9.3.14

Liquidación


   Así que decidí terminar la serie de Aviraneta con Desde el principio hasta el fin, un libro al que, en principio, exigiríamos que fuese en sí mismo un gran final. Pero no tiene mucho sentido exigir un redoble operístico a quien prefiere la estética del rosario de la aurora. Aquí no hay omegas. Pero sí queda un buen sabor de boca. La novela, otra vez en primera persona (con las voces sucesivas de Leguía y de Baroja para terminar) vuela sobre los últimos años en activo de Aviraneta, con un broche grotesco engastado a medias sobre las figuras de Espartero y de Isabel II.
   Otra vez nos la da con queso, nada más empezar, con la esperanzadora presencia de Fanny Stuart, que desaparecerá de la novela hasta una mención muy de pasada poco antes del final, cuando la novela empieza a llenarse de títulos de crédito. A cambio, Baroja sigue afilando el lapicero con los borbónidas, y el episodio de la muerte de Luisa Carlota está entre lo mejor de la novela, junto al delirante retrato de sor Patrocinio. No obstante, el tono histórico chismográfico domina la obra: los cuernos que la bailarina La Fuoco le ponía al Espadón Narváez, o su mujer a González Bravo, que se la encontró una noche con un cura, o los libros pornográficos que Salustiano Olózaga proporcionaba a Isabel II, en tomo momento una vaca en celo más que un ser humano, por no hablar del  ̶ repetido ̶  remoquete de “señora de Muñoz” aplicado a María Cristina.
   Baroja va troceando la narración histórica a través de los distintos informantes, Madruga sobre el jaleo político que enturbió la época, o la bailarina Perlita, amiga de Fanny (por un momento nos hemos vuelto a acordar de María y Natalia en La ciudad de la niebla), a la que Baroja endosa unas cartas históricas sobre las andanzas de Espartero y la llegada de la reina Cristina a Valencia, pero no le da más papel que ese, leer en voz alta libros de historia. En todo este follón, Aviraneta se bandea sobre la solemnidad de su afecto a la causa liberal y su desprecio por las figuras a las que sirve, y una cascada de datos que parecen organizados, más que por la estrategia narrativa, por la carpeta donde los guardaba. Por cierto, que entre esos datos hay uno que archivar: O’Donnell estaba el 14 de enero de 1840 en el cuartel general de Teruel, donde escribe un oficio reservado sobre la misión de Aviraneta.
   La persecución de Aviraneta y el destierro a Suiza vuelve a concentrar a viejos conocidos de sonrisa siniestra (Salvador el de los Gatos) y un último frescor de novela de aventuras, ya otoñal, con un don Eugenio que ya no está para esos trotes: “Notaba que los cincuenta años eran para mí la vejez; perdía mis condiciones de combate, y ya no aspiraba a más que a la tranquilidad”. Pero aún le quedan fuerzas para fijar la vista en el desmadre degenerado en que nadaban los borbones. Cuando la narración llega al matrimonio de Isabel II y Francisco de Asís, y sobre todo, insisto, al más que probable envenenamiento de la infanta Luisa Carlota, todo es tan sórdido que se mantiene solo, como un abrigo lleno de mugre. Los párrafos son de este tenor:

Al parecer, la reina Cristina no quería para su hija a Francisco de Asís. Le tenía antipatía como a hijo de su hermana. Isabel, por otra parte, que era una chulona, decía que Francisquito no era un hombre, que tenía voz atiplada y caderas de mujer, y a ella le gustaban los hombres muy hombres. El segundo hijo, Enriquito, le parecía a Isabel mejor; pero a este Cristina le tenía más odio y decía que era un perdido y un canalla, tan malo y tan intrigante como su madre.

Baroja suele dejar las burradas sin cuestionarlas, salvo alguna vez, como cuando anota que “se dijo que el padre Claret había conseguido una bula del Papa a favor de Isabel II para pecar en vista de su fogosa naturaleza. Ya se creía de todo”. La cosa se remata con los ataques de histerismo de sor Patrocinio, los mangoneos estigmáticos de Olózaga y la extraña relación entre la monja, Soplatocino, y don Francisco de Asís, Doña Paquita, de quienes se decía que eran amantes o hermanos (y alguien diría que ambas cosas, aunque Baroja, ahí, ya no prosigue).
Las últimas páginas son un recorrido melancólico por los últimos años de vida de don Eugenio Aviraneta:

“Aviraneta vivía con gran modestia de su sueldo. Se había hecho un hombre muy casero. Tenía una pequeña biblioteca, formada por novelas francesas y españolas y por algunas obras de historia popular. De sus aficiones de cazador le quedaba el entusiasmo por los perros. Casi siempre tenía dos, a los que daba nombres de políticos a quienes odiaba”.

