8.6.14

Los ojos de Thoreau


Dejé a medias El último mohicano, que me estaba gustando, porque llegó el cartero con Musketaquid, la traducción de A week on the Concord and Merrimack rivers que ha publicado Errata naturae con el buen gusto que la caracteriza, y eso que en esta ocasión habría que ponerle un par de peros. El primero, que las notas no son “de los editores”, como se dice en la primera de ellas, es decir de los editores de esta traducción, sino de Robert F. Sayre, el autor de Thoreau and the American Indians, quien en 1985 preparó la edición de las obras de Thoreau para The Library of America que Errata naturae ha usado para esta traducción.
            El asunto no es menor. A week (o Musketaquid, el nombre indio del río Concord) es un libro de libros, un canto de amor a la poesía de todos los tiempos y lugares, la griega, la romana, la hindú, la anglosajona; un libro escrito entre libros, una prosa detenida para buscar una cita exacta o para traducir unos versos de Simónides de Ceos. Si nos quedásemos con las páginas del libro que solo hablan del viaje por el río, calculo que no pasaría de la tercera parte. Se trata, como el río Concord, de una prosa desparramada, remansada por el constante esfuerzo poético, detenida en gentes que llevan a libros, acampada en praderas llenas de versos. Casi constantemente se nos está citando, casi siempre sin nombrarlo, a un poeta menor del siglo XVIII, a un geógrafo aficionado de su época o a un libro de versos que publicó un amigo suyo. En esas circunstancias, averiguar de dónde procede cada cita es una minuciosa labor de especialistas que en este caso resulta imprescindible.
            Por el mismo motivo, y puesto que han copiado las citas a su sabor, también podrían haber calcado el estupendo índice y los tres mapas antiguos que vienen en la edición de Sayre, que a los buscadores de libros viejos nos habrían resultado la mar de útiles.
            El otro pero hay que ponérselo, como casi siempre, a la contraportada. En ella se nos habla largamente del viaje que emprendió con su hermano, de que ambos estaban enamorados de la misma mujer y de que, al regreso de la excursión, el hermano de Thoreau se cortó afeitándose y a raíz de aquella herida murió poco después, de modo que este libro sería un homenaje al hermano muerto y “un ensayo de primer orden sobre la amistad y el amor”.
            En el libro de Thoreau no se dice una sola palabra de eso. Al hermano ni lo nombra, por más que a veces diga que “uno de nosotros” fue a por leña o cazó una paloma. Y el río, como digo, tampoco aparece mucho. Está allí, se lo nombra, y con frecuencia, como si se decidiese a remar, Thoreau nos regala una descripción de altura, tan elevada que con frecuencia flota y sube al cielo de las ideas poéticas, que siempre son felices coincidencias. A un lector de Juan Ramón Jiménez este libro le encantará, pero el que busque la emoción de la amistad y del hermano muerto se va a quedar con las ganas. Los que buscábamos río y nada más que río, en cierto modo, también.
            Pero la edición, ya digo, es de continente delicado, y la portada de David Sánchez merece mención aparte. Me gustan los dibujantes de línea clara, entre Hergé y Clowes, maestros confesos de David Sánchez, y ojalá que siga por ahí. En este caso, el retrato de Thoreau y su hermano dice bastante más del autor del libro de lo que cabría esperar.




            El hermano está como aparece en el libro, transparente, con esa cara de bondad transida que tienen los muertos prematuros. Pero Thoreau, inspirado en la clásica fotografía en la que se inspiran todos (la que aparece en la wiki) es una interpretación del personaje. En la fotografía original, los ojos de Thoreau son ojos de poeta, grandes, claros, levemente caedizos, como estragados de ver tanta belleza. Los labios, el superior bien delineado y el belfo inferior, le dan al personaje toda la carga de fe en sí mismo que en el libro sale por toneladas. Es ese rictus de quienes están convencidos de lo que acaban de decir; son, también, un elegante principio de puchero, el gesto no de impaciencia sino de quien suele ser impaciente, o incluso de quien tiene siempre el verso en la flor de los labios, como Antonio Colinas, que en todas sus fotos parece a punto de emitir una observación muy honda. La foto de Thoreau es, en fin, foto de poeta, porque Thoreau se siente un poeta, un ensayista lírico. Los poemas saltan por la prosa como burbujas, como si las aguas alcanzasen su punto de emoción. Así, cuando habla del “gusano nativo”, de la orgullosa nostalgia, deja una pieza como esta:

Hough all the fates should prove unkind,
Leave not your native land behind.
The ship, becalmed, at length stands still;
The steed must rest beneath the hill;
But swiftly still our fortunes pace
To find us out in every place.
The vessel, though her masts be firm,
Beneath her copper bears a worm;
Around the cape, across the line,
Till fields of ice her course confine;
It matters not how smooth the breeze,
How shallow or how deep the seas,
Whether she bears Manilla twine,
Or in her hold Madeira wine,
Or China teas, or Spanish hides,
In port or quarantine she rides;
Far from New England's blustering shore,
New England's worm her hulk shall bore,
And sink her in the Indian seas,
Twine, wine, and hides, and China teas.

