17.12.14

Una nueva traducción de las Geórgicas


Para celebrar que acaba de salir una nueva traducción del poema de Virgilio, a cargo de Francisco Socas, en La Piedra Lunar, voy a poner en la delantera del escaparate la traducción que yo mismo terminé hace unos meses.

8.12.14

La época del esperpento


En cada nueva entrega de la serie Baroja va cambiando el modo de trenzar los datos históricos con la ficción. En las dos anteriores, el procedimiento consistía en intercalarlos, pero aquí, desde el momento en que Aviraneta (y con él la Historia) pasa a primer plano, la ficción se dispersa entre la propia intentona de la Isabelina, que ya de por sí parece un sainete, y en algunos personajes secundarios, en especial Tilly y Celia, quizá los únicos no fantoches de toda la novela. Es decir, lo histórico, lo verdadero, está contado con trazos de expresionismo deformante, y lo ficticio, lo romántico y ornamental se somete a un realismo admirativo. En medio de todos, Aviraneta reaparece y reafirma su condición de héroe cenizo.
            Bien es verdad que la historia que tenía que contar aquí Baroja era altamente novelesca. En 1830 se comenzaron los trabajos para constituir una sociedad secreta, La Isabelina, llena de liberales que preferían la regencia de la reina niña a los manejos de la reina María Cristina y de su amante Muñoz, en unos tiempos en los que el pretendiente Carlos empezaba ya a vociferar. Aparecen por la novela, discutiendo en librerías de viejo y tabernas y salones, el bibliófilo Bartolomé Gallardo, Romero Alpuente (“un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de cadáver y con los ojos vidriosos”), Flórez Estrada, Olavarría, el conde de Toreno, Palafox (“un imbécil”), incluso Larra, Espronceda o Patricio de la Escosura, “gente que tiene un hermoso epitafio nada más”, isabelinos que colaboran por debajo de los cristinos, hasta el bandolero Luis Candelas y los infantes Luisa Carlota y Francisco de Paula, empeñados, a su vez, en una triple regencia junto a su madre. Quizá donde más cargue las tintas Baroja (y le debió de gustar, porque son palabras que repetirá Fermín Acha, creo que en Crónica escandalosa, pero esta vez a propósito de Isabel II) sea en el descarnado chafardeo sobre la reina María Cristina que, para más inri, Baroja pone en boca del clérigo Mansilla.
            Todo fue un desastre. Palabrerío de salón o de taberna, da igual, que estalla en la matanza de frailes del 34, en mitad de una epidemia de cólera, y llegará a ocupar entera El sabor de la venganza, la siguiente novela. Baroja no concede en La Isabelina mucho espacio a esa orgía de sangre, quizá por sobradamente conocida, pero tampoco hace que la novela pase entera por el cólera, algo que solo afecta a unas líneas llenas de cifras. El tema no era el cólera del 34 sino parte del epílogo expresionista. No nos cabe en la cabeza, ni a Baroja tampoco, que Aviraneta se pueda contagiar.
            Aviraneta juega con ventaja. Siempre previene lo que va a ocurrir, incluso que el pueblo vaya a cometer una barbaridad; nunca se compromete con aquello que piensa que no va a salir bien, que es todo, él que no se cansa de afirmar que todo sale mal porque falta gente decidida. Los demás siempre son una tropa de camastrones declamantes con los que no se puede ir a ninguna parte. A Aviraneta le hubiera gustado secuestrar a Cea Bermúdez junto a la plaza Mayor de Madrid, en una escena de carruajes de caballos que cabalgan en la oscuridad por los adoquines un poco improvisada, la verdad. Él está allí para actuar y poco le importa la posteridad, “una aspiración mezquina”: “ahora mismo mi preocupación es lo que tengo que hacer al salir de aquí, lo que haré esta noche, mañana, pasado. El año que viene ya tiene perspectivas muy lejanas, casi no existe para mí”, le dice a Tilly. Su plan es el “cambio de gobierno inmediato y dictadura liberal”, a lo Robespierre, según dice en un discurso que huele a documento histórico. Como conspirador, no admite reglas, porque la conspiración es un arte, y el arte no tiene reglas. Acabará preso, como siempre, después de un viaje absurdo a Barcelona en el que no pasa de Guadalajara, y con la sorpresa folletinesca, en la última línea de la novela, de que le han robado unos papeles comprometedores.
            Todas estas intrigas nos han resultado menos atractivas cuando se aferraban a la documentación histórica, pero aquí están desperdigadas por Madrid, un Madrid pintado con espátula que en más de una ocasión nos ha recordado el desgarro de Luces de Bohemia, que Valle-Inclán escribiría un año después, o los cartones de Solana. Baroja repasa las plazoletas “de aldea manchega”, la nómina completa de cafés con tertulia conspirativa, ciertamente abrumadora, las casas de huéspedes del Callejón del Gato, ese magnífico borracho de la calle del Bastero, o la misma taberna de Bibiana, en un capítulo que Valle-Inclán habría podido trasponer a su teatro sin cambiar demasiadas comas, pero que incluso nos parece más propio de La taberna fantástica.  Toda la escena de la tía Sinfo y Gasparito (que me suena mucho a Galdós, vía Cervantes) está repintada de un lenguaje jugoso y nauseabundo, como si Baroja ya solo sacara aquel viejo registro naturalista cuando quiere subir el tono de la narración:

Cruzaron el jesuita y el ex claustrado la Puerta del Sol, y de aquí, por la calle Mayor y la de Toledo, fueron a los Barrios Bajos. El padre Jacinto quería ir a la calle del Carnero; pero no recordaba bien el camino. Entraron en la de la Ruda, materialmente llena le una multitud andrajosa
que se detenía en los puestos de verdura y de pescado. De aquí pasaron a la calle de las Velas y sedetuvieron en una tienda donde vendían galápagos. Preguntó el jesuita por la calle del Carnero, y le indicaron que bajara por otra estrecha, llamada de la Chopa. Se metieron en ésta y se encontraron con unas viejas prostitutas, gordas y con los pellejos colgando, pintadas, y con la colilla en la boca, que salieron de los portales y les quisieron arrastrar a sus madrigueras. Una de las viejas tenía una pierna de palo y fumaba un puro. El jesuita y don Venancio se desasieron de tan horribles furias, y salieron a la calle del Carnero. Todo aquel barrio era infame, miserable; tenía un aire de aduar africano, sucio, quemado por el sol. El empedrado, de pedruscos de punta, estaba lleno de agujeros y de baches, y éstos, llenos de basura. Deambulaban por allí mendigos, lisiados, chiquillos héticos y lacrosos y mujeres harapientas con los ojos inflamados. Había en la calle dos o tres casas de dormir, y en un balcón de un piso bajo, una cabeza de mujer, de cartón, con los ojos brillantes y los pelos alborotados, que era la muestra de una peinadora.

