La Canóniga
De las dos novelas que componen Los recursos de la astucia, la primera y
más breve, La Canóniga, es la que
señaló Ortega y Gasset como “un ejemplo del arte de Baroja”, y el propio don
Pío no quedó nada insatisfecho de ella.
La
Canóniga es una excepción literaria en las Memorias de un hombre de acción. La novela sucede en Cuenca, en
1821, y aparte del ambiente cada vez más escabroso entre realistas y liberales
del Trienio liberal, y de la idea, constante en Baroja, de que los realistas ya
entonces se valieron de “la plebe brutal y fanática” para engordar sus filas,
lo único que pertenece propiamente a las memorias de Aviraneta es el plan de
Bessières para tomar Cuenca. En ese pasaje aparece un momento Aviraneta, como
si asomase por una puerta la cabeza y se volviese a marchar.
También es excepcional que Baroja cuide
tanto la carpintería trágica. Aquí le vamos a poner el pero de que es una larga
novela resumida, que con el mismo argumento perfectamente le habría podido
salir una novela de trescientas páginas. Y si lo coge por banda Dostoievski, de
mil. Esa estructura dramática, ese presentar a los personajes y a mitad de
novela desatar un vertiginoso desenlace, no sé si Baroja lo tomó de
Dostoievski, pero sería una más de las cosas que felizmente adoptó, él que
descreía de los armazones previos, aunque no tanto como los críticos creen.
La novela, en efecto, es una crónica
ficticia, la narración de una leyenda popular en el momento en que sucedió, el
testimonio notarial y folletinesco de los hechos cuando fueron hechos, antes de
convertirse en mito. Lo folletinesco es la historia; lo notarial, cómo está
narrada, eso que a mí me resulta un poco demasiado denso, demasiado resumido. Aunque
contada por Pedro Leguía en 1837, a partir de lo que le contó un constructor de
ataúdes de Cuenca, la novela respeta ese tono de tragedia sentenciosa, que
podría recibir un título por cada uno de los personajes que la protagonizan: la
pasión y muerte de Miguelito Torralba; la locura de Cándida, “la ansiosa
advenediza, que intentaba apoderarse de la vieja morada de la Sirena”; la
traición de Sansirgue, el cura corrompido; o incluso la firmeza de doña
Gertrudis, o la triste historia de la huérfana Asunción…
Todos
los personajes podrían ser protagonistas de su propio folletín, pero el mejor
de todos, y acaso el más barojiano, es Miguelito Torralba. El señorito perdis
nos recuerda un poco a La feria de losdiscretos, pero aquí comete el error trágico de convertirse en el Fernando
Ossorio que busca “un amor vulgar y corriente” en la huérfana Asunción, cuya
madrastra, con rasgos de tía borracha y avariciosa, en connivencia repugnante
con el cura Sansirgue, destrozan la vida de Miguelito.
Baroja
plantea la redención de Miguelito en una primera parte muy 98 y luego deja
respirar un poco la acción con la historia del sepulturero y la incursión de
Sansirgue en casa de la Dominica. Baroja se despacha con los curas y su sentido
hipócrita de la humildad, e introduce a otro cura razonable, don Víctor, para
soldar los hilos de la trama. Las páginas del repelente Sansirgue, su sermón improvisado,
nos recuerdan el aire rancio y venenoso de los Fermines de Pas que en el mundo
han sido.
Pero
a partir de ahí la novela se precipita en varios desenlaces, la muerte de
Miguelito, el juicio a Sansirgue, similar al juicio de Regato en Con la pluma y con el sable, la ruina de
la Cándida, todo contado a toda velocidad, para mi gusto a demasiada velocidad.
Es posible que una novela corta canónica exija este movimiento acelerado, de
modo que una descripción de Cuenca del principio dura lo mismo que la muerte
trágica del protagonista, y la conversación entre un sepulturero y un
constructor de ataúdes lo mismo que la huida, persecución, captura, juicio y
ejecución de su antagonista.
Por
lo demás, uno tiene la sensación de que esta es la clásica historia que Baroja,
o su hermano Ricardo, escucharon en su primer viaje a Salvacañete, sitio
importante en esta serie, aquí y en Lanave de los locos. Es también muy 98 visitar una ciudad pequeña, tomar
apuntes y acuarelas, recoger alguna leyenda y con todo eso armar un breve
folletín. Ya el zoom con que comienza, de Cuenca a la Casa de la Sirena, un
espacio cerrado donde reunir los elementos de la trama ficticia, como sucederá
en El laberinto de las sirenas y como
había sucedido en El mayorazgo de Labraz,
es el mismo que había usado al principio de la entrega anterior, con la
descripción de Aranda de Duero. Allí fue muy duro con el campo y con sus
habitantes, pero aquí, quizá por lo rocoso del paraje, Baroja lo describe con
mayor romanticismo. En este tomo de Los
recursos de la astucia, pero en la segunda novela corta, hay otro pasaje de
Aviranta mirando el campo de Coria también muy emotivo, como si fueran las
casas, las peñas, los ríos y las callejas las que redimiesen esa brutalidad
mezquina que en determinadas circunstancias manifiestan sus habitantes.
