En todo caso, La ruta del aventurero es uno de los libros donde menos aparece
Aviraneta, sendos cameos fugaces, más fugaz aún el de El viaje sin objeto, y al mismo tiempo uno de los más gozosamente
barojianos. Con La aventura de Missolongui
o sin ella, ya he colocado este tomo en la vitrina de los grandes libros de
Baroja.
La
ruta del aventurero es un libro antológico en un doble sentido: el de ser
uno de los libros más característicos de su autor y el de contener retazos de
sus obras anteriores. En él hay paisajes calcinados que nos recuerdan a las
visiones febriles de Fernando Ossorio, y un tipo de guasa que nos remite a los
tiempos de Silvestre Paradox, a sus aficiones dickensianas y a ese personaje,
pintor aventurero, caminante de chaqueta al hombro que ahora se llama Thompson
y que en otras novelas se llama de otro modo pero es el mismo tipo. Es como si,
diez años después, Baroja hubiera revisado la trilogía La vida fantástica, más bien la hubiera adaptado a un estilo más
sobrio y punzante, más maduro y socarrón, con frecuencia igual de hermoso. En
varias páginas he anotado incluso las iniciales CJC, porque su lectura me ha
convencido de que el Viaje a la Alcarria procede
más incluso de aquí que de esa otra España
negra que pintó y describió Solana.
El
libro, en fin, es un ejemplo lozano de cómo no es una estructura dramática lo
único que puede armar una novela que es una mezcla de cuaderno de viajes,
memorias inventadas e historias de dulce sabor popular. Con los excesos de erudición histórica echábamos de menos la narración, el
puro acto de contar, te voy a contar, tengo una historia que contarte, que es
en lo que consiste al fin y al cabo una novela. En estos dos últimos tomos
Baroja decidió publicar las novelas cortas o relatos cortos que en principio no
daban para apañar una novela, por mucho que El
viaje sin objeto sea más largo que otras novelas de un solo tomo. El hecho
de meterlos en la serie de Aviraneta solo se justifica porque los hechos
acaecieron en el primer tercio del siglo XIX, pero uno podría prescindir del
decorado histórico y con los mismos mimbres escribir un libro de viajes y
meditaciones de ambiente contemporáneo. Es más, El viaje sin objeto ya no
sucede en el XIX ni en el XX sino en esa edad barojiana que comprendemos mejor
con los dibujos festivos de Julio Caro que con los periódicos de cualquier
época. Faltan pocos años, cinco, para que Baroja se instale definitivamente en
un mundo de fantasías barojianas en las que él es otro personaje más. Estas
novelas cortas ya van ahuecando los cojines.
El lector barojiano se entretiene a
veces con la reordenación de la obra de Baroja. El viaje sin objeto pertenece a
la trilogía La vida fantástica igual
que El convento de Monsant pertenecía
a la tetralogía El mar. Ambos están
remetidos en estas Memorias, apenas
perfumados por unos datos históricos tan magros que Baroja podría haber metido
sin problemas en cualquiera otra de sus novelas. La poca acción histórica, la
prisión y la fuga con la que termina el libro ya las ha utilizado en otras
novelas de la serie, pero el resto, lo no aviranetiano, es sin embargo
altamente barojiano, fresco, terso, luminoso. El problema de Baroja no es que
escribiese demasiadas novelas sino que escribió demasiadas novelas buenas, las
de la vitrina principal, y algunas como esta, que debería ser un clásico
absoluto, permanecen ocultas para la mayoría de los lectores, incluidos algunos
estudiosos de su obra.
Las primeras líneas llaman la
atención como si fueran un eslabón perdido:
Yo soy un hombre que ha salido
de su casa por el camino, sin objeto, sin saber por qué, con la chaqueta al
hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente
como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.
No es que suene a Cela; es que Cela
suena a 98. Sus querencias bestiales le arrimaban a Solana, pero esta prosa tan
limpia… Cela aprendió que si quería domar su prosa tenía que poner la coma
después de guerra. Luego se la quitó,
esa y todas, pero para entonces ya había escrito el Viaje a la Alcarria, que es lo que importa. Ese proceso de desmitificación
y emoción, de ternura y realismo crudo que los del 98, sobre todo Baroja y
Machado, aplicaron al paisaje (Unamuno es más campanudo, Azorín más fino), es
sobre el que luego construiría Cela su prosa, insensible a la emoción
machadiana por efecto de la retranca barojiana, sus breves carcajadas sin abrir
la boca.
