28.5.14

Cuidado con la cabellera

   
        
Después de la delicada sensibilidad pro-india de Dorothy Johnson, las primeras páginas de El trampero, casi su primer tercio, dan la sensación de que estamos leyendo otro gran eco-western, un canto de amor a la naturaleza que nos hizo buscar de inmediato en la biblioteca lo que tuviéramos de Fenimore Cooper o de Jack London. También Sam Mynard es un aventurero culto que viene de Boston, igual que sucedía en los libros de John Williams y de Johnson, hasta el punto de que casi puede verse como una marca de género, una bandera de bucolismo intelectual que remite al mundo de Henry Thoreau. El autor nombra con cuidado los topónimos y los nombres de las flores, arma una prosa intensa, llena de brío, limpia pero no hasta el punto de resultar simple, llena de emotivas descripciones de las Montañas Rocosas que nunca se nos hacen largas. Sin embargo, muy al principio de la novela, hemos asistido a la pelea entre un grizzli y un tejón y al salvaje asesinato de unos niños a manos de los indios Pies Negros. Pero lo hemos visto como una obertura estilo Beethoven, sobre todo porque Sam Mynard es un enamorado de la música que reconstruye sus sonatas favoritas con los trinos de los pájaros y el retumbar de las tormentas. Después del impacto violento del principio, la novela se remansa deliciosamente por las sendas de los tramperos, sus usos y costumbres, su lenguaje, sus aperos, sus animales y sus métodos de construcción. Nos conmueve que levante una cabaña de troncos para Kate, la madre que vio matar a sus hijos y que, en un acceso de furia sobrehumana, se cargó a hachazos a los cuatro indios, cuyos cráneos fueron instalados en sendas picas para aviso de caminantes. Pero da la sensación, aun con ese sádico principio, de que Sam Mynard será un pacifista distanciado, un trampero filósofo, o como mínimo un Félix Rodríguez de la Fuente de aquella época y aquel país.
            Pero qué va, qué va. Sí, continúa la prosa intensa y pingüe como la grasa de la cola del castor con la que Maynard asa los filetes de wapití. Pero Fisher, que quiere practicar la épica, se entrega, un poco esquemáticamente, al argumento pendular de las afrentas y las venganzas, esta vez aderezado con un esfuerzo de lexicografía biológica muy encomiable (me daba envidia el estupendo traductor, Gonzalo Quesada, lo bien que se lo tuvo que pasar), pero embadurnado de sangre. A Maynard le regalan una mujer india, a la que, mientras Maynard se ha ido a cazar nutrias y bisontes, una cuadrilla de indios Crow asesina con sus tomahawks, y no le arrancan la cabellera porque, como diría Arias Cañete, al fin y al cabo es una dama. Maynard no encuentra cuando vuelve más que sus huesos lamidos por los lobos, y los del hijo que llevaba en su vientre, un detalle no muy convincente que Sidney Pollack, en Las aventuras de Jeremiah Johnson, cambió por otro hijo más crecido y todavía menos convincente.
Y Sam Mynard jura venganza. Y a partir de ahí la novela es un espectáculo de cráneos sin cuero cabelludo. Maynard es un gigante que estrangula con sus manos de pelotari a los guerreros indios, invariablemente estúpidos y desesperantemente lentos. La escena en la que Mynard, avisado por el movimiento de los ojos del caballo, se hace el muerto hasta que tiene a cuatro indios Crow encima, y cómo se levanta y a los cuatro los degüella o los estrangula, es como esas películas en las que los forajidos parecen hacer cola y esperar su turno para que los vapuleen, todo en cuestión de segundos. Fisher viaja por el invierno crudo, como él mismo dice, “crescendo sobre crescendo”, y en ese rataplán darwinista no repara en indios. Veintitantos de los mejores indios crow salen a cazar a Mynard, pero son tan tontos que no organizan emboscadas sino que salen uno detrás de otro a ver quién es el valiente que lo consigue él solo. Pese a un par de escenas del final, la piedad ante el guerrero adolescente, después de rebanarle el pescuezo, y el honor del viejo jefe Crow al aceptar la paz con la misma flema con que Hirohito le dio la mano a MacArthur, la verdad es que uno cierra el libro con la impresión de que Vardis Ficher fue un enamorado del parque nacional de Yellowstone que votaba al mismo partido que Tom Clancy.
Como bostoniano culto, Sam Mynard sabe música y adapta a los diferentes compositores según las estaciones y las ganas de matar. Fisher crea una novela combinando elementos a veces contradictorios con criterios musicales: los paisajes mozartianos en primavera, las tormentas betovenianas en invierno (en realidad son tormentas Wagner, y uno sospecha si la fecha en la que lo escribió, 1965, y sus ideas políticas no desaconsejarían la mención de ese alemán). Fisher mezcla nombres de insectos y recetas de comida salvaje, hondos valles, ríos bravos, tormentas como las de antes, caminatas de mil kilómetros sin mantas ni alimentos a veinte grados bajo cero. Y a veces lo hace muy bien, sobre todo cuando no pinta a los indios como inmundas alimañas ni se ceba en la velocidad de la aventura. Mucho más interesantes son sus visitas a Kate, la madre que vio matar a sus hijos, que mató a los asesinos de sus hijos y se volvió loca de dolor, y desde entonces malvive junto a sus tumbas, planta flores silvestres y lee la Biblia y mueve el torso hacia adelante una y otra vez; o su travesía del páramo en mitad del invierno, huyendo de los Pies Negros que lo habían capturado y que, como siempre hace este tipo de indios en blanco y negro, se emborrachan y lo dejan al cuidado de un perfecto gilipollas a quien Sam Mynard habla con la solemnidad penetrativa de Gonzalez Pons.  