Y
así la descripción de Cuenca da ya el tono romántico y desgarrado a que aspira
la narración, un tono que es el de principios de siglo, una pose romántica que
aquí Baroja no emplea en son de befa:
Si por
su poca vida comercial e industrial Cuenca estaba entre las últimas capitales
de España, por su aspecto dramático y romántico podía considerársela de las
primeras.
Recorrer
las dos Hoces desde abajo, entre los nogales, olmos y huertas de las orillas
del Júcar y del Huécar, o contemplarlas desde arriba, viendo cómo en su fondo
se deslizaba la cinta verde de sus ríos, era siempre un espectáculo sorprendente
y admirable.
También
admirable por lo extraño era recorrerla de noche a la luz de la luna, y,
sentándose en una piedra de la muralla, mirarla envuelta en luz de plata
hundida en el silencio.
Poco a
poco, para el paseante solitario y nocturno, este silencio tomaba el carácter
de una sinfonía, murmuraban los ríos, estallaba el ladrido de un perro, sonaba
el chirriar de las lechuzas, silbaba el viento en la capa de los árboles y se
oía a intervalos el cantar agorero del búho como el lamenta de una doncella
estrechada en los brazos de un ogro en el fondo de los bosques.
En
aquellas noches claras, las callejas solitarias, las encrucijadas, los grandes
paredones, las esquinas, los saledizos, alumbrados por la luz espectral de la
luna, tenían un aire de irrealidad y de misterio extraordinario. Los riscos de
las Hoces brillaban con resplandores argentinos, y el río en el fondo del
barranco murmuraba confusamente su eterna canción, su eterna queja, huyendo y
brillando con reflejos inciertos entre las rocas.
Es este “misterio extraordinario” el
que Baroja buscaba en las fachadas de las casas, en este caso en la Casa de la
Sirena. Es el arranque literario del escritor cuando pasea, que se ha impuesto
la obligación de trazar la crónica de un país imposible, pero que con ciertos
paisajes siente cómo se excita su imaginación de lector de folletines. Yo creo
que el que me parezca muy apretada, sobre todo al final, es solo síntoma de que
me duele no seguir leyéndola.
Los guerrilleros del Empecinado en 1823
¿Qué quería decir entonces Ortega con que
La canóniga era un modelo de su arte?
Sospecho que para él era como esos críticos que no entienden a Góngora y
siempre citan su soneto más petrarquista y menos gongorino, es decir, un modo
de decir que así sí, que eso sí
podría llamarse arte exento, mientras
reunía colillas y materiales para escribir sobre la deshumanización del arte.
Más canónica barojiana me parece a
mí esta segunda novela corta, que no creo que pueda juzgarse con los mismos
parámetros genéricos que la anterior. De hecho, Los guerrilleros del Empecinado en 1823 es más larga que varias
novelas de un solo tomo de esta misma serie, Las furias, las dos del conde de España, La venta de Mirambel, etc. Más bien parece que a esta novela breve,
que no corta, Baroja agregó un relato que sí era novela corta (y en este caso,
además, breve).
Los
guerrilleros… utiliza un
método que podríamos llamar cervantino o folletinesco, según los casos y con
las mismas razones. Al comienzo de la novela, en 1823, el ministro Evaristo San
Miguel encomienda a Aviraneta la tarea de indagar en San Sebastián cómo va de
fuerzas el ejército de Angulema, y al Empecinado, en la misma reunión, que
extienda su actividad guerrillera por las dos Castillas.
Así, por un lado, se nos describe la
situación más que lamentable del ejército liberal, la proliferación de
grupúsculos absurdos y jaurías sanguinarias, el Batallón de los hombres libres,
las Tropas de la Fe, un desastre: “Con este ambiente de indisciplina, de
vacilaciones y desconfianzas, era imposible que el país y el ejército hicieran
algo serio”.
Las dos misiones, la de Aviraneta y
el Empecinado, confluyen en las luchas contra Aviraneta, a partir de un largo y
entretenido episodio, el de la toma de Coria, donde el aparato documental deja
paso a la descripción de las acciones y a los deliciosos añadidos barojianos.
