No es la primera
vez que voy buscando continuidad dramática después de una extraordinaria
primera entrega y me encuentro con que estructuralmente la novela vuelve a
empezar. Me quejé un poco del comienzo de El
gran torbellino del mundo porque Baroja hilaba una conversación de
cincuenta páginas antes de que la novela cogiese altura. El final de esa novela
me llenó de expectativas para la siguiente, Las
veleidades de la fortuna, porque la historia estaba en su punto, con
Larrañaga herido por la muerte de Nelly, es decir, salido del sueño
metaliterario, y en puertas de reencontrarse con sus primas, Pepita y Soledad,
con las que ya en aquel prólogo se atisbaba un poco de lío. Por cierto que ese
sueño de amores extranjeros (todos los amores extranjeros acaban pareciendo un
sueño) se menciona como verdadero en la siguiente novela, igual que, en el Quijote, Marcela no es menos verdadera
porque la vean los rudos pastores que habían contado su historia como algo
entre real y legendario.
El caso es que esta nueva entrega no
aprovecha el clímax dramático, no arranca con las opiniones ya dichas y muchas
cosas personales que pensar y que decirse, sino con la habitual galería de
médicos, poetas, anticuarios y ornitólogos que forman la fauna barojiana, una
troupe de figurantes con los que Baroja parece que calienta motores. Digamos que, antes de entrar nuevamente en faena,
el diestro se aleja de la historia, reposa la lidia, se abaniquea, y poco a
poco, sin que se dejen de tocar las zapatillas, avanza al encuentro del relato,
lanzándole de vez en cuando un grito, un cabo, un apunte, una coquetería de
Paquita, una conducta intolerable de Fernando, su esposo, al que Baroja quiere
quitarse de en medio para liarse con su prima.
El tal Fernando es un sujeto
detestable. Quiero decir que está ahí puesto para que el lector lo deteste y de
ese modo comprenda, anime incluso el flirt
de los dos primos. Soledad informa, en un diálogo que más bien parece un
interrogatorio, de que el Fernando ese se lió sin miramientos con una holandesa
que, a su vez, dejó tirado a su marido. Seguro que es casualidad, pero da la
sensación de que Joe ha seguido leyendo el Quijote que se encontró en su cuarto
al principio de El gran torbellino del
mundo. Fernando hace con Pepita lo mismo que aquel otro Fernando hiciese
con Dorotea, dejarla por Luscinda, la holandesa. El caso es que a Larrañaga le
tocaría el papel de Cardenio, siempre más bien poco lucido.
No es para tanto; más bien otras
cincuenta páginas o más de comentarios gruesos sobre las vanguardias, los
judíos en general y el psicoanálisis en particular, el homosexualismo y casi
todos los mitos políticos y culturales de los años veinte, siempre en boca de
otro (algún médico alemán al que Larrañaga, de vez en cuando, como para disimular,
le pone algún pero, como si, a fin de cuentas, lo dijera el personaje y no él).
Los buscadores de frases separarán el grano de la paja y aquellas observaciones
entre agudas y premonitorias, aquellas otras fruto solo de los prejuicios y las
teorías antropológicas malsanas y, en fin, las que no dejan de ser juicios
impopulares, entonces y ahora, pero menos entonces que ahora. Su escepticismo
por la democracia, que jamás ocultó, hay que verlo a la luz del libro que poco
después escribiría Ortega, La rebelión de
las masas. Se diría que a Baroja le atraen los individuos humildes, pero no
tanto cuando se juntan bajo banderas o razas o credos, sobre todo credos. Y la
política, la misma idea de democracia, no deja de ser un credo.
Vivo tan fuera de mi tiempo que
hasta me he buscado una tipografía vieja para escribir estas entradas. Pero no
dejo de ver un cierto e inquietante paralelismo entre el concepto de democracia
que empezó a cundir entre corrientes de muy diversa catadura, desde
intelectuales elitistas a fieras eugenésicas y misántropos anarquistas, y el
que se nos plantea ahora que vemos la colosal mentira en que se ha quedado
nuestro sistema con las primeras dificultades serias a que se ha tenido que
enfrentar. El escepticismo de Baroja en cuanto a la capacidad del ser humano de
librarse de su condición de amo o de esclavo, de su soberbia o de su
servilismo, lo estamos viendo ahora demasiado cerca, y aun en el caso de que
uno sí siga creyendo en la gente, la farsa de oligarquías nepotistas caciquiles
se sigue pareciendo peligrosamente a la que Baroja vio en su época.
