahora
Aviraneta) de opiniones demasiado comprometedoras o puntos de vista demasiado
crudos, aquí Baroja se esconde en personajes secundarios y suelta bilis para
que, muchos años después, los buitres le piquen las entrañas. No copio el fragmento
de las mujeres gordas (V, 565-566) para no dar de comer al hambriento, pero sí
la conclusión a la que llega López del Castillo: “La vida, en general, es una
bazofia maloliente y poco apetitosa. Se come de ella porque se tiene apetito,
no porque sea buena ni agradable.” Y eso que López tiene, como buen cínico, el
ramalazo decadente:
-¿Qué quiere usted? Yo soy español, y, a
pesar de que me parece perjudicial, tengo un amor oculto por lo negro, por lo
sombrío, por lo misterioso; me encantan las sacristías con Cristos sangrientos;
me gusta ver las monjas, los frailes, los cortesanos, y hasta tengo simpatía
por los mismos carlistas.
Un poco más adelante, Baroja
resume las migas que se han ido cayendo entre tanta aventura fugaz:
Se veía que el conficente tenía la
voluptuosidad del peligro. no era, sin duda, un hombre de valor a la manera de
los tipos impulsivos. Tenía un valor frío, sereno, le gustaba asomarse a los
abismos como si el vértigo le atrajera (…). Había en el confidente un fondo de
audacia, de atrevimiento, cierta imaginación, cierta fantasía, y un sentido
grande de la intriga, con una frialdad y una serenidad verdaderamente extraordinarias.
Para él, las cosas de la vida eran muy cómicas, aunque pareciesen tristes, y lo
mismo se le antojaba risible que uno llorase por una desgracia imaginaria, como
que se lamentara por tener una herida mortal en el vientre.
El problema es que sus historias,
contadas tan a la ligera, hecho todo tan sin esfuerzo, parecen tan solo
producto de la cierta fantasía.
Baroja, al extremar la rapidez de las peripecias (en cierto modo, al someterlas
a su proporción oral), no consigue la mímesis suficiente para que la cosa cree
su espacio propio. Es Baroja metiendo cuentas en el sedal de la prosa, pero no
un auténtico collar.
Baroja escribe esta novela en
1930. Desde el principio de la lectura sentí por la novela un desapego parecido
al que me invadió en Los visionarios,
escrita poco después. La técnica de la disgregación se lleva por delante la
novela misma. Sigue siendo entretenido, pero la suma de entretenimientos no
está lejos de aburrir, una lección que nunca aprendió Cela, quien casi desde el
principio fio la calidad de la novela a la perfección de las cuentas, no a la
forma del collar, que casi siempre resultaba una cosa plana y barajable.
El caso es que, a las ochenta páginas
del comienzo, Baroja mismo se cansa del relato de López del Castillo (la vida
de cualquier aventurero, contada sin detalles, es un rollo) y se va de viaje
rumbo al Maestrazgo, a narrar los estertores del carlismo, a conocer a Cabrera.
La historia del confidente acabará como en la anterior novela no acabó la de
Hugo, que al final no se fue al extranjero con Susana. Aquí Jesús, el cínico,
sí se va con Marieta, dejando a sendos cónyuges plantados después de la muerte
de la niña, en una escena de mucha más intensidad que la media, pero reciclada
de otras novelas, si bien sirve de resumen de la trayectoria moral del
personaje:
Mientras se luchaba en Morella de este
modo, Marieta y yo cuidábamos de la niña enferma, que ya se nos moría.
Preocupados con ella, no pensábamos en los cañones ni en los tiros.
Es cosa estraña la vida. No se conoce
uno a sí mismo. Para mí mis sentimientos constituyeron una sorpresa. hasta la
época de mi matrimonio me había tenido por un hombre sensible; luego, cuando me
metí en los asuntos de espionaje político, me creía un cínico, un desalmado
capaz de cualquier brutalidad, y después, en este pueblo, comencé a sentir por
aquella chica enferma, desconocida, el cariño de un padre.