Ya al principio decía, muy serio, Leguía (suponemos) que “la acción por la
acción es el ideal del hombre sano y fuerte; lo demás es parálisis que nos ha
producido la vida sedentaria”, de modo que da la sensación de que Baroja ha
pulido en esta novela lo que había de sedentario, la proliferación de
documentos, que incluso, cuando son largos, como la carta final del Empecinado
(un despacho firmado por Máximo Reinoso), le produce el suficiente fastidio
como para contestarla en cuatro líneas. Es decir, si comparamos esta novela y
la anterior, Con la pluma y con el sable,
se nota que Baroja ha prescindido de todo exceso en ese cuerpo interior que
acolcha de sabiduría histórica la novela. Aunque solo sea por eso, me parece
más redonda.
Pero no es solo una cuestión de
proporciones. Todo está contado entre un nutrido grupo de parientes barojianos.
Por allí aparece Mercedes, la viuda de Arteaga, y Corito, pero también el
banquero y la Sole, con Aviraneta metido en un armario y sin mayores
consecuencias. Y se incorporan otros, unos meros figurantes (el padre Marañón,
el Trapense que viaja con un látigo en la mano y Josefina Comerford a su lado),
o la galería de guerrilleros desharrapados, de entre los que casi solo se salva
el Arranchale, el Zalacaín que se trae Baroja para que la tropa entera no sea
chusma. El pescador, el Arranchale, “ágil como un mono”, es capaz de
despertarse a las tantas de la mañana, subir y bajar por una fachada interior
(esas barojianas que siempre dan a un patio con una puerta pequeña), regresar a
su cuarto y, sin solución de continuidad, echarse a dormir. El Arranchale es el
pueblo fiable, el que trae a la caballería cuando podría huir sin dejar rastro.
Y con los personajes vienen las
historias mínimas, la aventura de Trigueros, la historia del Hereje, que tiró
los santos al río, o la estratagema de la cuerda, en esos rasgos de imaginación
algo infantil y doméstica con que Aviraneta escribe sus páginas de gloria, todo
como preámbulo de la gran aventura, la toma de Coria. Están aquí las mejores
descripciones del relato, la de Diamante y los milicianos, la de la ciudad
levítica o esa genuina descripción barojiana que es lo que ve Aviraneta desde
un altozano y de lo que se ríe su lugarteniente Diamante, el liberal de espada
en pecho que acabará en un paredón improvisado por no usar de la astucia y del
disimulo como hace Aviraneta, y que en cualquier caso sirve para salvarlo de
milagro.
Aviraneta, en efecto, decide pasar a
Portugal disfrazado de aldeano, pero es preso en Sevilla (y la cuerda de presos
pasa el puente de Triana entre la cada vez más agresiva locura de la chusma,
aquella gente del ¡Vivan las caenas! que
ni entonces aceptaba Baroja ni ahora podríamos aceptar cualquiera de los que
nos desesperamos viendo reacciones semejantes de la gente que sufre.
Dejémoslo en la descripción de
Coria, en esos momentos de paz en que Aviraneta y Baroja, lejos de las balas y
de los legajos, son el mismo más que nunca.
Aviraneta
se sentó en el pretil de piedra del Paredón.
A don
Eugenio le gustaba contemplar el paisaje: le producía, momentáneamente, un
olvido de todo; le recordaba los días de su infancia, cuando iba a la Peña de
Aya y al monte Larun a ver el mar a lo lejos. Ese germen ahogado que tenemos
todos de otro hombre o de otros hombres despertaba en él con la contemplación.
Aviraneta quedó inmóvil y en silencio.
Era una
tarde espléndida, gloriosa: los campos verdes relucían frescos después de la
lluvia; el río venía crecido y alguna nubecilla blanca se miraba en su
superficie como en un espejo azulado. Dentro de la iglesia, los canónigos cantaban
en el coro y se oían las notas del órgano.
En el
aire pasaban las cigüeñas con ramas en el pico y quedaban en extrañas actitudes
sobre sus nidos; los gorriones y los vencejos chillaban, y una nube de
cernícalos, que al transparentarse tenían un color morado, lanzaban un grito
agudo.
Había
al mismo tiempo ligeros incidentes que animaban el conjunto: un burro que
corría por los hierbales y hacía sonar un cencerro; unas ovejas esquiladas que
saltaban sobre unas piedras; un hombre que pasaba a caballo por el puente. A lo
lejos, una galera de siete mulas venía despacio por el camino.
Este silencio, lleno de ruidos,
de ladridos de perros, de cacareo de gallos, de balidos de ovejas, del canto
suave del abejaruco, tenía un gran encanto. De pronto, las campanadas del reloj
de la iglesia sonaban allí cerca con un fragor imponente.
Aviraneta
se sentía saturado de tranquilidad, de paz, ante aquella majestuosa tarde que
marchaba con su ritmo lento hacia el crepúsculo...
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