Con las novelas de los años 30 hay que cambiar el punto de
vista si uno no quiere ir de decepción en decepción. No sé si los tratadistas
fijan esa fecha, la del cambio de década, la de Los confidentes audaces, como la que marca un nueva etapa en el hacer
barojiano. Lo que, según él, había comenzado en 1914, ese mariposeo de historias disgregadas y narradores múltiples, y que ya
habíamos visto, fulgurante, en Shanti Andía, yo diría que termina con la muerte
del Conde de España, es decir, con La
senda dolorosa, que es de 1928, y habrá que ver si las dos últimas novelas
de los años veinte, Los pilotos de altura
y La estrella del capitán Chimista,
no están ya en esa misma nueva onda, la del escritor que, más que picotear, va
labrando la página de surcos leves, siempre con un trapero del que contar vida
y milagros, un dato histórico curioso que contar. Más que nunca da la sensación
de que Baroja no vive en la novela, de que vive fuera y entra un rato para
escribirla mirando libros y listas de apellidos y luego se olvida. Hay una
inercia, un hacer metódico e indiferente que se contagia al lector, quien
también lee sin esfuerzo y con parecida indiferencia páginas cargadas de
chismes y opiniones, pero no de relato. Para narrar hay que vivir en lo que se
narra, hay que estar en lo que se celebra. Aún tengo que volver a Las agonías de nuestro tiempo, última
gran trilogía de los años veinte, y el mejor sitio posible para ver dónde se
sustancia esa impresión, dónde Baroja pasa de la narración proteica al rimero de
curiosidades, de la audacia novelesca al repertorio manido. De momento hemos
fijado esa fecha en 1930. Crónica
escandalosa, que es de 1934 y que acabo de leer, desde luego forma parte ya
de otro impulso narrativo, de otra época distinta.
El
asunto del libro lo cuenta Aviraneta muy a menudo:
Usted sabe que yo soy agente del
gobierno español, y que trabajo y he trabajado siempre por la libertad. Desde
aquí me enteré de que el infante Don Francisco de Paula y su mujer preparaban
una intriga contra la reina María Cristina. fui a París con la idea de
descubrir el enredo, y pude comprobar que existía una conjura de amigos de los
infantes y de partidarios de Espartero. Se trata de destronar a la reina madre.
Todo esto lo va contando el
propio Aviraneta, que ahora narra en primera persona (compartida, porque la
novela es casi toda diálogo, como lo sería por aquella época Los visionarios) a través de episodios
de chismografía histórica hilvanados con personajes ya conocidos (Gamboa,
Valdés el de los gatos, el picador García Orejón, el ministro Pita, un cameo
del decrépito Calomarde) y con temas ya usados (la masonería, el despiporren
borbónida) y, entre las mujeres no borbonas, una muy parecida a la Susana
de estas novelas últimas, Fanny de nombre, como aquella amiga de Roberto
Hastings, que en este caso aparece pocas veces y con desesperante fugacidad, y
Josefina, la mujer de un Aviraneta ya de capa caída.
Pero la crónica histórica se
merienda a la novela. Porque Baroja no quiere más que escribir la siguiente
página y aparta de la mesa, como las virutas de un sacapuntas, todo aquello que
le pudiera provocar ese entusiasmo narrativo que en otras novelas nos
encandila. Fanny, por ejemplo, nos cae bien porque conocemos su papel, pero no
porque Baroja sea muy amable con ella: "hermosa de estampa, pero no muy refinada de espíritu", "una mujer tosca a
quien salía con frecuencia a flote en sus palabras su falta de cultura y de
principios y su repertorio de frases espigado en el mundo bohemio pobre de
París, donde había vivido".
No puede concluirse nada porque
la siguiente novela, última de las Memorias de un hombre de acción, sigue
argumentalmente a esta y Fanny vuelve a aparecer, pero en Crónica escandalosa la verdad es que
Baroja no ha querido saber nada de ella. Las idas y venidas de la reina con el
tal Muñoz, y de las infantas y sobrinas y cuñadas de palacio y los espías con
frase se comen la materia narrativa, trufada de datos sobre una conjura que
históricamente tampoco nos parece de gran valor. Si el propósito es describir a
la tribu borbónida (como lo fue al principio de Los visionarios), entonces lo sorprendente es que Baroja sea tan
poco cínico, tan poco volteriano, y una y otra vez, un poco a la manera de
Tácito, insista en vicios vistos con criterios morales, no solo políticos o
históricos.
Otra cosa es la estampa que
Baroja escribe de París. Desde luego ya no es un París con sonido de acordeón.
A los románticos parisinos los llama extravagantes, en el mismo tono con el que
hablaría de los bohemios de sesenta años después, los que conoció de primera
mano. Poco después, el perfume parisino le lleva incluso a un mandoble fácil de
sacar de contexto:
No reproduzco las frases íntegras de
Martínez López, que era un pedante de la litertura. A cada paso tenía que sacar
a relucir palabras groseras y soeces de aire castizo. Los políticos eran unos
zarramplines, unos galopines, unos bellacos. La boda a la reina había sido un
bodorrio; los amigos de María Cristina no tenían antes de conocerla ni un
harapo para cubrir el tafanario.
¿No esto una pulla dirigida a
Valle
Inclán, que poco antes había publicado Baza
de espadas y que seguía con su Ruedo
Ibérico? Podría ser, porque un Aviraneta ya sombrío, resentido, tira contra
tirios y troyanos, y porque el autor no se sosiega ni cuando tiene una buena
historia que contar. Es lo que ocurre con la historia plautina del falso
incesto, un chafarrinón aristocrático que Baroja se pule en tres páginas, como
una anécdota telegráfica.
Así que uno va languideciendo en busca
de nuevas páginas que no insistan en una intriga sin intriga y se diviertan un
poco, como en los viejos tiempos. Y ahí quedará, supongo, el vagabundaje de
Aviraneta con el exclaustrado padre Atanasio por los suburbios de París,
plasmados con la intensidad dickensiana de antaño. Pero ahora ya es recurso,
ficha correspondiente, martes de invierno, a ver qué escribimos hoy, ¿de qué
iba esto?, ah, sí, de la conjura franciscana, repetiré el resumen para no
perderme…
Esas páginas (V, 868-870) de los arrabales parisinos las
incluiríamos en nuestra hipotética antología, pero el libro, aun con
los chismes borbónidas, creo que no llega a fraguar, que queda un poco
descompuesto, pleonástico, como otro inventario del material sobrante en el que
Baroja ya no pusiera demasiado empeño, por lo menos en lo que se refiere a
soluciones narrativas. Baroja ya tenía a medio recoger los cartapacios, pero
quedaba uno de cosas sueltas con las que hilar la despedida de Aviraneta. Queda
un tomo, Desde el principio hasta el fin,
pero no sé si debo variar el rumbo. No disfruto de estas últimas novelas de las
Memorias con esa melancolía
disgregante de un largo periplo que se acaba. Prescindo de componendas
históricas e aun sin querer aplico el mismo criterio a cualquier novela, y estas
últimas (las de los años 30, en general) salen peor paradas. Tengo unas horas
de sueño para decidir si meto en la mochila esa última novela de la serie o me
voy a otras décadas más emotivas.
Gracias, Antonio, por el aporte de los mapas.
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