Estaba tan preocupado con ella, que no
pensaba en otra cosa.
El resultado es que su viaje al
Maestrazgo, al sitio de Morella, cambia por completo el tono (ya hay narración que
contar, no solo anécdotas e hilaturas históricas) y da la sensación de que es
un añadido para que esas primeras ochenta páginas tomen forma de libro.
Teniendo en cuenta que la siguiente novela, La
venta de Mirambel, también forma parte del viaje, aunque cambie de
narrador, uno piensa si no debería haber publicado la historia de Jesús López
como novela corta y haber agregado este final al siguiente libro, con lo que,
de paso, habría alcanzado la proporción habitual y además tendría una unidad
que así yo creo que no tiene. Esta sola suposición ya da idea de que Baroja
termina su serie de Aviraneta con un inventario del material sobrante, casando
cuentas disparejas, lo cual, con una perspectiva amplia, es un ensombrecimiento final de la serie, un
irse muriendo la novela entera.
En todo caso, teníamos muchas
ganas de llegar a Morella por ver cómo resolvía las escenas de asedio y, sobre
todo, por las descripciones de la zona. Lo del asedio, otra vez, decepciona un
poco por su brevedad. Hay buenos detalles (la metralla de las piedras
venerables, el hundimiento del puente sobre el foso) pero es inevitable
acordarse de Galdós, de la sarcástica Zaragoza,
de la tremebunda Gerona, es decir,
tomarlo como centro del relato, no como anécdota. Baroja carga un poco los
pinceles de bermellón pero enseguida sigue con sus viejos anticuarios. No ha continuado
con el asedio porque se hacía hora de comer.
Dejemos eso. Voy a ir copiando
aquí algunos fragmentos de esas descripciones del Maestrazgo. En los artículos
sobre el paso de Baroja por Teruel se suele ir directamente a La venta de Mirambel después de La nave de los locos, y estas otras
descripciones, con cierta frecuencia, pasan desapercibidas, o se atribuyen
mecánicamente a la otra novela. En cualquier caso, siempre se cita el primer
párrafo tan solo.
El Maestrazgo es una comarca aislada; en
realidad, independiente de Valencia y de Aragón; es como una plataforma alta,
erizada de montes como conos truncados, verdaderos castillos naturales, limitada
por los antiguos reinos de Cataluña, Aragón y Valencia, y extendida hasta el
Mediterráneo.
Este macizo montañoso forma un polígono
de montes y de cerros elevados, casi todos áridos, y de algunas llanuras
fértiles y templadas inclinadas hacia el mar. Todo el territorio perteneció,
según parece, antiguamente a la orden militar de Montesa.
Los altos de Maestrazgo están truncados
en su cima, y presentan en ella una meseta horizontal. A tales montes se les
llama en el país muelas.
Estas montañas truncadas, aisladas unas
de otras, tienen entre sus bordes y anfractuosidades cornisas con veredas, que
se comunican y pasan por encima de precipicios profundos.
Las muelas ofrecen paredes cortadas a
pico inescalables, y sus veredas no pueden permitir el paso a tropas numerosas.
Este sistema de montes, levantados en
escalones, forma un verdadero laberinto difícil de conocer, y permite a una
partida el acercarse al mar sin gran peligro, el invadir las tierras de Aragón
y de Valencia y el correrse hacia Cataluña, y de aquí a la frontera francesa.
Es fácil para el conocedor de este país
rodear a un enemigo y atacarlo por la espalda; así ocurrió muchas veces a
tropas bisoñas, que se encontraron a retaguardia con el contrario, a quien
pensaban tenerlo de frente.
El Maestrazgo es un país seco, árido,
frío; pero, sin embargo, tiene recursos para su población. Es un país de
guerrilleros. La colina cercana al mar es la que ha dado en España, lo mismo
que en el Mediterráneo que en el Atlántico, más abundancia de guerrilleros. Si,
además de estos elementos, colina y mar, se añade la frontera, entonces brotan
los guerrilleros como la grama en los jardines.