            No sé si se han mirado con lupa estas escenas de los bajos fondos madrileños en 1834 a la luz del expresionismo esperpéntico de Valle, supongo que sí. Estaría en el ambiente. Para Baroja, ya digo, no es un fin en sí mismo sino una gama de colores fuertes que él emplea cuando le conviene. En Baroja la narración, el ritmo narrativo es lo primero, y a ese tren pueden subirse ejercicios estéticos de corto e intenso recorrido. En alguno casi se pasa. Hay un personaje, un tal Bordoncillo, en el que Baroja juega un poco a El Buscón, una de las novelas, por cierto, que lee el padre Chamizo. Y pasa lo mismo que pasa en El Buscón, que es un chiste largo, un fantoche tomado de la época de Paradox, que solo está tres páginas pero que se hace cargante desde las primeras líneas.
            Es el único caso, un capricho dickensiano, quizá (el otro es el caimán colgado del techo, el tercero que encuentro en la obra de Baroja). El resto de personajes están bien en su condición de figurantes, de secundarios o de protagonistas, y hay tres que merecen mención aparte: el padre Chamizo, el joven Tilly y la bella Celia.
            El primero es Venancio Chamizo, el seudonarrador de la novela, es decir, el que en 1834 le pasó sus papeles a Leguía porque él, nada más empezar a leerlos, se dormía. Chamizo es ex claustrado, volteriano, comilón y lector de clásicos grecolatinos. Se entera de poco o de nada (una vez se lanza a investigar por su cuenta, y va a parar a los bajos fondos, que describió para Leguía de maravilla), es medroso y no está presente en la mitad de las historias que se cuentan, lo que significa que Leguía/Baroja tuvo que añadir de su coleto. Tanto es así que Baroja, irónicamente, arma un jaleo de hipotextos para contar la entrevista que tuvo Aviraneta con la infanta Luisa Carlota y con Francisco de Paula, que cuenta un tal García Alonso, amigo de Narciso Ruiz de Herrera, cuando va a casa de Celia y está allí el padre Chamizo, quien recoge los datos para que Leguía los ordene.
            Un tipo simpático, el cura Chamizo. Como simpático resulta Tilly, que en La veleta de Gastizar era un dandi provocativo y aquí hereda el papel del difunto Lacy, quien tanto nos gustara en la anterior entrega. Tilly, enfermo (es un romántico) se instala en la Casa del Jardín, en Madrid, junto a la Cuesta de San Vicente, un caserón abandonado del que le prestan unas salas para que Tilly se lama las heridas estéticas. Esa casa es el mundo aparte en el que Baroja da asilo a sus personajes románticos. Su descripción nos vuelve a recordar, como tantas veces últimamente, el mundo que recrearía cuatro años después Baroja en El laberinto de las sirenas: las vistas de Nápoles, la villa de Amalfi “tomada desde el fondo de una gruta”; las ruinas de Capri, con el palacio de Tiberio (¿leyó Baroja a Suetonio?), los marineros napolitanos, “sentimentalismos y pinturas” por los que se deja llevar Tilly. Pronto es el brazo derecho de Aviraneta, y aunque, a veces, las cambiantes circunstancias los pongan en bandos contrarios, nunca dejan de ser amigos. Su muerte por cólera es el detalle maestro que Baroja sabe colocar al final de la novela.
            Y el otro personaje, más de este mundo, más del mundo de la fantasía (sin embargo, como decía, más viva y más real) es Celia, la mujer de Narciso, una dama romántica en la que uno siente que hay alguien detrás. Muy poco después escribiría Baroja La sensualidad pervertida, donde disfrazó sin tapujos sus amores de verdad. Esta Celia es demasiado interesante para ser inventada. Lo malo es que vive en un breve relato romántico y se lía con Gamboa, un joven don Juan, sobrino de don Narciso (¡y de la propia Celia!) que Baroja ha contratado para escribir el episodio romántico. Gamboa flirtea con Celia pero acaba casándose con Pilar, la mujer racial, y muriendo en alguna guerra. Celia, ese personaje que merecía una novela entera, acaba refugiándose en la iglesia. No pasa nada. Reaparecerá, con otro nombre, en El amor, el dandismo y la intriga. Aquí parece una invitada al relato de celos y delaciones, un poco en el aire de La Canóniga, pero esta mujer es mucha mujer, y a Baroja le gusta.
            Salgo satisfecho de La Isabelina. Se nota que Baroja deja todo preparado para una nueva novela en dos volúmenes, pero esta está más terminada que La veleta de Gastizar, no necesita continuación. Su disposición intuitiva de historias reales y ficticias, salvo en el caso raro de Bordoncillo, corre como la seda. Baroja viaja en el método que quería, en lo mejor de sus Memorias de un hombre de acción.

7.12.14

Sentir con los sentidos


Ya empieza a ser penosa costumbre que todos los años por estas fechas tenga que asistir a un cursito de esos que programa la Comunidad de Madrid porque piensa que los profesores, cuando volvemos a casa, nos dedicamos a jugar a los marcianos en vez de estudiar nuestra disciplina. Este año, como el ponente era bastante bueno, la cosa se sobrellevó mejor. Al final apañé una nota para justificar mi asistencia. La dejaremos aquí, en el almario virtual.

Sobre el verbo ‘sentir’ en el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús


Lo que yo pretendo declarar es qué siente el alma
cuando está en esta divina unión
(V18,2)


§1. En una de las sesiones del curso Teresa de Jesús (1515-2015): lenguaje y experiencia mística, el ponente, Juan Antonio Marcos Rodríguez, comentó un texto (V27, 2) en el que Teresa describía la presencia de Dios en estos términos:

Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida podía ignorar que estaba cabe mí.

               Entre las cuestiones que suscitó el comentario, me surgió la de plantear al ponente qué sentido exacto tenía en ese pasaje el verbo sentir, teniendo en cuenta que en el lenguaje popular del siglo XVI que tan bien manejaba Teresa no es raro encontrar el verbo sentir en su acepción de oír. Naturalmente, la cuestión no podía resolverse sin acudir a las concordancias, que es la tarea que, por lo que respecta tan solo el Libro de la vida, hemos llevado a cabo en el presente trabajo. Para ello hemos examinado los pasajes en los que aparece el verbo sentir en cualquiera de sus tiempos, modos, números y personas, es decir, la raíz *sent- con sus respectivos apertura y cierre de vocal lexemática en *sient- y *sint-; así como el sustantivo sentido y sentimiento, si bien ya no el derivado consentir, de significado unívoco.

§2. En el Tesoro de la lengua castellana, Sebastián de Covarrubias aporta esta definición de sentir:

SENTIR. Latine sentiré, sensu percipere. Notorio es a todos llamar cinco sentidos corporales: la vista, el oydo, el gusto, el odorato y el tacto; y muchas vezes sentir se pone por entender, como decir: Yo siento esto así, yo lo entiendo así. Sentimiento, el acto de sentir, y algunas vezes demonstración de descontento.

               La mucho más matizada definición del DRAE abunda en esas cuatro nociones básicas de percibir, experimentar, entender y lamentar.

Covarrubias
DRAE
sentire, sensu percipere
2. tr. Oír o percibir con el sentido del oído. Siento pasos.
3. tr. Experimentar una impresión, placer o dolor corporal. Sentir fresco, sed.
1. tr. Experimentar sensaciones producidas por causas externas o internas.

entender
6. tr. Juzgar, opinar, formar parecer o dictamen. Digo lo que siento.

acto de sentir
4. tr. Experimentar una impresión, placer o dolor espiritual. Sentir alegría, miedo.

demonstración de descontento
5. tr. Lamentar, tener por doloroso y malo algo.

Si descomponemos estas acepciones en sus semas correspondientes, el verbo sentir agrupa sus significados bajo el hiperónimo de percepción, ya sea esta sensorial o intelectual (espiritual) y en cada caso con connotaciones meliorativas o peyorativas. En la acepción de ‘percepción sensorial’ no es muy amplio el abanico de matices: la positiva va del gusto al deleite, en diferentes grados; la negativa, de la contrariedad al dolor, también en diferentes grados; la denotativa, por su parte, alude a cualquiera de los cinco sentidos, incluso a varios, aunque, en efecto, el más frecuente sean el del oído y el del tacto. La ‘percepción intelectual o espiritual’ plantea muchos más matices no dependientes del grado de uno o muy pocos de ellos.

Percepción
Sensorial
Positiva: sentir placer
Negativa: sentir dolor
Denotativa: sentir pasos
Intelectual
Positiva: inclinación, aprecio, preferencia, satisfacción, etc. Sentir amor, cariño, simpatía, aprecio, afecto, admiración, predilección, debilidad, consideración, respeto, estima, orgullo, pasión, delirio, devoción, fascinación, adoración, veneración, interés, atracción, afición, seducción.
Negativa: odio, rechazo, deseo de alejamiento, aversión, desprecio, fobia, distanciamiento, pena, tristeza, lástima, compasión, conmiseración, inquietud, preocupación, temor, terror, reparo, zozobra, culpa, culpabilidad.

Es sintomático que el idioma haya alejado las palabras neutras, denotativas, del verbo sentir cuando se usa como percepción intelectual, algo que Teresa hace con relativa frecuencia.