Que en la traducción de Miguel Ros dice así:

Aunque todos los hados se muestren ingratos,
nunca dejes atrás tu tierra natal.
El barco, sosegado, termina por detenerse;
el corcel ha de descansar bajo la colina;
mas pronto nuestro destino de nuevo se encamina
y acaba por atraparnos.
La nave, aunque de mástiles firmes,
alberga bajo su cobre un gusano;
rodea el Cabo, cruza el Ecuador,
hasta que su ruta encuentra campos de hielo;
no importa cuán tranquila sea la brisa,
si son o no profundos los mares,
si transporta cuerda de Manila,
o si lleva vino de Madeira,
o cueros de España, o tés de China,
entrará en puertos o en cuarentena;
lejos de la violenta costa de Nueva Inglaterra,
el gusano nativo perforará su casco,
y la hundirá en los mares de la India,
junto a la cuerda, el vino, el cuero y el té de China.

La verdad es que, pese a que cuente una travesía en río, el libro no sé si cabe en la serie de literatura campestre. Tiene una limpidez sobrecargada, una sucesión de frases definitivas, muy musicadas, muy alicatadas de versos impecables. Pero esa trabajada simplicidad debe ser también sencilla, y este es el verdadero asunto de este libro, la lucha de Thoreau entre sus libracos para pintar acuarelas del río Concord con los versos más higiénicamente puros.

Y aun así la poesía, a pesar de ser el resultado último y más refinado, es un fruto natural. Con la misma naturalidad con que el roble alberga una bellota, y la vid un racimo de uvas, el hombre alberga un poema, ya sea hablado o escrito. Se trata del éxito principal y más memorable, pues la historia no es más que un relato en prosa de acontecimientos poéticos…

Y así podríamos seguir citando frases bruñidas, pensamientos etéreos, ideas modernas, pero cada vez que Thoreau llega a una escena, a un cuadro, al paisaje sin pensamientos, sin cellisca filosófica, se nota que no le concede más que lo imprescindible para componer una hermosa pastoral, pero de inmediato vuelve a sus libros. Más que flujo es abalorio: reflexiones ensartadas en el río, sobre literatura antigua, sobre la historia del país, sobre unos paisanos a los que Thoreau parece tratar siempre de lejos, distanciado, encaramado a su minarete poético, y ahí es donde creo que acierta el dibujo de David Sánchez, que no ha insistido en el belfo pero sí en los labios dibujados (muy parecidos a los de John Banville, por cierto) y en un detalle que no está en la fotografía original. En el dibujo, Thoreau tiene ese gesto de subir las cejas y bajar los párpados que tienen los intelectuales muy pagados de sí mismos. Lo que en la foto es un estrago poético, en el dibujo es conciencia de superioridad moral, un detalle que flota por el libro como un hedor a hierbas del año anterior. Demasiadas auroras, demasiado poeta en sí. En cierto modo, demasiada literatura.
            Nada criticable, en cualquier caso. Los libros tan bien escritos, por lentas que sean sus aguas, siempre son de agradable travesía. Si lo contextualizamos, es un gran libro. Si prescindimos del culto waldénico, de lo que significó en su tiempo la obra (incomprendida por adelantada); es decir, si prescindimos del aparato histórico literario, el libro no deja un poso tan profundo. Un libro cargado de ideas filosóficas deja menos limo que un libro donde solo se hable de un río. Esto es lo que uno le reprocha. Compartimos las odas a los antiguos, su sentido de la sencillez homérica, etc., pero no hasta transigir con la prolijidad. Thoreau escribe palabra por palabra y no parece importarle la totalidad de cauce. Ve las aguas y los avetoros y las ratas almizcleras, pero los lectores no viajamos en el río. Y no es por lo que dice, ni siquiera por lo que se repite. Es por esa actitud un poco sabionda que David Sánchez supo ver, aunque para ello, como buen artista, tuviera que traicionar el original.

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