La colina en el maestrazgo no es tan
baja para podérsela llamar cerro ni tan alta para tener categoría de monte; por
eso se le llama muela. Casi todas estas muelas son calizas. Algunas de sus
vertientes, de suave declive, están enmarañadas de matorrales, con encinas y
pinares; pero la mayoría se encuentran peladas, desprovistas de vegetación, con
paredones cortados a pico, que muestran sus entrañas rocosas, rojas y
amarillas.
El monte más elevado de todo el
Maestrazgo es Peñagolosa, ya bastante al sur de Morella, monte que parece
atalaya del país, con un pico erguido, alguna vegetación y grandes escarpaduras,
derrumbamientos y precipicios.
Esta montaña, la mayor de la comarca, no
es precisamente estratégica.
Los ríos del Maestrazgo, llamados allí ramblas, van casi siempre secos, tienen
el aire de los cauces del norte de África y se convierten en torrentes en
algunas épocas de lluvia. Entonces hay avenidas y mucho lodo en los caminos.
El Maestrazgo es una región poco
poblada. Morella, la capital, está en un circo de montes. En los alrededores de
este pueblo se cultivan cereales, legumbres y algunos frutales. Antes había una
industria importante de mantas; pero con la guerra decaía, e iban aminorándose
el número de telares.
La muela más alta de las próximas a Morella
es la Barumba o Garumba; en el pueblo se habla mucho de ella, como si de sus
cimas llegara el viento frío y helado.
Hacia el lado del mar, el Maestrazgo
toma otro carácter que en Morella; se ven muchos olivos y algarrobales, y la
zona pierde su carácter adusto y su valor estratégico.
Yo creo
que si un escritor sabe describir bien lo demás lo tiene chupado. Esta descripción
perfecta todavía conserva el impulso lírico que Baroja exhibía treinta años
atrás, y que procede, sencillamente, de saber colocar los tecnicismos en su
sitio. Baroja utiliza mucho una forma de periodo clásico, la más sencilla, con
anticadencia y cadencia compensadas:
Este sistema de montes,
levantados en escalones,
forma un verdadero laberinto difícil de
conocer,
y permite a una partida el acercarse al
mar sin gran peligro,
invadir las tierras de Aragón y de Valencia y el correrse
hacia Cataluña,
y de aquí a la frontera francesa.
Este leve subir y bajar de la
prosa tiene siempre en cuenta que cada escalón es un verso, y con frecuencia
genera poemas claros, sonoros, profundos:
es como una plataforma alta,
erizada de montes como conos truncados,
verdaderos castillos naturales,
Este macizo montañoso forma un polígono
de montes y de cerros elevados,
casi todos áridos,
y de algunas llanuras fértiles y
templadas
inclinadas hacia el mar.
Estas montañas truncadas, aisladas unas
de otras,
tienen entre sus bordes y anfractuosidades
cornisas con veredas,
que se comunican y pasan por encima
de precipicios profundos.
Casi todas estas muelas son calizas.
Algunas de sus vertientes, de suave
declive,
están enmarañadas de matorrales,
con encinas y pinares;
pero la mayoría se encuentran peladas,
desprovistas de vegetación,
con paredones cortados a pico,
que muestran sus entrañas rocosas,
rojas y amarillas.
La descripción es, en prosa, lo
más parecido a un poema, porque además te garantiza estar sometido al símbolo
poético, no a la formulación abstracta o metafórica del sentimiento del poeta. Te
obliga a decir cosas, a nombrar objetos, como en la poesía antigua, a elevar la
realidad a melodía. Con estos fragmentos de prosa, sin cambiar mucha cosa,
Machado ya tenía un buen poema. Las metáforas ocurrentes son moneda barata, a
fin de cuentas juegos de palabras, que sirven para caracterizar, no para decir,
porque no dicen nada. La realidad está ahí para pintarla o describirla, hurgar
en la esencia de lo que es, no de lo que parece, ordenar los adjetivos que más
exactamente la describen de manera que despidan el aroma de lo que significan,
aclarar de aes y oscurecer de oes, según el lado del monte que estemos mirando.