§3. La siguiente tabla da idea de los distintos usos del verbo sentir y de los sustantivos sentido y sentimiento que hemos rastreado en el Libro de la vida.

sentire, sensu percipere:
sentir con los sentidos
Percepción sensorial
positiva, “deleite exterior”
Tabla, 14; 4, 5; 15, 10; 16, 5; 18, 10; 18, 11; 20, 3; 22, 15; 23, 2; 25, 1; 27, 2-3; 27, 3; 28, 6; 31, 4; 38, 2; 40, 1
Percepción sensorial
negativa
5, 10; 6, 1; 7, 16; 20, 10; 29, 12; 32, 1; 32, 2; 32, 3
Percepción sensorial neutra
5, 9; 7, 16; 11, 9; 18, 12; 18, 12; 19, 2; 20, 18; 20, 19; 31, 12
entender
Percepción intelectual positiva
“deleite interior”
Prólogo; 10, 1; 11, 9; 12, 4; 14, subtítulo; 14, 4; 14, 5; 15, 1; 15, 7; 15, 9; 16, 3; 16, 4; 17, 5; 19, 1; 20, 9; 22, 11; 24, 4; 24, 11; 26, 1; 27, 4; 27, 7; 27, 12; 31, 4; 31, 20; 33, 9; 34, 10; 38, 16; 38, 21; 39, 6; 39, 22
Percepción intelectual negativa: “demostración de
descontento”
2, 4; 2, 8; 4, 1; 4, 2; 4, 3; 4, 3; 5, 9; 6, 4; 7, 11; 7, 19; 8, 11; 9, 1; 9, 2; 21, 6; 21, 7; 22, 3; 24, 2; 24, 4; 25, 13; 26, 4; 26, 5; 28, 4; 28, 10; 28, 17; 29, 4; 29, 6; 29, 9; 29, 9; 29, 12; 29, 14; 30, 9; 30, 12; 31, 4; 32, 12; 33, 5; 33, 6; 33, 7; 33, 9; 34, 10; 34, 10; 35, 9; 35, 10; 35, 11; 38, 1; 38, 16; 38, 22; 40, 10; 40, 21; 40, 22; Epílogo, 1
Percepción intelectual neutra
7, 14; 9, 8; 18, 1; 18, 2; 18, 14; 19, 1; 20, 7; 20, 11; 20, 18; 21, subtítulo; 22, 7; 25, 10; 30, 16; 30, 18; 33, 6; 34, 17; 37, 9; 38, 22; 39, 6; 40, 22


§4 DELEITE EXTERIOR: LA PERCEPCIÓN SENSORIAL POSITIVA.

               No solo es esta acepción mucho menos utilizada por Teresa que la de ‘percepción intelectual’, sobre todo la “demostración de descontento”, sino que en muchos casos es lenguaje metafórico. Teresa suele usar la metáfora sensorial para referirse a objetos intelectuales precisamente cuando no habla de la comprensión o de la sensación, de la mente o los sentidos, sino del espíritu o del alma. Así es cuando habla de “sentir gustos más particulares” como una concesión del Señor al alma, o de que el alma siente “deleite y suavidad”. Incluso cuando habla del “gozo que esta pena siente”, ambos sustantivos fluctúan en su significado sensorial o intelectual, habida cuenta que ‘pena’ suele acompañar a ‘tormento’ (cf. 32,3).
               El sentido metafórico es evidente en el caso del “deleite que en mí sentía”, por mor de la oración, o en el del “sentido interior”. Pero hay algunos otros usos puramente sensoriales. Este fragmento quizá sea el más claro:

Estando así el alma buscando a Dios, siente con un deleite grandísimo y suave casi desfallecer toda con una manera de desmayo que le va faltando el huelgo y todas las fuerzas corporales, de manera que, si no es con mucha pena, no puede aun menear las manos; los ojos se le cierran sin quererlos cerrar, o si los tiene abiertos, no ve casi nada; ni, si lee, acierta a decir letra, ni casi atina a conocerla bien; ve que hay letra, mas, como el entendimiento no ayuda, no la sabe leer aunque quiera; oye, mas no entiende lo que oye. Así que de los sentidos no se aprovecha nada, si no es para no la acabar de dejar a su placer; y así antes la dañan. Hablar es por demás, que no atina a formar palabra, ni hay fuerza, ya que atinase, para poderla pronunciar; porque toda la fuerza exterior se pierde y se aumenta en las del alma para mejor poder gozar de su gloria. El deleite exterior que se siente es grande y muy conocido. (V18,10)

               Este “deleite exterior” no es en absoluto metafórico, y lo mismo cabría decir del pasaje que suscitó el tema de este trabajo:

A cabo de dos años que andaba con toda esta oración mía y de otras personas para lo dicho, o que el Señor me llevase por otro camino, o declarase la verdad, porque eran muy continuo las hablas que he dicho me hacía el Señor, me acaeció esto: estando un día del glorioso San Pedro en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor decir, que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, mas parecíame estaba junto cabe mi Cristo y veía ser El el que me hablaba, a mi parecer. Yo, como estaba ignorantísima de que podía haber semejante visión, diome gran temor al principio, y no hacía sino llorar, aunque, en diciéndome una palabra sola de asegurarme, quedaba como solía, quieta y con regalo y sin ningún temor. Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco o no estuviese muy divertida podía ignorar que estaba cabe mí.
Luego fui a mi confesor, harto fatigada, a decírselo. Preguntóme que en qué forma le veía. Yo le dije que no le veía. Díjome que cómo sabía yo que era Cristo. Yo le dije que no sabía cómo, maque no podía dejar de entender estaba cabe mí y lo veía claro y sentía, y que el recogimiento del alma era muy mayor, en oración de quietud y muy continua, y los efectos que eran muy otros que solía tener, y que era cosa muy clara. (V27,2-3)

               Detengámonos en los tres casos en los que aparece en este fragmento el verbo sentir:

a)      “vi cabe mí o sentí”. La disyunción es de equivalencia, no excluyente; es decir, no en el sentido de ‘vi cabe mí o me pareció ver’, sino en el de ‘supe de su presencia física’. En todo caso, “sentí” tiene aquí un espectro significativo más amplio que el de un sinónimo de ‘oí’.

b)      “mas estar siempre al lado derecho, sentíalo muy claro”. Otra vez una interpretación conservadora (‘era consciente’) resulta más aconsejable que la del sentido físico (‘oíalo muy claro’), quizá más amplio y más difuso. Sin embaro, hay un pasaje (25,1) en el que las cosas no están tan claras: “Paréceme será bien declarar cómo es este hablar que hace Dios al alma y lo que ella siente, para que vuestra merced lo entienda.” Entramos en el ámbito de las “hablas” de Dios, pero no es que aquí el alma, en efecto, escuche, sino que la misma metáfora del hablar de Dios se corresponde con el sentir del alma, es decir, que sí puede estar utilizada en el sentido de ‘oír’.

c)      “no podía dejar de entender estaba cabe mí y lo veía claro y sentía”. Nuevamente, si ‘ver claro’ se corresponde metafóricamente con ‘sentir’, su acepción también debe ser la de ‘oír’. O, en un sentido más amplio, con la de ‘percibir sensorialmente’. También podría interpretarse como hendíadis, como pleonasmo intensificador o como metáfora de diferente registro. Pero no solo es ver, es ver claro, y sentir.

Claro que Teresa de inmediato aclara que esa sensorialidad no es estrictamente física:

Porque si digo que con los ojos del cuerpo ni del alma no lo veo, porque no es imaginaria visión, ¿cómo entiendo y me afirmo con más claridad que está cabe mí que si lo viese? Porque parecer que es como una persona que está a oscuras, que no ve a otra que está cabe ella, o si es ciega, no va bien. Alguna semejanza tiene, mas no mucha, porque siente con los sentidos, o la oye hablar o menear, o la toca. Acá no hay nada de esto, ni se ve oscuridad, sino que se representa por una noticia al alma más clara que el sol.

Y así ‘ver claro’ no es “una imaginaria visión”, y la brillante metáfora de la oscuridad, el de sentir, barruntar en la oscuridad, cuando el cuerpo “siente con los sentidos”, y oye o toca, no tiene nada que ver con sus visiones: “Acá no hay nada de esto”. Y sin embargo (38,2) “todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad”.

§5. LA PENA Y EL DOLOR: LA PERCEPCIÓN SENSORIAL NEGATIVA.

