Así
que decidí terminar la serie de Aviraneta con Desde el principio hasta el fin,
un libro al que, en principio, exigiríamos que fuese en sí mismo un gran final.
Pero no tiene mucho sentido exigir un redoble operístico a quien prefiere la
estética del rosario de la aurora. Aquí no hay omegas. Pero sí queda un buen
sabor de boca. La novela, otra vez en primera persona (con las voces sucesivas
de Leguía y de Baroja para terminar) vuela sobre los últimos años en activo de
Aviraneta, con un broche grotesco engastado a medias sobre las figuras de
Espartero y de Isabel II.
Otra vez nos la
da con queso, nada más empezar, con la esperanzadora presencia de Fanny Stuart,
que desaparecerá de la novela hasta una mención muy de pasada poco antes del
final, cuando la novela empieza a llenarse de títulos de crédito. A cambio,
Baroja sigue afilando el lapicero con los borbónidas, y el episodio de la
muerte de Luisa Carlota está entre lo mejor de la novela, junto al delirante
retrato de sor Patrocinio. No obstante, el tono histórico chismográfico domina
la obra: los cuernos que la bailarina La Fuoco le ponía al Espadón Narváez, o
su mujer a González Bravo, que se la encontró una noche con un cura, o los
libros pornográficos que Salustiano Olózaga proporcionaba a Isabel II, en tomo
momento una vaca en celo más que un ser humano, por no hablar del ̶
repetido ̶
remoquete de “señora de Muñoz” aplicado a María Cristina.
Baroja va
troceando la narración histórica a través de los distintos informantes, Madruga
sobre el jaleo político que enturbió la época, o la bailarina Perlita, amiga de
Fanny (por un momento nos hemos vuelto a acordar de María y Natalia en La
ciudad de la niebla), a la que Baroja endosa unas cartas históricas sobre las
andanzas de Espartero y la llegada de la reina Cristina a Valencia, pero no le
da más papel que ese, leer en voz alta libros de historia. En todo este follón,
Aviraneta se bandea sobre la solemnidad de su afecto a la causa liberal y su
desprecio por las figuras a las que sirve, y una cascada de datos que parecen
organizados, más que por la estrategia narrativa, por la carpeta donde los
guardaba. Por cierto, que entre esos datos hay uno que archivar: O’Donnell
estaba el 14 de enero de 1840 en el cuartel general de Teruel, donde escribe un
oficio reservado sobre la misión de Aviraneta.
La persecución
de Aviraneta y el destierro a Suiza vuelve a concentrar a viejos conocidos de
sonrisa siniestra (Salvador el de los Gatos) y un último frescor de novela de
aventuras, ya otoñal, con un don Eugenio que ya no está para esos trotes:
“Notaba que los cincuenta años eran para mí la vejez; perdía mis condiciones de
combate, y ya no aspiraba a más que a la tranquilidad”. Pero aún le quedan
fuerzas para fijar la vista en el desmadre degenerado en que nadaban los
borbones. Cuando la narración llega al matrimonio de Isabel II y Francisco de
Asís, y sobre todo, insisto, al más que probable envenenamiento de la infanta
Luisa Carlota, todo es tan sórdido que se mantiene solo, como un abrigo lleno
de mugre. Los párrafos son de este tenor:
Al parecer, la
reina Cristina no quería para su hija a Francisco de Asís. Le tenía antipatía
como a hijo de su hermana. Isabel, por otra parte, que era una chulona, decía
que Francisquito no era un hombre, que tenía voz atiplada y caderas de mujer, y
a ella le gustaban los hombres muy hombres. El segundo hijo, Enriquito, le
parecía a Isabel mejor; pero a este Cristina le tenía más odio y decía que era
un perdido y un canalla, tan malo y tan intrigante como su madre.
Baroja suele
dejar las burradas sin cuestionarlas, salvo alguna vez, como cuando anota que
“se dijo que el padre Claret había conseguido una bula del Papa a favor de
Isabel II para pecar en vista de su fogosa naturaleza. Ya se creía de todo”. La
cosa se remata con los ataques de histerismo de sor Patrocinio, los mangoneos
estigmáticos de Olózaga y la extraña relación entre la monja, Soplatocino, y
don Francisco de Asís, Doña Paquita, de quienes se decía que eran amantes o
hermanos (y alguien diría que ambas cosas, aunque Baroja, ahí, ya no prosigue).
Las últimas
páginas son un recorrido melancólico por los últimos años de vida de don
Eugenio Aviraneta:
“Aviraneta vivía
con gran modestia de su sueldo. Se había hecho un hombre muy casero. Tenía una
pequeña biblioteca, formada por novelas francesas y españolas y por algunas
obras de historia popular. De sus aficiones de cazador le quedaba el entusiasmo
por los perros. Casi siempre tenía dos, a los que daba nombres de políticos a
quienes odiaba”.