Su matrimonio de sana conveniencia con Josefina, su afición a los folletines o sus tertulias son como un retrato ideal del propio Baroja, quien, a los sesenta y dos años que tenía cuando escribió este libro, también, quizá, suspirase por una Josefina que él solo encontraría en las novelas, y salida de su pluma. En un último arranque de acción, Aviraneta, ya por los 70 años, y no narrado por él sino por Leguía, y desde este por el último de los muchos narradores que ha tenido esta obra, el impresor Martínez, “un señor ya viejo, canoso, pqueño, de cabeza grande, cuallo corto y aire apoplético, enfermo de catarro crónico, que le producía una tos que le ponía violáceo”, se embarca en el rescate del sobrino del señor Martínez, envuelto en una algarada de revolucionarios en Puerta Cerrada, allá por 1862. Otra vez los salvoconductos, los planos de un Madrid de callejuelas como pasadizos, e incluso un torero muerto en mitad de la calle. Pero es el final de un hombre que “siempre ha sido igual, de joven y de viejo. Desde el principio hasta el fin”.
El remate final es muy interesante por curioso y por sincero. El panegírico último se reduce a dos sabrosas páginas, pero todo lo demás es un relato sobre cómo buscó la calavera del Conde de España, para aquel capítulo que tanto nos gustó de La senda dolorosa, y de paso la de don Eugenio, pero al final, un final muy Shanti Andía (que es, en el fondo, el origen de toda esta serie), Baroja deja dicho algo importante para entender la obra entera y calibrar las fuerzas que le quedaban.

Ya no solo termino la obra, sino que liquido lo que tengo de género de comercio que lleva por nombre novela histórica.
No pretende uno ser un Walter Scott, pero se liquida lo que hay, aunque sea poco. Pondré en mi establecimietno el aviso: ‘Se liquida todo lo existente’.
Se ha hecho uno viejo y poco ágil de meollo. La imaginación, ¡qué capital más exiguo en la cabeza de los hombres!, se ha ido achicando y enmoheciendo. Esto no es obstáculo para querer liquidar lo existente.

   Carlos Longhurst, en un libro estupendo, Las novelas históricas de Pío Baroja, al que dedicaremos la correspondiente bernardina, dice que Baroja utiliza la historia como material novelesco, al contrario que Galdós, que utilizaba la fabulación como sostén del entramado histórico. Yo creo, y ya lo dije en algún momento, que opera como Tácito: selecciona para deformar literariamente, y ensaya breves retratos histórico literarios que, como están hechos de materia mítica, se elevan sobre la historia real, la comprenden, la explican, la cincelan. No sé si tendré ganas de leer la novela que Castillo Puche escribió para darle réplica a Baroja, con un Aviraneta desmitificado y bastante peor persona de lo que lo pinta Baroja, no solo porque no me interesa el autor sino porque tampoco me interesa el personaje real, que, por lo demás, no tiene por qué serlo más que el héroe de Baroja.
   Volveremos sobre Longhurst cuando reemprendamos la lectura de esta serie, de la que nos falta todavía traer aquí las doce primeras entregas. Creo recordar que, leyendo lo que Baroja había escrito allá por 1922, con El amor, el dandismo y la intriga, hemos llegado hasta aquí. La última que me gustó de veras fue La senda dolorosa, y las que siguieron no me han llenado mucho y creo que conozco los motivos. No es solo que ese impulso de acción quede un poco enterrado entre los datos históricos que había acumulado el autor, sino que comete el mismo error narrativo que cometen muchas veces, casi siempre, los historiadores, y del que están, por cierto, particularmente satisfechos: el desprecio de la mímesis. Baroja tan apenas describe en estas novelas, y no hablamos ya solo de hermosos paisajes o rincones oscuros (con aquella salvedad que nos gustó tanto del París suburbial en Crónica escandalosa), sino de los detalles, aquí, muchas veces, sustituidos por chismes. Por eso las dos escenas que se nos quedarán en la memoria son las de la muerte de Luisa Carlota y la visita a sor Patrocinio, porque en esas escenas estamos allí, contemplamos lo que dicen, vemos a la monja o a la infanta. La historia nos dice la verdad, pero la literatura nos lleva a verla. En estas últimas novelas Baroja relata mucho y narra poco.
   ¿Era una opción? Creo que Longhurst tiene razón. Dice que en 1932 se terminó el novelista, y yo ya dije aquí que La familia de Errotacho, de 1932, es la última buena novela que he leído suya, muy superior a las otras dos que componen la trilogía La selva oscura, que también son del mismo año. Ese año Baroja cumplía los 60 y fundaba su iconografía mítica, su emblema de bata de casa, gafas de concha y boina levantada. Era el escritor de siempre, pero el novelista que, quizá, ya había dejado de ser.  

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