La admiración por los paisajes alterna con el sinsabor de tratar así a los indios. Las ideas filosóficas de Fisher son muy simples: el hombre libre es el que no paga impuestos, el que vence a sus semejantes inferiores, como los animales. La naturaleza virgen es el último reducto de estos hombres duros, libérrimos, solidarios entre ellos e invariablemente crueles con los indios, que a su vez son unas criaturas infernales sin un dedo de frente. De modo que uno se sorprende leyendo con gusto y, a veces, una mueca de asco, la historia de un trampero salvaje, un Héctor con el corazón de Diomedes. Cuando se nos describen paisajes, recetas, costumbres y tormentas, la densa velocidad de la prosa es adictiva. Cuando se pone a despellejar cabelleras, uno ve al anarquista ultra norteamericano, al hombre de elevados ideales y moral rastrera, y a uno le sorprende, más que las aventuras del trampero, la mente del autor. Se puede ser naturalista darwiniano, y además, en la época en la que sucede la novela, quizá sea lo más adecuado, pero una cosa es constatar la cruda hermosura de la naturaleza y otra pasárselo bomba descuartizando ciervos o despellejando indios. Cuando capturan a Maynar, su error consiste en acercarse a auxiliar a dos formidables wapitíes que se han enganchado las cornamentas en mitad de la pelea. Le admiran los luchadores nobles, pero no tanto, si son indios, como para perdonarles la vida.
Es difícil, muchas veces, tomarse en serio esta novela, pero está muy bien escrita, con el tono exacto que reclama la épica aventurera, apoyada en un riguroso esfuerzo de mímesis, en una documentación meticulosa. Es, desde luego, una oda a la naturaleza salvaje, pero también está llena de salvajadas. Al final uno se distancia un poco de la obra y en vez de contemplar las curiosidades antropológicas de los tramperos del XIX, uno piensa en las de cierta especie de escritor americano, tan radical en su liberalismo como aficionado a la violencia, con ese tono entre siniestro e infantil que tanto nos inquieta de aquella raza. Si, por ejemplo, la comparásemos con La frontera, de Cormac MacCarthy, la narración de Fisher nos resultaría incluso cómica, más propia de un tebeo de aventuras que de una novela sinfónica naturalista, pero también, por el hecho de ser más popular, más clara, nos llega más adentro su entusiasmo narrativo, su arte primitivo de contar. Fisher era un poco megalómano. Sam Mynard se come cinco kilos de carne en una sentada y Vardis Fisher escribió una novela en no sé cuantos volúmenes en la que contaba la historia de la humanidad entera y verdadera. Pero este temperamento hiperbólico tiene un aire a niño que juega con el madelmán trampero, hasta el punto de que a veces sus relatos salvajes nos producen hasta un poco de nostalgia. Entre lo bueno y lo malo hay una larga y entretenidísima lectura, que es lo mejor que uno puede pedir.