Porque en La ruta del aventurero, además, hay mucho humor. Toda la primera
parte es un ejercicio de dickensianismo, o incluso, además, muy inglés: “Desde la más remota infancia estoy acostumbrado
a contemplar la ruina como un estado natural de mi casa”, dice Thompson, que se
pasea por Lincolns Inn, como en Bleak
House, o recrea un ambiente circense que nos recuerda a Hard times, monta una sociedad no muy
limpia con Will Tick, el Houthorn (¿se llamaba así?) de David Copperfield.
Thompson elabora gráficos robinsonianos para estructurar y mensurar sus condiciones
como persona, o ensaya un lirismo muy británico, con su punto ácido, en el
epitafio a su amigo Burton.
Su punto de vista es el de un inglés
que pensase lo mismo que Blanco White, al que cita, así como en Los contrastes de la vida, y a propósito
de los toros, citará al antitaurino Jovellanos). La ilustración española
coincidió con la borrachera romántica europea: es perfectamente compatible
seguir viendo las cosas como Montesquieu y pintar pañuelos de pirata.
Este tono dickensiano coincide con
la estancia en Londres de Thompson. En la manera de componer barojiana hay algo
que me gusta mucho. La historia y los caracteres se subordinan a uno de los
detalles. Compositivamente, el héroe no está en Londres porque es inglés, sino
que es inglés, y dickensiano, porque está en Londres. Es evidente, y así lo
deja entrever, que Thompson pensaba en gente como Blanco, porque las siguientes
partes parecerán escritas por el más pesimista de los ilustrados o por el más
sarcástico de los románticos.
Esta novela se publicó en 1916, doce
años después del año 98, 1902. Pero
el que habla sin piedad del país es el mismo cáustico jovenzano: “Es imposible
que la gente sea civilizada y sociable en una tierra gris, abrasada por el sol,
olvidada por las personas ricas, donde no hay frescura, ni sombra, ni medias
tintas y a la cual no llega ni el eco más lejano de la cultura de Europa”. Todo
el capítulo ‘Revelación de la España clásica’ es una página importante para la
gran antología de la España negra: “Este polvo, este calor, esta mezcla de
barbarie y de simplicidad, este contraste de la pobreza de los callejones del
pueblo con la pompa de la catedral me dio la revelación de la España clásica,
emborrachada con su sol, con su vino, con su fanatismo y con su violencia”.
No falta la crítica del
covachuelismo galdosiano (origen Larra), con ese trabajo inútil que consigue un
taxidermista inglés como Thompson en el museo de Historia natural, y el
habitual ramalazo anticlerical: “la política de los católicos siempre ha sido
igual. Ellos harán una deslealtad o una infamia; pero, eso sí, la harán con
reservas mentales; luego oirán su misa con devoción, se confesarán, tendrán
propósito de enmienda, se darán unos golpes de pecho, y limpios para hacer otra
canallada”.
Pero estas opiniones, que en este
libro están bien proporcionadas, en los años treinta concluirán por devorar la
trama entera. Tengo Los visionarios como el primer libro que leí de Baroja que me parecía ya casi sin interés, y Los visionarios está habitado por gente
que da opiniones absolutas, crudas y bien dichas, con su punto de escandalosas,
o de cascarrabias. Pero nada más.
Pero el noventayochismo de este
libro no se articula solo en frases contundentes sobre los males del país, cosa
que Valle-Inclán seguiría haciendo (en cierto modo, comenzaría a hacer) cuatro
años después, cuando Baroja parece alejarse un poco de ese tipo de compromiso
narrativo y, después de La sensualidad pervertida, sus novelas se alejan del presente combativo yo diría que
definitivamente. Podemos pensar que Baroja pone a hervir materiales que
aflorarán en la cabeza de Luis Murguía, pero también que Baroja empieza a
revisarse, a usar sus propias obras como materia narrativa.
Al
margen del dickensiano Silvestre Paradox,
en este libro hay huellas claras de La
busca y de Camino de perfección.
Es difícil no acordarse de don Alonso con la divertida historia del domador de
panteras, o de Roberto Hastings cuando Thompson se inventa una fortuna del
ascendido comandante Cox, o del Valencia con la pelea del matón de la cárcel de
Sanlúcar, o de la pensión de doña Casiana en todo el capítulo ‘La casa de
huéspedes’; o, en fin, del propio Manuel cuando encuentra cobijo en casa del
señor Custodio: “Ya que no puedo ser un criminal hábil, intentaré ser una
persona honrada”.