Su matrimonio de
sana conveniencia con Josefina, su afición a los folletines o sus tertulias son
como un retrato ideal del propio Baroja, quien, a los sesenta y dos años que
tenía cuando escribió este libro, también, quizá, suspirase por una Josefina
que él solo encontraría en las novelas, y salida de su pluma. En un último
arranque de acción, Aviraneta, ya por los 70 años, y no narrado por él sino por
Leguía, y desde este por el último de los muchos narradores que ha tenido esta
obra, el impresor Martínez, “un señor ya viejo, canoso, pqueño, de cabeza
grande, cuallo corto y aire apoplético, enfermo de catarro crónico, que le
producía una tos que le ponía violáceo”, se embarca en el rescate del sobrino
del señor Martínez, envuelto en una algarada de revolucionarios en Puerta
Cerrada, allá por 1862. Otra vez los salvoconductos, los planos de un Madrid de
callejuelas como pasadizos, e incluso un torero muerto en mitad de la calle.
Pero es el final de un hombre que “siempre ha sido igual, de joven y de viejo.
Desde el principio hasta el fin”.
El remate final
es muy interesante por curioso y por sincero. El panegírico último se reduce a
dos sabrosas páginas, pero todo lo demás es un relato sobre cómo buscó la
calavera del Conde de España, para aquel capítulo que tanto nos gustó de La
senda dolorosa, y de paso la de don Eugenio, pero al final, un final muy Shanti
Andía (que es, en el fondo, el origen de toda esta serie), Baroja deja dicho
algo importante para entender la obra entera y calibrar las fuerzas que le
quedaban.
Ya no solo
termino la obra, sino que liquido lo que tengo de género de comercio que lleva
por nombre novela histórica.
No pretende uno
ser un Walter Scott, pero se liquida lo que hay, aunque sea poco. Pondré en mi
establecimietno el aviso: ‘Se liquida todo lo existente’.
Se ha hecho uno
viejo y poco ágil de meollo. La imaginación, ¡qué capital más exiguo en la
cabeza de los hombres!, se ha ido achicando y enmoheciendo. Esto no es
obstáculo para querer liquidar lo existente.
Carlos
Longhurst, en un libro estupendo, Las novelas históricas de Pío Baroja, al que
dedicaremos la correspondiente bernardina, dice que Baroja utiliza la historia
como material novelesco, al contrario que Galdós, que utilizaba la fabulación
como sostén del entramado histórico. Yo creo, y ya lo dije en algún momento,
que opera como Tácito: selecciona para deformar literariamente, y ensaya breves
retratos histórico literarios que, como están hechos de materia mítica, se
elevan sobre la historia real, la comprenden, la explican, la cincelan. No sé
si tendré ganas de leer la novela que Castillo Puche escribió para darle
réplica a Baroja, con un Aviraneta desmitificado y bastante peor persona de lo
que lo pinta Baroja, no solo porque no me interesa el autor sino porque tampoco
me interesa el personaje real, que, por lo demás, no tiene por qué serlo más
que el héroe de Baroja.
Volveremos sobre
Longhurst cuando reemprendamos la lectura de esta serie, de la que nos falta
todavía traer aquí las doce primeras entregas. Creo recordar que, leyendo lo
que Baroja había escrito allá por 1922, con El amor, el dandismo y la intriga,
hemos llegado hasta aquí. La última que me gustó de veras fue La senda
dolorosa, y las que siguieron no me han llenado mucho y creo que conozco los
motivos. No es solo que ese impulso de acción quede un poco enterrado entre los
datos históricos que había acumulado el autor, sino que comete el mismo error
narrativo que cometen muchas veces, casi siempre, los historiadores, y del que
están, por cierto, particularmente satisfechos: el desprecio de la mímesis.
Baroja tan apenas describe en estas novelas, y no hablamos ya solo de hermosos
paisajes o rincones oscuros (con aquella salvedad que nos gustó tanto del París
suburbial en Crónica escandalosa), sino de los detalles, aquí, muchas veces,
sustituidos por chismes. Por eso las dos escenas que se nos quedarán en la
memoria son las de la muerte de Luisa Carlota y la visita a sor Patrocinio,
porque en esas escenas estamos allí, contemplamos lo que dicen, vemos a la
monja o a la infanta. La historia nos dice la verdad, pero la literatura nos
lleva a verla. En estas últimas novelas Baroja relata mucho y narra poco.
¿Era una opción?
Creo que Longhurst tiene razón. Dice que en 1932 se terminó el novelista, y yo
ya dije aquí que La familia de Errotacho, de 1932, es la última buena novela
que he leído suya, muy superior a las otras dos que componen la trilogía La
selva oscura, que también son del mismo año. Ese año Baroja cumplía los 60 y
fundaba su iconografía mítica, su emblema de bata de casa, gafas de concha y
boina levantada. Era el escritor de siempre, pero el novelista que, quizá, ya
había dejado de ser.
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