Vardis Fisher, El trampero, trad. Gonzalo Quesada, Valdemar/Frontera, 2012, 395 pp.

20.5.14

Los indios no dicen jau


El regreso a la literatura campestre por su vertiente oeste sigue deparándome alegrías. Estoy terminando Indian Country, de Dorothy Johnson, y ya late sobre el escritorio El trampero, de Vardis Fisher, escrito solo cinco años después de Butcher’s Crossing. La benemérita Valdemar ha iniciado con Johnson y Fisher la colección Frontera, consagrada a los clásicos del western, y ya tiene otros cinco títulos en los comercios. De casi ninguno había traducción hasta la fecha, y las que había no eran muy buenas o pasaron a mejor vida.
            Con las novelas del oeste creo que en España hemos cometido uno de esos múltiples errores que han hecho de nuestra novelística del siglo XX algo incompleto y con frecuencia pobre. Para nosotros el western son dos cosas: las películas de vaqueros y las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Con respecto a lo primero, quizás estén las cosas en su punto, es decir, conocemos los grandes clásicos del género y sabemos distinguir el grano de la paja, el clásico del crepuscular, el ecowestern del spaguetti. Incluso, desde aquel célebre trabajo de Ángel Fernández-Santos, hemos aprendido a ver la maquinaria épica de las películas, pero de los escritores solo ya nos acordamos, y poco, de Marcial Lafuente Estefanía, no de la treintena de autores españoles de novelas de vaqueros que viene en la Wikipedia, de pintorescos seudónimos: Silver Kane, Frank Caudett, Curtis Garland, Lou Carrigan, Jack Logan, Joe Mogar, Jess McCarr, Peter Capra, etc., etc., todos ellos españoles, todos José o Félix o Joaquín, entre ellos Francisco González Ledesma (Silver Kane) y Javier Tomeo (Keller). Los alias son curiosos: Frank Caudett es Francisco Caudet, nada que ver con el especialista en Galdós, y Andrews Castle, un nombre que mucho me temo que no haya tenido jamás ningún ser humano, es Andrés Castillo.
            Yo no sé cuál sería la calidad media de todos estos escritores. Debería buscar en el granero unas novelas de Marcial Lafuente Estefanía que trajo una vez un primo mío cuando vino del Aaiún de hacer la mili. Solía llevar siempre una novela en el bolsillo de atrás del pantalón, y cuando la vida se detenía por cualquier circunstancia se ponía a leer. Yo era niño y lo recuerdo tumbadazo en el sofá, con un ducados en una mano y en la otra la novela, abierta hasta juntar las tapas blandas. Al leer subía las cejas y bajaba los párpados, con esa mirada de modorra que tienen los que llevan mucho tiempo mascando tabaco. Secuestro Frustrado, Senderos de violencia, Por llamarle cuatrero, Rancho tenebroso, Extraña actitud, siempre en el bolsillo de detrás del pantalón, como el revólver, para matar el aburrimiento. 
            Aunque solo sea por la ingente producción de cada uno de los escritores españoles de novelas del oeste, no sería de extrañar que no abundasen las obras maestras, pero sí me gustaría comparar los excelentes relatos de Dorothy Johnson con, por ejemplo, La dama y el recuerdo, el último western de Francisco González Ledesma, que apareció en 2010 después de casi treinta años de no volver al Silver Kane de su juventud, más de trescientas novelas, entre tres y cinco cada mes.
            No es lo mismo, ya lo sé. La una es un mito en la legión de escritores de western de los Estados Unidos, y el otro un autor al que en España se ha tratado, en el mejor de los casos, con cierta condescendencia. Yo no lo he leído, y habrá que subsanar ese vacío.
            Desde luego, si es tan bueno como Dorothy Johnson, es muy bueno, porque, al margen de su contenido (y también incluyéndolo) la calidad de los relatos es casi invariablemente altísima: la construcción, la caracterización, la narración, el diálogo, la descripción, todo ello rigurosa armonía a lo largo de unos relatos que fluyen con la suavidad y la contundencia de una sola historia, la que se cuenta en un rato de charla. Leyéndolos tenía con frecuencia la sensación de que la buena literatura es siempre así de desnuda. Nada sobra, todo está sabiamente dispuesto, y en vez de tópicos hay sorprendentes detalles antropológicos. Pero el interior de sus cuentos también resistiría el más riguroso de los exámenes: no hay buenos ni malos, todos tienen culpas y razones, todos se quieren salvar. Los malos son segundones, excusas de dramas intensos, como en El hombre que mató a Liberty Valance, pero los héroes son de carne y hueso, seres complejos a los que la autora se esfuerza en comprender.