Pero dejemos eso. Estábamos con
Pepita, que está hecha un basilisco desde que su Fernando se la pega a ojos
vistas con la holandesa. Pepita reacciona como tantos otros personajes reales,
tratando de cobrarse con la misma moneda, abiertas a tener una aventura con el
primero que se tercie, más a ojos vistas todavía, que se joda, si es que aún le
quedan sentimientos. Y el que pasaba por allí es Larrañaga, con quien, hace
muchos años, ya tuvo un medio noviazgo, una cosa que se enfrió porque Larrañaga
tampoco prometía mucho. Y Larrañaga entonces hace ese papel en el fondo tan
divertido del que espera cerca del adulterio, a ver si le cae en suerte servir
de excusa para la venganza.
Cuando el maestro, después de estos
preámbulos, entra en la jurisdicción del cuento, en la miga de la historia, que
siempre, nos pongamos como nos pongamos, es la misma, cazar o ser cazado,
entonces empieza el vertiginoso ritmo de la faena de verdad, del arte que
improvisa en un espacio mínimo y un tiempo breve con acontecimientos imprevisibles.
La novela se lanza, ya casi hasta el final, hasta el punto de que uno vuelve a
sentir la sensación de que ese andar delante de la cara de los hechos sin
presentarles el engaño está un poco de más, craso error, porque no es un aria
lo que vamos a escuchar sino una pieza entera, y porque así, tanteando con
diálogos, queda más claro el arte narrativo de Baroja, su condición orgánica.
Baroja merodea por la historia hasta que la historia lo empapa por completo, a
él y al lector. Lo malo es que aquí la novela no termina de arrancar. Después
de una escena mínima de llantos y portazos Baroja vuelve otra vez a colarnos
páginas y páginas de opiniones dichas por Larrañaga y escuchadas por marquesas
viajeras (que fuman con las manos en la nuca), amigos alemanes (el
Stolz/Schmith) con el que se encontró Baroja en Basilea y sobre todo Paquita,
que escucha, picardea, sonríe, consiente, se acerca, pero el narrador y
Larrañaga parecen no enterarse.
La gracia de esta novela consiste en
una clase de ironía trágica muy evolucionada que no solo afecta al protagonista
sino al propio autor. Con tantas opiniones (algunas brillantes, otras
cascarrabiosas) Baroja nos escamotea la novela. Cuando toca lanzarse en brazos
de la prima, Baroja cambia de hotel a los personajes y aparecen esos grupos de
apátridas, llenos de marquesas, hijas casaderas, comerciantes gordos y
lechuguinos afeitados. De las ciudades a las que va solo ve los edificios y
solo charla con otros viajeros en el espacio neutro del vestíbulo. A esta
técnica le dedicó la primera y brillante mitad de César o nada, y luego lo repitió bastante. El caso es que Larrañaga
habla con la boina y las gafas redondas y las marquesas y los marqueses y los
comerciantes y los dandis le discuten (hay un tal Paquito muy gracioso),
mientras Paquita, que se lo está poniendo a huevo, espera pacientemente a que
Larrañaga termine de opinar. Y el pobre Larrañaga, que ya querría hacer algo
más que hablar en la novela, cada vez que se va a poner tierno tiene que cederle
la palabra a Pío Baroja para que opine de todo lo opinable.
De modo que hay una novela no
escrita, una situación superficial que esconde los hilos dramáticos. Baroja usa
el diálogo para embrear la novela de opiniones de velador, pero cuando llegan
las escenas dramáticas lo relata todo precipitadamente y los personajes no
dicen nada. Esto, en fin, ya no es una opción sino una renuncia. Es más fácil
ponerse a charlar de cuestiones generales que batirse con las descripciones de
los lugares y, sobre todo, de los estados de ánimo. Es más fácil contar
telegráficamente una pelea de amor que dotarla de musculatura dramática. Es
como si Baroja se conformase con esos pespuntes narrativos por no tomarse la
molestia de abordarlos con intensidad.
Y así le pasa lo que le pasa, que
Paquita se reconcilia con Fernando porque ya está harta de un amante que se
pasa el día disfrazado de Pío Baroja. Nos solidarizamos con ella. Hemos leído
la novela no escrita, lo que harían los personajes cuando dejen la tertulia, lo
que se dirán cuando el autor cierra la puerta. Soledad, por ejemplo, se queda
en nada, su personaje se evapora, y todo lo que nos atrae de Pepita es lo que
Baroja no cuenta. Alguien dirá que por lo menos lo sugiere, que la cuenta sin
contar, que los personajes están vivos, pese a pasarse la novela escuchando al
plasta del Larrañaga, su pesimismo vicioso. Con las ganas de marcha que tiene Pepita.
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