Entre las novelas dobles
de Pío Baroja, las que ocupan dos volúmenes, hay otra que se me había
pasado por alto: Humano enigma y La senda dolorosa, ambas centradas en la
siniestra figura del Conde de España, que fue algo así como el Queipo de Llano
del absolutismo primero y del carlismo después. La primera, Humano enigma, con Aviraneta casi
ausente (se limita a encargar al principio a un francés y un inglés que recojan toda la información posible
sobre el conde), podría muy bien haber formado otra trilogía con Juan van Halen y La vida de un conspirador, las dos biografías que Baroja no llamó
novelas. Humano enigma está compuesta
igual que Juan van Halen, picoteando datos de aquí y de allá, alguno incluso
repetido, como la estrafalaria costumbre del conde de arrestar a las mujeres
que, aun sin salir de casa, no estuvieran bien peinadas. Pero la estructura, la
disposición de los elementos, es sin duda novelesca. Forma parte de esa
construcción impresionista, a base de manchas de color, unas sórdidas,
salvajes, otras graciosas, estrambóticas, más un final muy serio que rescribe
la novela desde un punto de vista muy interesante.
La pieza
transcurre en Cataluña. El Conde de España ya había sido, en tiempos de
Fernando VII, capitán general de Cataluña, y en los últimos amenes del
carlismo, para decirlo a la manera de Valle-Inclán, estuvo al frente de la
guarnición de Berga, donde desde entonces se conserva la figura del conde como
la quintaesencia del despotismo español, teniendo en cuenta, como insiste
Baroja, que el tal conde era francés, y donde el propio Baroja, cómo no, tiene
una calle dedicada.
Más que
una biografía, Humano enigma es el
estudio de un psicópata, dos años después, por cierto, de que se diese por
inaugurada oficialmente la novela de dictadores con Tirano Banderas. No sé si hubo muchas novelas de esas antes del 27,
relatos concebidos para retratar la mente enferma que somete a capricho a la
ciudadanía. Habría que empezar, claro, con Tácito y Suetonio, las espantosas
vidas de aquellos emperadores que perdieron la chaveta y se bañaron en tinas de
sangre. Pero si nos limitamos a la literatura española, pocos antecedentes
tuvo. Eso sí, después de él ya son incontables las novelas que han tratado el
tema.
Lo
interesante, lo novelesco, es cómo aborda el asunto Baroja. He de reconocer que
al principio me incomodó un poco, como si fuera un corta y pega gratuito, el
capítulo dedicado a las investigaciones genealógicas. Es una ristra de varias
páginas de nombres y apellidos, títulos, ejecutorias, partidas y legajos, un
tributo de Baroja al mundo de huellas polvorientas en el que vivió metido tanto
tiempo. Baroja, como muchos pintores, utiliza fondos ocre. El ocre de Baroja es
el sepia de los grabados antiguos, de los cartapacios con badulaque, de las
notas autógrafas y las cartas revenidas. Lo que en otras novelas son traperos o
anticuarios, aquí es un viejo genealogista que llena al inglés y al francés,
dos jóvenes con intención romántica, la cabeza de unos abalorios onomásticos
tan sonoros como absurdos. Bastante después dirá el autor que el culto por la
palabra, no por su significado, es de origen semítico. No le veo más valor a
esas indagaciones de abolengo que ese, y otro añadido, global, sugerido, el de
las majaderías con las que se ha legitimado desde siempre la supervivencia de
la aristocracia.
La
impresión es de que Baroja va a ordenar papeles y ponerles un título. Pero no.
O sí, pero de una manera muy inteligente. Decía que el conde de España es un
sádico gracioso, como Queipo de Llano, que tenía mucho salero para cometer las
monstruosidades más incalificables (parte de ese salero cayó sobre Franco, que lo
mandó a pasear por Roma porque, ¡a Franco!, le parecía un tipo innecesariamente
cruel, y porque lo llamaba Paca la culona).
Baroja emplea este salero siniestro para llenar de anécdotas la novela, muchas
de ellas yuxtapuestas, puestas en fila, sin más, que producen un doble o triple
efecto en el lector. El Conde de España era tan gracioso que, cuando su propia
hija intercedió por un soldado que se estaba helando de frío en la guardia
nocturna, el padre accedió a sus deseos y metió al soldado en casa, pero a ella, a su hija, la sacó al balcón para sustituirlo. Qué risa. O cuando mandó a un batallón a
marchar cara el mar, y solo dieron la vuelta cuando el agua les llegaba al
cuello. O cuando, informado del indulto a unos condenados a muerte, hizo
arrodillarse frente al pelotón a los indultados y ordenó a los soldados que les disparasen con balas de fogueo. Hubo uno de aquellos casi fusilados
que nunca se lo perdonaría. Espero que en La
senda dolorosa vuelva a salir.