            Soy de los que prefieren que el argumento de un relato se cuente en la primera línea, o como mucho en la primera página. Por un lado es cortesía del autor, pero por otro significa echar el lastre de lo gordo y concentrarse en una historia que si es buena es precisamente porque se puede resumir en una línea. Así son muchos cuentos de Johnson, como la tragedia de Mahlon Mitchel, que después de haber vivido cinco años con los crows los abandonó, pero “regresó junto a ellos viejo y fracasado”, argumento que luego se desarrolla en un encaje de esperanzas y supersticiones. O la historia del chico que “expulsó a un forajido de casa de los Ainsworth a punta de pistola”, un cuento perfecto, intensa, cercanamente verosímil.
            Pero hay aquí pocos forajidos. Hay indios que no hacen el indio, que sienten, que cuentan, que sueñan, que piensan, y hay vaqueros que tienen una casa en la frontera, y que también sienten, cuentan, sueñan y piensan. Hay tremendas historias de raptos y de asaltos, pero nunca descripciones de esos raptos ni de esos asaltos sino de lo que sucede antes o  después. La mala literatura cuenta solo los acontecimientos; la buena, sus preparativos y sus consecuencias. Lo importante, que también se cuenta, y muy bien, no es cómo Búfalo Corredor raptó a Hanna y Mary Amanda, sino el hermoso drama moral que provocó lo que en una novela plana habría sido tan solo su rescate.
             No, aquí los indios no dicen jau, y los vaqueros apenas pegan tiros y se andan con pies de plomo. Aquí los indios son tribus que intentan echar de sus territorios a los colonos, gente pobre que se busca la vida como puede. Todo es verosímil porque todo está documentado con precisión y naturalidad. Dorothy Johnson nos cuenta la procedencia de las plumas de los sioux, y para eso no necesita otra cosa que nombrarlas con exactitud. No hay concesiones al tópico pero tampoco a jugar con la paciencia del lector. Y el resultado es, siempre, una buena historia, no un modo de engatusarnos. La purificación de Humo Creciente, un indio sometido al ayuno místico de los indios, tan fantástico como el católico, e igual de fascinante, cuyo delirio ambienta una venganza (“mata a Muchos Toros por mí”) es un ejemplo de que, cuando se narra sin zanahoria, se va igual de rápido pero se está más cerca de la poesía.