Y es imposible no acordarse de Camino de
perfección cuando uno lee estas líneas:
El
primer alto en mi marcha lo hice en la venta de las Campanas, donde tomé unos
huevos cocidos y pan, y por la tarde seguí hasta llegar a Barasoaín, rendido de
cansancio y, sobre todo, de calor. Dormí bastante mal en una posada y me levanté
al amanecer a continuar mi ruta.
El día
prometía ser tan ardoroso como el anterior.
Avancé
todo lo que pude por la mañana. Al llegar al puente sobre el Cidacos se despertaba
una tropa de gitanos. Dos o tres hombres se desperezaban extendiendo los
brazos, una mujer hacía fuego con unas ramas y unos chicos dormían al sol,
medio desnudos.
El
calor y el bochorno seguían terribles. El cielo echaba lumbre ; los montones de
gavillas parecían rebaños de oro sobre un campo ceniciento.
A lo
lejos veía pueblos con tejados blanquecinos que con la fuerza de la luz del sol
me parecían nevados. Las mujeres, montadas en los trillos, daban vuelta a las
eras.
Cuando
más apretaba el sol, muerto de sudor, llegué a Tafalla y entré en una posada.
El posadero era hombre amable que nos recibió bien a Philonous y a mí.
Quizá el epítome de todos esos
homenajes a sí mismo sea el capítulo ‘Las moscas’, con –extraña- ecuación
incorporada.
Pronto los capítulos empiezan a
variar de tono y de forma, poemas en prosa que deja caer por el camino, como el
discurso al amigo muerto, o algo después la canción a Mary la de Biriatu, creo
que un claro antecedente de la Pamposha, la ninfa de La leyenda de Jaun de Alzate, y también del tono poético que
emplearía en esa pieza; o la elegía ‘Mare serenitatis’, en un procedimiento que
llevaría a su expresión más acabada, quizá, en El gran torbellino del mundo.
Thompson es un viajero que cuando
cruza los Pirineos practica la antropología general: los vascos son celosos y
exagerados ( no obstante, vuelve a pasearse por las páginas el teniente Leguía,
ministro de Zalacaín), los aristócratas son feos y degenerados, “en toda la ribera de Navarra la agresividad
es una costumbre”, y en ese plan, sobre todo cuando le toca el turno a Pamplona,
“un pueblo intoxicado por la clericalina”.
El
análisis social de la sociedad pamplonesa tiene ese tono ilustrado (a lo
Borrow), de inglés pragmático que desprecia ciertas inútiles convenciones o las
trata como enfermedades endémicas. Muy cínicamente, en el buen sentido, se hace
un buen amigo, Philonous, un perro, que lo acompaña casi toda la novela, hasta
que Thompson se tiene que meter en una cárcel (pero qué cárcel, en un cuarto
ventilado, con vistas sevillanas y una fugitiva, Tránsito, que le limpia y lo
ama) para terminar la novela, como de costumbre últimamente, con una evasión
llena de cordeles y ventanucos.
Pero
lo histórico específico, la ambientación del 1823, se queda en un desprecio
compartido a los realistas franceses y españoles y a unas noticias históricas que
están remetidas en tres páginas escasas. Mejor. Baroja lleva varios tomos sin
cometer los excesos de Con la pluma y conel sable. Cada vez hay más imaginación y menos historia comprobable,
síntoma de salud novelesca, de fortaleza narrativa. La novela termina con algún
apunte de romanticismo pintoresco: la seducción de la sobrina de la señora
Landon, las armas para Grecia, locos, bandidos, hazañas piscatorias y de un
donjuanismo moderadamente maldito. Al final aparece el cabo de unión con el
principio de El convento de Monsant,
el coronel Mac Clair, que morirá al principio de este libro, lo que quiere
decir que todo él empieza en un naufragio y termina poco antes de ese mismo
naufragio (falta la aventura en Grecia), como en la primera parte de la Odisea.
Y todo ello en unas cuartillas que leyó Thompson a Kitty, la mujer del pobre
coronel Hervés.
Este
es el plan que seguirá después de las Memorias: unas veces estará más fresco y
ocurrente; otras, más espeso. Baroja opta por deshuesar la novela, en
suculentos relatos como El convento de
Monsant y en fibrosas magras como en El
viaje sin objeto. En la primera uno disfruta de la pieza bien hecha; en la
segunda, de un método, el de agregar breves fragmentos, pecios de colores, que
no necesita de fin.
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