Las
barbaridades del conde tienen ese aire de locura impredecible de todos los
tiranos, subrayado teatralmente por el propio conde, que, cuando estuvo preso
en Francia, pasó dos años fingiéndose loco, hasta que lo dieron por un caso
perdido y lo mandaron a España. La sensación es de que, primero, se trata de un
majara sanguinario, arbitrario hasta el absurdo (o más bien riguroso con el
fanatismo católico hasta la locura), que les corta la mano a los que va a
fusilar, ordena en el pueblo un toque de queda permanente, sube al despacho a
su caballo y desde allí controla que nadie levante cabeza. Es la imagen popular
de los dictadores pasados de rosca. Todo lo que se dice de él es, además de espeluznante, entretenido, porque todo
lo ha pulido la transmisión popular, el barniz legendario que suele cristalizar
a base de terror.
El
interés, que no decae por mucho que parezca un ensayo de historia más que una
novela, está en saber qué grado de verdad hay en una conducta tan estrafalaria
y tan cruel, dónde termina el terror y empieza el mito. Hay incluso una
delectación insana en la cantidad de estupideces que se le ocurrían a ese
individuo, con qué sentido del chafarrinón acojonaba al personal. Se desmayaba
en la iglesia como si entrara en éxtasis (seguramente entraba en ella bajo
palio), ponía a prueba a los soldados en situaciones límite (“si me llegas a
pedir fuego, te mando fusilar”, le dice a un soldado que le pidió tabaco sin
reconocerlo), le daba al verdugo el mismo tratamiento que a los curas, o cazaba
a los supuestos malhechores como a los conejos del campo, un poco en la
gloriosa senda que caminarían después, otra vez, los generales de Franco. Por
cierto, que el relato del verdugo no desentonaría con aquel imborrable capítulo
de los dos verdugos en La familia de
Errotacho. En conde, en fin, “tenía la manía incendiaria, la manía de la
destrucción, el sadismo, la misoginia y una teatralidad macabra”.
Decía
que la novela empieza con un francés y un
inglés. Tampoco la elección es gratuita. Los dos aprendices de agente, periodista el inglés, son lo que Baroja pensaba de sus respectivas naciones.
El francés, Max, muere por una cuestión de orgullo, por la creencia de que un
observador tiene que pasearse por el frente de batalla, no mirar los toros
desde la barrera. El inglés, Hugo, más listo, consigue llegar hasta el
mismísimo conde, y brindarnos un final magnífico. Baroja compara al conde con
Aviraneta y después ensaya una “hipótesis étnica” marca de la casa (el conde
tiene ascendencia germánica, lo que se demuestra principalmente con que es un
energúmeno), y un boticario plantea teorías sobre los rasgos fisiognómicos y
craneoscópicos de la fiera. Varios personajes van dando su punto de vista, cada
uno más agudo, hasta que el inglés habla con la fiera en persona y resulta ser un sujeto
retorcido y estremecedoramente lógico. Para él, “el hombre ilustre es siempre
un histrión”.
No puede ser otra cosa. Todo lo que le
apasiona al pueblo –afirmó el conde-, lo mismo en las guerras que en los
crímenes, es la leyenda; una versión lógica y natural parece siempre falsa; en
cambio, una cosa absurda, de una absurdidad completa, llena el corazón popular
y lo deja satisfecho.
Es decir, ese loco está tan loco
como podrían estarlo luego las hienas fascistas y los sátrapas bananeros.
Seduce a las masas aterrorizándolas. Las fascina haciendo el payaso. Las masas
necesitan frases, rumores, leyendas, dejadas correr sobre cierta base
comprobable de bestialidad. Baroja, insisto, escribe esto en 1927. Su dictamen
de manipulación de las masas encontraría en poco tiempo varios condes de España
repartidos por Europa y deformados hasta el delirio. Pero de la conversación
entre el periodista inglés y el patético tirano hay más conclusiones que
extraer: el Conde de España estaba al mando de una guarnición cuyos miembros,
todos, estaban permanentemente armados. Cualquiera podría haber acabado con él
(como así sucederá en La senda dolorosa),
pero Baroja insiste en que había división de opiniones: era un tirano, sí,
pero, decían, era un buen general. ¿No se libraron de él antes por miedo o
porque no les parecía mal? Baroja echa pestes contra un sistema que se apoya
hipócritamente en la vulnerabilidad de sus presuntos beneficiarios, a pesar de
que Aviraneta se distinguía del conde de España precisamente en eso, en creer
en el pueblo, no en las castas.
El asunto no se acaba aquí. El
final del conde, la siguiente novela, tiene varios asuntos que resolver,
novelescos, políticos y hasta filosóficos. Vamos a ello.
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