Dorothy M. Johnson, Indian Country, Valdemar, 2013, 259 pp.

11.5.14

Thoreau en el far west


A veces los desvíos nos llevan a terrenos conocidos. En esta época del año se amontonan las relecturas del curso, la hierba fresca tapa las roderas del invierno, y así hemos dejado descansar el Proyecto Baroja (llevábamos treinta y tantas novelas) para volver, casi sin quererlo, al Ensayo de literatura campestre, con una novela de John Williams que habíamos dejado en espera después de la espléndida Stoner, que no tenía nada que ver con el campo. Pero esta sí, de un campo colindante con el western, y justo es que así sea porque la épica del pionero tiene mucho que ver con aquellas primeras intenciones mías.
            El amigo Pedro Moreno, una autoridad en la materia, ya me ha dado instrucciones para que me oriente por los andurriales del western de calidad con la colección que Valdemar inauguró hace poco: Dorothy Johnson, James Warner Bellah, Vardis Fisher o Alan Le May. Claro que todos ellos, al menos la primera, que la estoy leyendo, practican el género, por así decir, a palo seco, y John Williams lo rellena de espléndida literatura, para lo bueno y para lo malo: para lo bueno porque su prosa es extraordinaria y sus descripciones (de paisajes, de objetos, de acciones) de primerísima categoría, y para lo malo porque uno echa de menos a veces cierta concisión. No hablo de pesadez, no hablo del río, sino de que no se ve saltar salmones. La sinfonía verbal a veces hace mella en el dramatismo, que siempre es más escueto. Claro que no nos quejamos de eso cuando leíamos Warlock, de Oakley Hall, quizá porque se trata de dos géneros distintos: uno es la novela del oeste de pocas páginas, el relato breve que da para una gran película, y otro la novela larga y exhaustiva, que en cierto modo reinterpreta el género, o lo trata con las herramientas del gran realismo americano, tan atento siempre a los detalles, tan respetuoso con los campos por donde galopan los caballos.
            Butcher’s Crossing es la segunda novela que publicó John Williams, en 1960. La fecha es importante porque aún era pronto para posmodernidades, porque se nos ha aparecido medio siglo después como un escritor de primerísima línea y porque esa ausencia no solo era en esta parte del océano. En los dos libros de Malcolm Bradbury que consulto para estas cosas, Modern american novel y From puritanism to posmodernism, no hay una sola línea dedicada a Williams, y eso que sé que en el mundo anglosajón estos dos libros, ambos en ediciones de los noventa, recogen todo lo que merece la pena recoger. ¿Tiene que decir alguien como Tom Hanks que Stoner le ha sorprendido para que se resucite a un autor como Williams? ¿También allí? Y eso que Williams ganó en 1972 el National Book Award con Augustus, de la que hablaremos cuando salgamos de territorio comanche. Pero todo hace pensar que su trayectoria fue más bien discreta, o bien que es ahora cuando el tipo de novela que practica Williams nos resulta más necesaria.
           Al margen de la extraordinaria transparencia de su prosa, lo que más me llama la atención de Williams es su exquisito sentido de las proporciones. Las dos novelas que he leído suyas están perfectamente equilibradas, todo dura lo que tiene que durar, la acción no se desmanda nunca y en la deliciosa fluidez uno percibe las horas de pulimento, los planes, los bocetos. La de Williams es, como me dijo José Manuel Asensio a propósito de otro libro, “una difícil sencillez”, un libro claro que se nota muy trabajado, algo que por regla general me carga un poco pero que con Williams resulta muy llevadero precisamente por lo bien hecho que está. Soy un poco latoso con esto de la premeditación, pero en Butcher’s Crossing la carpintería de conjunto, tan minuciosa, engrandece el relato, no lo acartona, pero tampoco lo deja desbocarse. El carro de Williams atraviesa lentamente las inmensas llanuras amarillentas. El que tenga prisa que se ponga una película.