La descripción de Morella que aquí
empieza suele nombrarse como el punto fuerte de este libro, y desde luego ha
ahorrado mucho dinero en creativos de publicidad turística. Baroja es lo que
tiene, que aunque viaje huido, disfrazado de aldeana, en un carro con una mula
tiñosa y perseguido por los enemigos, cuenta las cosas igual que las escribió
en su memoria cuando fue a visitarlas, y su audacia consiste en no abandonar
nunca el punto de vista del viajero que fue Baroja, no del fugitivo que es su
personaje. Eso para el turismo viene muy bien.
A poco de terminar el libro, de
rematarlo con el zurcido de las fugas amorosas, hay otra descripción
interesante, muy poco citada:
Este trozo de país desde Alcañiz hasta
Zaragoza me pareció, en su mayor parte, un verdadero desierto polvoriento.
Era un país formado por cerros ocres,
rojos y grises, calcinados por el sol, de color de ceniza; daba una impresión
de tierra violenta y convulsa, polvorienta, ruinosa con sus pueblos amarillos, construidos
con adobes de color miel; con algunas torres mudéjares de ladrillo, con
tracerías decorativas. En el aire volaban los cuervos en bandadas. Las águilas
se cernían en las alturas, y las urracas marchaban con su vuelo bajo. A veces
cruzaba, rasando la tierra, una pesada avutarda.
Me daba una sensación extraña el pensar
que se podía estar en un país todavía en guerra en un sitio tan desierto, en donde
se andaban tres y cuatro leguas sin encontrar un pueblo ni un habitante.
Yo me figuraba que aquella tierra debía
parecerse a Palestina. El campo se veía amarillento y blanco, con algunos
registros en las acequias, como grandes colmenas encaladas; los pastores, con sus
rebaños, corrían por los terrenos poblados de tomillares y romerales y se extendían
los barbechos amarillos, áridos y sembrados de piedras.
Llegamos a Hijar, pueblo grande,
calcinado por el sol. Cerca de él, en la Puebla, Quílez había fusilado años
antes a veintisiete nacionales de Samper y de otros pueblos.
En las puertas de las casas de Hijar se
veía mucha gente: hombres gruesos, con el pañuelo en la cabeza y el calzón
corto, tipos de cara roja e inyectada; otros, flacos, renegridos, y una gran cantidad
de mujeres y chiquillos.
En todo el día nos cruzábamos con tres o
cuatro carromatos, con las mulas cansadas y medio dormidas. Cerca de Azaila
vimos un hombre joven, moreno, que llevaba una piara de gorrinillos negros.
Pasado Azaila tomamos la dirección de
Fuentes de Ebro, y en el camino, el tío Quico dijo:
—Este año no ha habido aquí ni moscas.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—No ve usted que no tienen qué comer. No
ha llovido por aquí, y no ha habido nada.
Me chocaba mucho la extensión de la
tierra improductiva.
En el campo se veían muchas casas de
adobe y con parte de las tapias de la vivienda o del corral caídas.
Le pregunté la causa a nuestro arriero;
pero él no supo contestarme.
Me temo que este párrafo no pega
demasiado con las guías turísticas, y debería, porque no es frecuente esta asociación
bíblica del Bajo Aragón ni este óleo tan brillante. Es difícil no acordarse de
la impresionante descripción de los alrededores de Toledo en Camino de perfección, y yo creo que está
a su altura, incluido ese añadido tan 98, y porque no hemos querido copiar más,
porque la siguiente escena del tío Quico (V, 627) dice mucho del carácter del
lugar.
Baroja termina esta novela
satisfecho, imagino, de su musculatura descriptiva, y con mucho material aún, y
acaso el más interesante, para reunir sus acuarelas en un libro, La venta de Mirambel, que ya he leído un
par de veces (una para Fabricación
Británica y otra porque en Teruel esta novela es de obligada lectura) y sé
que voy a pasármelo bien.
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