¿Qué es, pues, sentir con los sentidos si no es oír y tocar? No puede ser lo mismo que la percepción física “como si uno estuviese con mucha calor y sed y bebiese un jarro de agua fría, que parece todo él sintió el refrigerio” (31,4). Casi siempre que Teresa se refiere a este uso elemental de los sentidos es en contextos de dolor. Bastaría con el hermoso fragmento en el que detalla los efectos de la enfermedad:

Quedé de estos cuatro días de paroxismo de manera que sólo el Señor puede saber los incomportables tormentos que sentía en mí: la lengua hecha pedazos de mordida; la garganta, de no haber pasado nada y de la gran flaqueza que me ahogaba, que aun el agua no podía pasar; toda me parecía estaba descoyuntada; con grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo, porque en esto paró el tormento de aquellos días, sin poderme menear, ni brazo ni pie ni mano ni cabeza, más que si estuviera muerta, si no me meneaban; sólo un dedo me parece podía menear de la mano derecha. Pues llegar a mí no había cómo, porque todo estaba tan lastimado que no lo podía sufrir. En una sábana, una de un cabo y otra de otro, me meneaban. (V, 6, 1)

               Esta percepción sensorial negativa podría tomarse como metafórica en el parágrafo segundo del capítulo 32:

Estotro me parece que aun principio de encarecerse como es no le puede haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan incomportables, que, con haberlos pasado en esta vida gravísimos y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar (porque fue encogérseme todos los nervios cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aun algunos, como he dicho, causados del demonio), no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar.
Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma: un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sentible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco, porque aun parece que otro os acaba la vida; mas aquí el alma misma es la que se despedaza.
El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior y aquel desesperamiento, sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, mas sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece. Y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.

Partiendo de la base de que “ni se puede entender” ese “fuego en el alma”, el dolor físico es solo un punto de comparación insuficiente. Pero es muy interesante la voz ‘sentible’, única vez que aparece en todo el libro, porque, al margen de que hable “del agonizar del alma”, los términos (‘apretamiento’, ‘ahogamiento’, ‘aflicción’) escapan tan apenas del significado estrictamente físico. Este “afligido descontento”, esta “aflicción tan sentible” puede que no sea solo física, pero desde luego no es tampoco solamente intelectual o espiritual. Se diría que Teresa, al desdibujar los límites entre los físico y lo psíquico, plantea una forma distinta, inefable y superior de sentir: aquella en la que el sentimiento corporal y el espiritual son tan indiscernibles como las aguas de un estuario.

Después he visto otra visión de cosas espantosas, de algunos vicios el castigo. Cuanto a la vista, muy más espantosos me parecieron, mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor; que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo. (V32,3)

§6. SENTIDO Y SENTIDOS: LA PERCEPCIÓN SENSORIAL NEUTRA.

               Es bien difícil, en un lenguaje tan intenso y emotivo como el de Teresa, encontrar el verbo sentir en términos denotativos. ‘Sentido’, en singular, suele referirse a la capacidad de sentir y comprender, a las “potencias” del alma tanto como a la percepción sensible:

 Y nótese esto, que a mi parecer por largo que sea el espacio de estar el alma en esta suspensión de todas las potencias, es bien breve: cuando estuviese media hora, es muy mucho; yo nunca, a mi parecer, estuve tanto. Verdad es que se puede mal sentir lo que se está, pues no se siente; mas digo que de una vez es muy poco espacio sin tornar alguna potencia en sí. La voluntad es la que mantiene la tela, mas las otras dos potencias presto tornan a importunar. Como la voluntad está queda, tórnalas a suspender y están otro poco y tornan a vivir. (V18, 12)

               La paradoja del sentir con las potencias en suspenso, del sentir sin sensorialidad, da pie a una de esas declaraciones de fracaso, de impotencia descriptiva, que durante el curso se comentaron a propósito de un estudio del escritor Javier Marías sobre Teresa de Jesús y que en el fondo son una hermosa forma de practicar la lítotes.
               Cuando Teresa dice que “estuvo tres días muy falto el sentido” (V7, 16), se refiere a la capacidad física de ser consciente, o bien a la misma percepción sensorial, al “estar sin ningún sentido” (V5,9). El valor del determinante ningún es importante en este pasaje porque singulariza un sustantivo en la acepción que tiene cuando está en plural. Encontraremos muchas veces la palabra ‘sentido’ aplicado a las potencias del alma, pero casi todos los usos del plural se refieren a percepción sensorial: “en estas señales exteriores ni en la falta de los sentidos no se da tanto a entender cuando pasa con brevedad” (V18,12), “no la estorben también los sentidos; y así hace que estén suspendidos” (V20, 19), etc.
               Particularmente interesante es el uso de ‘sentidos’ cuando se trata de negarlos, cuando habla de “recoger los sentidos” (V11, 9), de cerrar “la puerta a todos los sentidos para que más pudiese gozar del Señor” (V19,2), en honda paradoja, siempre con términos de comparación sensibles y referentes espirituales. En uno de estos casos, esta vez con el verbo sentir, Teresa utiliza indistintamente los agentes de percepción:

No digo que entiende y oye cuando está en lo subido de él (digo subido, en los tiempos que se pierden las potencias, porque están muy unidas con Dios), que entonces no ve ni oye ni siente, a mi parecer; mas, como dije en la oración de unión pasada, este transformamiento del alma del todo en Dios dura poco; mas eso que dura, ninguna potencia se siente, ni sabe lo que pasa allí. (V20,18)

               Otra vez, como en los casos que comentábamos en §4, no podemos asegurar que el primero ‘siente’ sea otra percepción distinta a la de ver u oír, o bien sea una recapitulación intensiva de ver y oír, pero siempre en su acepción de sensorialidad. El segundo ‘siente’, sin embargo, habla más de la consciencia, de la capacidad de sentir, pero no tanto del espíritu, como si las potencias fuesen otra forma de sentido, tan terrenales como el tacto.

§7. CONCLUSIÓN

               Sólo hemos encontrado un caso en el que pueda hablarse del verbo ‘sentir’ en su acepción de percepción física auditiva, que es el asunto que motivó este trabajo: “Paréceme será bien declarar cómo es este hablar que hace Dios al alma y lo que ella siente, para que vuestra merced lo entienda” (25,1), pero su condición metafórica lo determina. En todos los demás casos, hemos visto que la percepción sensible suele ser usada como término de comparación para designar metafóricamente un referente inefable. Solo se reduce el ámbito significativo de ‘sentir’ al terreno de lo sensible cuando no está expresando el arrobo místico, sobre todo cuando se trata del dolor o de la enfermedad.
               En todo caso, y como se detalla en el Anexo de correspondencias, es muy mayoritario el uso del verbo ‘sentir’ como percepción intelectual, sobre todo negativa. Aquí nos hemos limitado a su uso como percepción sensible, sin demasiadas esperanzas en encontrar semas que deslindasen sus acepciones con claridad. Un ejemplo de esa polisemia que constituye, de hecho, una nueva acepción, lo tenemos en el parágrafo primero del capítulo 18:

El Señor me enseñe palabras cómo se pueda decir algo de la cuarta agua. Bien es menester su favor, aun más que para la pasada; porque en ella aún siente el alma no está muerta del todo, que así lo podemos decir, pues lo está al mundo; mas, como dije, tiene sentido para entender que está en él y sentir su soledad, y aprovéchase de lo exterior para dar a entender lo que siente, siquiera por señas.
En toda la oración y modos de ella que queda dicho, alguna cosa trabaja el hortelano; aunque en estas postreras va el trabajo acompañado de tanta gloria y consuelo del alma, que jamás querría salir de él, y así no se siente por trabajo, sino por gloria. Acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza. Entiéndese que se goza un bien, adonde juntos se encierran todos los bienes, mas no se comprende este bien. Ocúpanse todos los sentidos en este gozo, de manera que no queda ninguno desocupado para poder en otra cosa, exterior ni interiormente.
Antes dábaseles licencia para que, como digo, hagan algunas muestras del gran gozo que sienten; acá el alma goza más sin comparación, y puédese dar a entender muy menos, porque no queda poder en el cuerpo, ni el alma le tiene para poder comunicar aquel gozo. En aquel tiempo todo le sería gran embarazo y tormento y estorbo de su descanso; y digo que si es unión de todas las potencias, que, aunque quiera -estando en ello digo- no puede, y si puede, ya no es unión.