            Lo que cuenta es como si Henry Thoreau, en vez de irse a Cape Cod a descubrir la naturaleza y a sí mismo, se hubiera largado al Oeste, a cazar búfalos con un capitán Ahab interpretado por el Clint Eastwood de Sin perdón y quedarse un largo invierno atrapado en las montañas. Es Boston en Arkansas, una mezcla cultural y literaria que Williams sabe modular para que no chirríe. El protagonista, Andrews, es un joven bostoniano que quiere descubrirse a sí mismo. Para ello viaja al salvaje oeste, a un poblado de cazadores, y allí financia una expedición a un lugar no hollado, donde pastan las últimas grandes manadas de bisontes. Con ellos va un destazador de origen alemán, Schneider, y un pobre diablo que es como esos borrachines que en las películas conducen la diligencia y llevan levantada el ala delantera del sombrero.
            Matan tres mil búfalos, y uno acaba la novela con la sensación de que ha visto desollar a muchos y ha contemplado los cadáveres despellejados de casi todos, en diferentes grados de putrefacción. Es impactante, pero no es pesado. Y sobre todo no es previsible. Como género, el relato necesita un drama para resolverse, un momento de angustia máxima. Williams nos ha ido dando de comer la idea de cómo lo resolvería, para decepcionarnos primero y salirnos después por donde no nos lo esperábamos. Es fácil imaginar que son los propios bisontes los que, en una estampida descontrolada, hartos de que los maten y los desuellen, pasan por encima de ellos y de las pieles de sus compañeros muertos. Pero no es así, no son los búfalos. Se han cargado casi a la manada entera y han sobrevivido a las nieves del invierno, pero la naturaleza no ha dicho todavía su última palabra. El previsor Miller olvidaba un detalle, una posibilidad, una amenaza.
            No la cuento porque está bien hacer conjeturas, solazarse con las medidas correspondencias de la trama. Schneider ha jugado con fuego toda la novela, Miller ha cometido un pecado de avaricia, el pobre Charly se ha vuelto loco de miedo, pero no por los bisontes sino por la nieve, y el joven Andrews, ya viejo, como le recuerda la prostituta Francine, ha visto lo que tenía que ver, ha perdido la inocencia en las montañas, y si le quedaba algo se lo ha quitado Francine en cuatro días abrasadores, sin salir de la cama. Miller acaba como un Flem Snopes enloquecido, y los sucesivos, crecientes finales abrochan los símbolos de la novela: el final de una era, el fracaso de una vieja ilusión, el polvo sobre el silencio. El tercio épico final pasa con brillantes calificaciones el género ventisca, el género robinson, el género crepuscular, pero donde más he disfrutado quizás haya sido en el cotidiano no hacer nada, mientras los bueyes, al ir, tiraban de la carreta, cuando se quedaban sin agua, cuando encontraban el río y montaban un campamento, o cuando pasaban el invierno entre la nieve. El cambio de la llanura a las montañas no es tan grandioso como podía esperarse pero sí más eficaz. Se meten en la boca del lobo, y de eso uno no suele darse mucha cuenta. Las descripciones siempre se terminan antes de que puedan empezar a reducir la marcha del relato. La pulcritud compositiva de Williams contrasta un poco con el hedor que despiden los protagonistas, manchados de sudor y de vísceras de búfalo, sin cambiarse en seis meses de ropa, durmiendo todos juntos entre pieles de bisonte recién despellejado, en un campo sembrado de cadáveres al sol. Pero no hay epopeya sin descanso del guerrero. El baño final de Andrews y la cariñosa despedida de Francine, con esas ganas de vivir que dan los polvos bien echados, ya son un gran alivio. El héroe ha cumplido su tarea. Ya se puede duchar.


John Williams, Butcher's Crossing, trad. de Luis Murillo, Lumen, 2013, 358 pp.