               Es, quizá, el ejemplo más claro en todo el Libro de la Vida en el que el verbo ‘sentir’ es objeto de uno de esos poliptoton o figuras de traducción que forman característica esencial de su lenguaje, y que puede que, como algunas otras imágenes (la del castillo interior, según se comentó durante el curso), también proceda de la retórica de las novelas de caballerías, más incluso que de la de la predicación. En este caso, el uso de ‘sentir’ fluctúa entre la percepción sensible en la intelectual, a veces se confunde o se utiliza como elemento de comparación, y, en medio de todas ellas, sirve para declarar su fracaso semántico, pues “acá no hay sentir, sino gozar sin entender lo que se goza”. 

6.12.14

Regreso a la novela larga, y 2


La Veleta de Gastizar se nos había hecho muy amena, que es lo importante, siempre lo más importante. Alternaba los preparativos bélicos con las acuarelas de balneario vascofrancés. En su continuación, Los caudillos de 1830, Baroja continúa la alternancia de la arcadia y la batalla. Primero aborda el desbarajuste del levantamiento de Espoz y Mina, con un Aviraneta especialmente activo en la concepción del plan de ataque, del que nadie hace caso. Luego regresa a Ustaritz, a Gastizar y la Casa de las Hiedras, y una colección de ninfas vascas. A continuación Baroja deja que sea Lacy quien narre en su diario el levantamiento de Mina y aproveche para dejarnos unas cuantas hermosas estampas de la campiña vasca. Finalmente, la novela se remata con el regreso de Lacy a Gastizar, el incendio de la casa, la muerte de Juan el guardabosques y la prisión final de la Simona y Marcos el Gascón, acusados de estar detrás del rapto de Miguelito, el hijo de Dolores, y de prenderle fuego a la casona de Gastizar.
Este final sombreado de muertes y separaciones vincula todavía más estas dos novelas a una especie de Guerra y paz barojiana, con un Lacy/Andrei, un Malpica/Bolkonski (padre), incluso una Dolores/María, la hija del viejo general, un León/Hipolite, y algunas otras parejas de baile más. Pero Tolstoi alterna una paz palaciega en San Petersburgo y una guerra monumental en Moscú, y Baroja, en sus proporciones, una arcadia vascofrancesa y una escaramuza en el Bidasoa. La escaramuza está concentrada en un hipotexto, que se dice ahora, el diario de Lacy, pero la Arcadia ya es, en efecto, la que pasará por Jaun de Alzate para llegar al Laberinto de las Sirenas.
Por el lado de la guerra, el protagonista en la sombra es Mina, que se confiesa ante Aviraneta y desaparece de la primera línea narrativa: “Voy arrastrado a una expedición en la que no creo… que me parece imposible que pueda tener éxito”. Mina quería el mando único para un movimiento militar, no para una revolución (como le sucedería un siglo después a más de un comandante republicano), y en el desconcierto de generales Baroja va metiendo causas del fracaso de todo pelaje. Por ejemplo, que Mina era vasco, “maquiavélico, de palabra confusa y enmarañada, pero por dentro claro, lúcido y calculador”, y sus enemigos son todo lo contrario, o sea castellanos, amigos del discurso rimbombante y enemigos de la acción.
Pero no eran solo vascos o castellanos: estaban “los ministas, los valdesistas, los gurreístas, los masones, los comuneros, los carbonarios, los franceses, los italianos y los polacos”, que “no hacían más que intrigar y echarse en cara unos a otros la culpa de lo que ocurría”.
La única novedad argumental con respecto a La veleta de Gastizar es que aquí aparece Aviraneta, quien prepara un plan de ataque que finalmente no es aceptado y él se inhibe retirándose a Ustaritz, con lo que le sirve a Baroja de engrudo para casar los dos ambientes de la novela. Así, cuando deja a Mina encuentra a Tilly, un tipo atrabiliario al que Baroja le escribe un destino que en La Isabelina, la siguiente novela, hará florecer como un personaje la mar de interesante. Aquí es “un muchacho que va alimentando la parte mala de su alma con la sustancia de la buena; cada vez más cínico y más atrevido, va asesinando al buen muchacho que había en él y que va a terminar siendo un canalla”.
El caso es que Aviraneta se retira del proyecto cuando fracasan sus ideas, y las razones que da para no sumarse al movimiento son las que tendría cualquier lector de La cartuja de Parma:

De verdad. Conozco la guerra. Es la cosa más estúpida, más desordenada y sin objeto que pueda hacerse. Todo lo que no se realice en política por la inteligencia y por el cálculo, es perfectamente inútil. ¡La guerra! Unos hombres que van, otros que vienen, la mayoría sin saber por qué; aquí que se corre, allí que se persigue, en este otro lado que se fusila… plan, ninguno…; la casualidad…; no, no; me parece demasiado imbécil.

A fin de cuentas, los hechos de esta novela suceden cuando Stendhal escribió su novela. Por cierto, que en un libro utilísimo por muchos conceptos, Baroja y Francia, José Corrales Egea da cuenta de la admiración que Baroja profesaba por Stendhal, y no le habría venido mal este fragmento último para corroborarlo. En el inventario de libros franceses de la biblioteca de Itzea, Corrales examinó hasta veinte títulos distintos de Stendhal, algunos en primera edición, como es el caso de La Cartuja de Parma. Lo que no acabo de ver yo del todo claro es eso que dice Corrales de que “entre las diferencias” entre uno y otro escritor, “podríamos citar la forma opuesta de elaboración entre ambos autores. En el caso de Stendhal se trata de una composición lenta y laboriosa, lo que da una obra reducida y cerrada, curvilínea en su acabamiento, en su perfecto trazado”. Con eso de “una composición lenta y laboriosa” no creo que se refiera precisamente a La Cartuja, escrita en mes y medio. Precisamente lo que más vincula a Baroja con Stendhal creo que es ese permanente huir hacia delante en la narración, que la novela corra, si no desbocada, por lo menos sí a su aire, y el escritor se limite a sujetar las bridas. 
Pero a lo que íbamos. Mientras Lacy se va a luchar junto a Mina y los demás liberales se suben a los caballos y los realistas los aguardan “dispuestos a matar con una fe digna de buenos cristianos”, Aviraneta se mete a leer a Jomini, a Mignet, a Thiers. Allí se hace mala sangre, siempre convencido de que los demás fracasan por no hacerle caso, de ser un desperdicio para la historia de España.
Pero a los lectores nos parece estupendo que lo releguen porque la escena se puebla con personajes de novela que reaparecen después de sus breves intervenciones en La veleta de Gastizar: regresa León, el marido tarambana de Dolores, cargado de deudas; intriga Choribide, aliado ahora con las damas del Chalet de las Hiedras, recoge información para Calomarde y acerca a sus sobrino tonto, Rontignon, a madama Luxe, a la que de paso enemista con su amiga Aristy. Tilly frecuenta el Bazar de París y allí Delfina vive enredada con Marcos el gascón, que había aparecido fugazmente al principio del libro anterior pero ahora se presenta con una descripción naturalista de los tiempos de La busca:

Marcos era un hombre de una osamenta fuerte, corpulento, la cara ancha, los pómulos salientes, la mandíbula acusada y los ojos claros. Tenía la frente pequeña y arrugada, el pelo rubio, crespo y duro que le entraba como un pico en el entrecejo, las manos velludas y los brazos largos. Era mozo petulante, vestía grandes y anchos pantalones, faja encarnada y boina azul.

Este rudo sujeto vuelve con todo el aire dostoievskiano que le habíamos visto en la presentación. Es la pólvora que dinamita la novela en un final de tragedias que por otra parte tan solo hacen tambalearse la arcadia de Ustaritz, pero no terminan con ella. El secuestro de Miguelito lo resuelve Sherlock Aviraneta en cuatro páginas, y el incendio del almiar no arrasa la casona. El odio de las espías y los enjuagues de Choribide no aniquilan el encanto de las ninfas vascas que se empiezan a pasear por la novela: Grashi Erna, a la que “a veces se la veía en medio del bosque o a la orilla de un arroyo con una guirnalda de yedras o de muérdago en la cabeza, cantando una canción triste”, y Fanchón, “una mujer con un aire selvático; la sangre normanda de su padre mezclada con la vasca de su madre había dado un hermoso producto. Era rubia, blanca, con los ojos azules”. Grashi Erna se parece un poco, otra vez, a la Pamposha de Jaun de Alzate, y Fanchón a la ninfa nórdica de El laberinto de las Sirenas.
Ambas forman parte, también, de una galería de vascos auténticos entre los que destaca el otro héroe, aparte de Aviraneta, que tienen estas novelas, Fermín Leguía. Baroja usa esta galería para enhebrar los días de Ustaritz con el diario de campaña de Lacy, pero dentro del mismo diario pone en boca de Leguía la tremenda historia del vasco Antula. Baroja no solo ha concentrado la materia histórica, bélica, en un diario que parece escrito por Thompson, el que escribió La aventura de Mossolongui, el del soldado culto, valiente como Andrei Bolkonski, melancólico como Fabrizzio del Dongo, pero sobre todo muy inglés, al amparo de la sombra de El Inglesito, un soldado del que no se sabe nunca el nombre pero que siempre destaca por su nobleza, su valor y su inteligencia sin aparato, sagaz. Y así, con toda naturalidad, del fracaso en el campo de batalla un Lacy herido descansa en Vera de Bidasoa, y Baroja termina la pura acción con las mejores descripciones pastorales de toda la novela. El diario de Lacy es intenso, verosímil, y con él Baroja comprime la información que le habría deshecho la novela si se hubiera empeñado en desparramarla toda con el mismo tempo que el resto de la materia.
El tono elegíaco abundará también en el regreso al humo dormido de Gastizar, cuando arrancan la veleta, en una hermosa descripción, con su punto expresionista, que es como la música de los adioses. Quitan la veleta para que no vengan los vientos cortantes, pero con ella desaparecen las brisas de la vida, las antiguas, porque Margarita, la hermana de Tilly, casa con Sampau, el buen amigo que cerró los ojos a Lacy, y la anciana Tilly, buen personaje, con esa coquetería levemente libertina.
Dejo para la antología una descripción del país vasco francés, cuando la veleta ya está a punto de parar. Quizás es ese contraste entre el sosiego de la campiña gala y la escabrosidad umbrosa de la vertiente hispánica lo que en el fondo Baroja quiso pintar.

El otoño es, sin duda, la estación más agradable en el país vasco. El campo, que en verano tiene un manto verde, uniforme, adquiere en otoño una variedad extraordinaria de colores; la hierba, los heléchos rojizos, los arboles con hojas amarillas, todo toma unos tonos fogosos, ardientes. Hay además en el país vasco francés una serenidad, un reposo, que no hay en el español; el paisaje es más abierto, más tranquilo, más soleado, las gentes son más dulces, las campanas que tocan la5 oraciones desde lo alto de las torres son más melancólicas y menos imperiosas, más sentimentales y menos dogmáticas.
Lacy disfrutaba de esta calma, de esta serenidad. Por la mañana al levantarse veía desde la ventana la niebla inmóvil que llenaba el valle de Ustariz, las casas musgosas que echaban humo por las chimeneas y escuchaba las campanas que retumbaban sonoras y acompasadas en el aire silencioso. Luego, a medida que se levantaba el sol, la bruma se deshacía en jirones y se desvanecía dejando el cielo azul. Por la tarde el calor apretaba y al anochecer comenzaba el frió y venían las nieblas erv pelotones blancos rasando el suelo y la superficie de los arroyos a apoderarse de los bosques y de los barrancos.


4.12.14

Regreso a la novela larga



         La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830 son dos partes de la misma novela. Las dos aparecieron en 1918, y juntas tienen solo veintitantas páginas más que Con la pluma y con el sable. Las estrategias editoriales aquí juegan una mala pasada a la literatura. Los dos libros, tras el frondoso ramillete de novelas cortas que había publicado después de Con la pluma y con el sable, son un regreso al largo aliento, que en Baroja se nota porque en ellas la narración es como una fruta que va tomando el sol y el aire hasta que madura y se desata la historia principal. Estos largos prólogos pueden ser una descripción de la vida en Aranda de Duero, una larga panorámica napolitana (como será en El laberinto de las sirenas) o, aquí, un retrato, idílico, congelado en las formas corteses y discretamente libertinas del siglo XVIII, un fresco de los habitantes de Ustaritz, pueblo vascofrancés, labortano, cerca de Bayona, a orillas del Nive, como un Bath de andar por el caserío.
            En medio de ese estupendo retrato se van esparciendo las briznas de la historia. La veleta, ese dragón herrumbroso, no se menea cuando la historia se detiene y continúan las tertulias de veteranos revolucionarios y damas austenianas, pero si ruge y chirría y se levantan las tempestades es porque el viento de la historia los vuelve a azotar. Ese viento de la historia es la intentona del general Mina, una acción que se desatará en la segunda parte, en el segundo libro, pero que aquí no pasa de la presentación de algunos personajes y del desconcierto de los preparativos.
            Es, en el fondo, el mito del preparativo. Baroja deja que navegue la novela; la impulsa la certeza de que es el inicio de algo, como se nos pespuntea con las apariciones del general Lacy, uno de los tres jinetes que llega a la casona de Gastizar, buscando aliados para un levantamiento a las órdenes de Mina; pero la novela es una mañana soleada llena de tipos interesantes, y cuando digo interesantes es porque no son solo siluetas: tienen encarnadura dramática, y si Baroja no los hace héroes es porque le sobra material.
            Está la familia Aristy, con su dama digna y elegante y sus dos hijos varones, uno consciente y responsable, Miguel, y el otro artista de la pista, León. Ambos, en sus presencias y en sus ausencias, crecerán durante la novela, el uno en el difícil papel de individuo sensato, el otro en el trágico de artista y donjuán fracasado. Miguel Aristy es como el lugarteniente de Baroja, su punto de vista muchas veces, incluso el narrador de la historia del coronel Malpica, el viejo militar retirado, que aún se atusa sus grandes bigotes blancos pensando en próximas batallas. Es buena su historia, un resumen de novela con una escena final marca de la casa, espléndida de acción y de ironía, la del desafío entre Malpica y su amigo Lanuza, una especie de Otelo vasconavarro que guarda la fuerza –y el sarcasmo- de aquel otro duelo protagonizado por un soldado creo que holandés, en una de las novelas cortas que precedieron a esta. Y eso que ya desde Laferia de los discretos viene habiendo duelos, si no antes.
            Y hay, iluminando el cuadro con sus faldas blancas, multitud de mujeres: aparte de madama Aristy y madama Luxe, que son las reinas (y que discuten, muy a lo Saint-Simon, por el malmeter de terceros), están las chicas finas de la pieza: Dolores, la mujer del artista vividor, o la prima Alicia; pero también están las menos finas, la Martina y la Delfina, que regentan El Bazar de París, un local de mala reputación. La Delfina, por cierto, está liada con Marcos el gascón, un personaje que Baroja deja apostado en esta parte de la novela para cobrar su protagonismo en la parte final de la novela, es decir, de la siguiente novela. Un tipo este Marcos muy atrabiliario y bruto, como aquel antagonista de Zalacaín, con su drama dentro.
            Y están, en una mesa del rincón, los supervivientes de la Revolución, Garat, Choribide y Cucú el rojo, además del tío Juan, otro de los personajes que Baroja deja haciendo guardia hasta que les toque salir. De momento los presenta, a Garat como personaje histórico (el que avisó a Luis XIV de que le iban a cortar el cuello, y buscó refugio en el bosque para el tío Juan); a Choribide como un viejo cínico pintado por Julio Caro, ambos, también, a la espera de que les toque turno. Choribide participará en el cierre de La veleta de Gastizar, y el tío Juan en el de Los caudillos de 1830.
El sistema es cervantino. Dejar personajes vivos por el camino, gente a quien usar en los giros de la acción, con ese suplemento de agrado que da volver a saber de un personaje interesante que desapareció demasiado pronto. Pero se puede hacer bien, dejando a los personajes como disponibles, para usarlos o no, según lo que ocurra, o se puede hacer mal, para que al final parezca que el autor lo tenía todo preparado, cosa que detesto y que ni Cervantes ni Baroja, afortunadamente, se permiten hacer.
Y está, en fin, completando este gran cuadro tardodieciochesco, la galería de tipos vascos, en este caso vascofranceses, pero vascos en cualquier caso, de los que no datan, “los vascos no datamos”, como dice Miguel Aristy en algún momento. Los hay cínicos y resabiados (pero no malas personas) como Choribide, y están los locos y los excéntricos, “que abundaban allí como en todos los pueblos vascos”. Entre ellos me ha llamado la atención Grashi Erna, la ninfa enloquecida, que no habría pintado mal, cuatro años después, en La leyenda de Jaun de Alzate, junto a la Pamposha y alguna otra bacante vasca.
Solo en el libro segundo (página 91, de 156 que tiene), empieza la descripción propia de la acción, porque hasta ahora había sido del marco, de la acción secundaria ficticia que arropa la acción principal histórica. Pero aquí Baroja borda algo que en Con la pluma y con el sable creo que no le salió bien: la proporción entre novela e historia. Creo que es Eusebio Lacy el que, después de aguantar a un ardalión, se queja de que le habían dado “dos horas de política aburridísima”. Eso es lo que ya no hace Baroja. La ficción no solo envuelve sino que determina. Esta es la novela de los Aristy, no del general Mina. Es la novela de la veleta inmóvil, no de los torbellinos. Y sin embargo el ritmo y la disposición narrativa se van acercando a la acción histórica como si fuera la verdadera trama. Así, en el libro segundo, y sin abandonar los tipos de ficción (en especial Tilly, “un tipo de príncipe degenerado de la Casa de Austria”, que luego tendrá un papel relevante en La Isabelina, “un tipo cínico y atrevido, cansado de todo y con un gran desprecio por los hombres”), Baroja traza el retrato de Mina y de las facciones a la gresca de ministas y antiministas.
En medio de este follón de recelos y controversias, Mina es un personaje trágico, lo que le da a Baroja para una declaración de principios dramáticos:

El hombre de acción es el que cree que obra casi exclusivamente por sus propias inspiraciones, el que afirma más su albedrío, el que escoge lo que debe hacer y no debe hacer, y, sin embargo, es el que está más sujeto a la ley de la fatalidad, el que marcha más arrastrado por la fuerza de los acontecimientos.

Mina, sobre todo en la siguiente novela, será el héroe consciente de su fracaso desde antes de empezar. No había manera de ponerse de acuerdo. “De ahí que la Revolución española tuviera tan poco seso. Era una Revolución de Don Juanes y Don Juanes sin éxito”.

El mismo Espoz y Mina, valiente como un león y prudente como un zorro en sus empresas políticas, hombre que sabía disimular la violencia de su carácter con frases ambiguas, era, tratándose de cuestiones personales, de un arrebato impulsivo; a la menor ofensa ardía su alma con una cólera desesperada y furiosa.

Creo que es en Los caudillos de 1830 en donde aparece Aviraneta leyendo a Salustio. No me extraña. Mina está tratado con ese sentido trágico del personaje histórico que animó a Salustio y a Tácito, y eso que a Baroja, decía, no le gustaba. Son personajes enfrentados a un imposible exterior y a otro imposible interior. Parte de sí mismos lucharía contra la irracionalidad de los demás, pero también contra la de sí mismo. También muy a la manera clásica, Baroja presenta a Mina en paralelo con Valdés, como hiciera con Riego y Aviraneta en Con la pluma…, el conflicto permanente entre el militar y el guerrillero, que ya desarrolló a su sabor Baroja a propósito de El Empecinado.
Cuando todo está preparado para que empiece la acción, la veleta vuelve a detenerse. Baroja sigue forrando la historia de ficción, pero ahora el forro es mucho más que el cuaderno de los datos. Baroja pinta con acuarelas desvaídas una bucólica tan clásica que lleva hasta bibliografía, Teócrito, Virgilio, Longo, De Racan, un cuadro en tonos pastel de damas y currutacos, que pasan el día en el campo y siguen jugando a la gallina ciega. Es curioso que en 1918 también publicara Las horas solitarias e Idilios y fantasías. Estaba bucólico don Pío. 
Ahora el retrato de Mina debe permanecer colgado en la pared mientras volvemos a Gastizar, a la Casa de las Hiedras, un pabellón de la casona donde viven los Aristy donde se han trasladado a vivir dos damas circunspectas, la Condesa de Vejer y su sobrina, que a su vez reactivan la trama con un cuento de espías y un inopinado detective: Choribide. Las damas resultan ser la Carolina y La Simona, espías realistas, entre otras varias labores.
Ahí deja Baroja el relato, con las espadas en alto, sin más explicación, pero con la agradable sensación de que su imaginación ya solo usa la historia, no la sigue ni la encuaderna, y de que camina hacia un mundo de personajes en su arcadia y de paisajes simbólicos que crean el idioma del relato antes de nos narre sus acciones. Vamos hacia Jaun de Alzate, pero sobre todo hacia El laberinto de las Sirenas.

3.12.14

La marca de l'alma


Hem estramasiau al tòrt y al dret, hem mirau punto per agulla els llibres y les cases, hem demanau a la chen y als llugars, hasta mos han arribau a dir que això yere cherar llum per les armaris… Pero tapòc hem sabeu trobar un siñal mès fòrt de les nuestres venes, de la nuestra identidat y de la nuestra manèra de compenre el mon que el patués.
Som del pareixer que malmeter-lo y esbalsar tot astò que guarde, estrafollar-hue, serie ixopllidar el sentir dels pairs, dixar calmonir el pensar dels llollos d’antes, serie perder l’esme, borrar la memòria, allerar el rastro per la nèu que ajunte ahiere y hué y que ya mès que mai se va delint…
Y ye ara quan me vienen al pensament –coma el que s’hi torne a escunsar urta per urta– les paraules del pobre siño José Visién de Grist uno d’aquells díes que puyabe tal cabo del llugar y que per caso va trobar la marca de la casa, fèbe tèmps trafegada.
–Asò ye la marca de la casa, asò no se puede perder, –me va fèr.
Així tabé el patués, coma la marca de la casa, la marca als dits, la marca de l’alma.

(Este es uno de los poemas que recita su autor en La marca de l'alma, un documental producido por el Ayuntamiento de Benasque. Procede de su libro Neoterica, premio Arnal Cavero 2001.)

19.11.14

Limpieza de corrales


 
       Además de El capitán Malasombra, de 1917, otras tres novelas cortas (más una coda narrativa) componen Los contrastes de la vida, publicada en 1920.

El niño de Baza

            No todas tienen, desde luego, el interés narrativo de El capitán Malasombra, entre otras razones porque Baroja cuenta tres veces la misma historia en el mismo libro. En aquella primera parte, un italiano desaprensivo, Pancalieri, llegaba con sus dotes descaradas de donjuán a remover el gallinero, “un gavilán entre palomas”, como dirá de este otro Niño de Baza. Aquí es este zángano el que, después de una chulería de niño bonito al principio (Aviraneta, que es quien cuenta la historia, le dice que no estorbe en el barco que los lleva a Tánger), una vez desembarcados, cuando su padre se vuelve a España y el niño pasa hambre, agacha las orejas y pide sumiso el auxilio de don Eugenio. Este lo lleva a su casa de huéspedes, regentada por una viuda judía y sus cuatro hijas y sus dos criadas.
            Pero la historia, lo que Aviraneta cuenta a Leguía después de encenderse un puro, no era la del pisaverde de Baza, sino la de Borja Tarrius, otra muestra de las veleidades de la fortuna: “Jamás hubiera pensado, por ejemplo, que mi amigo don Bernardo Borja Tarrius fuera hombre que pasara por la vida sin dejar el menor rastro, ni el más pequeño recuerdo”, dice Aviraneta, nada más empezar. Tarrius cualidades tenía, desde luego, de hombre célebre y de buen personaje, pero Baroja lo abandona pronto.
            Uno tiende a pensar que para este viaje no se necesitaban alforjas. Cuando todos están metidos en la casa, Aviraneta, Tarrius, el diputado por Córdoba Moreno Guerra (más moro que los moros a los que desprecia) y el pájaro de Baza, con las siete mujeres judías, Baroja cierra la puerta y se deja acciones. Tarrius demuestra a la señora Toledano, la dueña de la casa, cómo puede ganar el doble trabajando lo mismo en su taller de sedas y brocados. Es el momento en que Tarrius, hombre de acción, capaz de hacer rentable a una familia judía de la noche a la mañana, que no es poco, desaparece de la escena y entra el Shylock de la obra, Samuel Lione, tratante de esclavos, y la más tópica caricatura de un judío que podían encontrar quienes pergeñaron aquel triste libro, Comunistas, judíos y demás ralea, apañado a partir de unos cuantos recortes de artículos y otros tantos fragmentos de tres novelas: Aurora roja, Los visionarios y Rapsodia. Con respecto a la primera, es una pequeña canallada que entre unos y otros le hicieron al gran Manuel y a su hermano Juan. Las otras dos no son novelas, más bien dos muestras de la época en la que Baroja había ya perdido el interés por novelar y se dedicaba al despotrique.
            Digo que si hubiesen leído esta novelilla habrían sacado material por lo menos más divertido, por ejemplo esta descripción de la casa del judío:

La casa era de aspecto más humilde que la de Mesoda. Nos recibió el señor Samuel en un despacho muy mísero de la planta baja, con grandes saludos y zalemas, y nos hizo sentarnos. Este Shylock hablaba de una manera balbuceante y lacrimosa. Nuestra santa nación, nuestra tribu, el patriarca Abraham estaban a cada momento en su boca. Durante su charla se interrumpía para dar una indicación a dos escribientes que tenía, los dos, sin duda, judíos, de cara atormentada y labios gruesos.
Le avisaron para almorzar, y yo me levanté con intención de marcharme; pero Samuel me agarró de la mano.
—No, no; venid —me dijo— ; que venga con vos este joven cristiano; comeréis conmigo, la miseria que uno tiene.
Subimos una escalera estrecha y llegamos a un comedorcito pequeño que daba a un patio, con una puerta, lleno de macetas con flores. Estaban en el
comedor la mujer y una hermana de Samuel, dos hijas de unos cincuenta años, un hijo y una porción de nietos, entre los cuales había una muchachita de unos diez y siete o diez y ocho años, muy bonita.
Entre todas estas caras judaicas había el tipo correcto y muy perfilado y el tipo un poco repulsivo del judío narigudo, con los labios gruesos y abultados y los ojos pequeños.
Había en toda la casa un olor a cerrado y al mismo tiempo a estoraque, o alguna otra cosa aromática, que no me hizo ninguna gracia.

            Cuando Baroja termina la caricatura, se quita la novela de encima: el Niño de Baza se casa con la nieta del negrero y le deja un hijo a la criada de la judía, Tarrius se queda a educar hijos de cónsules, Moreno Guerra muere “misteriosamente”, y Aviraneta coge un barco rumbo a Gibraltar. Todo eso en cinco líneas.
            La impresión es que Baroja ha intentado envolver con materiales reciclados la historia de dos malas personas: el judío traficante de esclavos y el pícaro español, buscador de fortunas, de chicas guapas y, a ser posible, de ambas cosas a la vez. El sarcasmo viene de creer que un vasco puede explicar a un judío cómo se hacen los negocios o que un judío entregaría así como así su hija y su negocio negrero a un tirillas como el Niño de Baza.
            Yo tengo para mí que ese Borja Tarrius estaba llamado, además de a modernizar la empresa artesanal de la viuda, a hacer estragos entre las mujeres, y que en vez de Tarrius se llamaba, en un principio, Eguaguirre, y Eguaguirre también se llamaba Basterreca, alias Mandi, el protagonista de Rosa de Alejandría, la siguiente novelilla. Me parece verosímil que Baroja trocease una novela dedicada al donjuán vasco cuyo primer y mejor capítulo era El convento de Monsant, pero que, visto el resultado de El niño de Baza y Rosa de Alejandría, decidió dejarla en aquel primer y feliz episodio.

Rosa de Alejandría

            Si así fuera, desde luego que hizo bien, porque la siguiente historia tampoco remonta el vuelo. Al contrario, podríamos incluirla en el género de las novelas sacadas de la manga. Aviraneta decide ir a Alejandría desde Gibraltar con cierta ligereza:

“Yo había pensado ir a Grecia y hacer campaña contra los turcos; pero como todo el mundo me habla aquí mal de los griegos, he decidido ir a Egipto y ofrecerme al gobierno del virrey como oficial”

            Así que lo visten de guardia marina inglés y lo suben a un bergantín nuevo. Otra vez una mujer con dos hijas en una casa de huéspedes, con un marido, el griego Chiaramonte, que se merecía más que el triste destino que le depara la novela. Y allí aparece Mendi, el vasco, y se lía con la señora de Chiaramonte, aunque pretende a una de sus hijas. Quizá sea más cínico que Eguaguirre (poco más), pero ese ritornello dickensiano del “¡no hay elementos!” que lleva siempre en la boca le habría pegado igual de bien a Tarrius en el anterior relato.
            De la casa queda un personaje, Rosa, en la que casi puede entreverse la futura Nelly de El gran torbellino del mundo, y que sueña con la isla de Gozzo, una arcadia feliz donde “todos eran pescadores, y los chicos se divertían descolgándose hasta el mar, con cuerdas, desde los más altos acantilados, para cazar palomas”. De algún modo esa isla de Gozzo emergería en El laberinto de las sirenas, pero de momento se queda en un personaje mudo al que Baroja no pone demasiado interés.
            Como remate, el autor abandona la trama y pone a Aviraneta en mitad de una acción, un altercado con soldados árabes en el que le cae un escupitajo y algunos latigazos, que Aviraneta devuelve uno por uno al cabo Yusuf cuando las autoridades lo socorren, y deja caer una de esas sentencias de quien allá donde va come lo que se estila, por áspero que le sepa.
            Queda un par de descripciones, pocas y breves, la de las callejas de Alejandría y los árabes “flacos, morenos, como si fueran de barro cocido”, o la todavía más breve del pachá, uno de esos casos en los que Baroja prefiere tirar de repertorio antes que penar con la ambientación:

Al día siguiente, el coronel Frossard me dijo que íbamos a visitar al pachá de Alejandría. Fuimos con una escolta de cuatro hombres, llegamos al palacio y esperamos a que saliera el pachá, que era un antiguo mameluco seco, cetrino, mal encarado y de aspecto desagradable.
Estuvo conmigo muy displicente y muy áspero.  

            Y eso es todo, ya no hay nada más que decir del Pachá. En este libro se empieza a ver algo que luego se extenderá, en los años treinta, por el resto de su obra: este arte de enhebrar historias y personajes pintorescos y fugaces que hasta ahora ha sido su modo de ambientar pero que llegará a ser un fin en sí mismo, una suerte dominada, un método para escribir cuando no hay mucho de lo que escribir, algo de lo que nos da Baroja una muestra bien elocuente al final de este libro, en el relato de la muerte del Empecinado.

La aventura de Missolonghi

            Pero antes Baroja incluye otra novela corta, esta vez narrada por Thompson, quien prometió escribirla al final de El viaje sin objeto. La aventura de Missolonghi pertenecería más bien, por tanto, a La ruta del aventurero. Pero es inútil recomponer la baraja de todas estas narraciones que suceden entre 1820 y 1923 según el orden del avío editorial, más que del argumental. Las tres primeras, incluida El capitán Malasombra, son historias que cuenta Aviraneta, y eso las une, pero en esta Aviraneta vuelve a ser esa figura un poco cómica del personaje extemporáneo que se sienta a la mesa de los reyes para trazarnos una semblanza y que tanto ha dado de sí.
            En este caso el rey es Lord Byron. Thompson, inglés, culto y romántico, no puede acercarse a él (como Fabrizzio del Dongo con Napoleón), pero Aviraneta come a su mesa y no lo nombra su secretario de milagro. Y así el retrato del poeta está envuelto por algunas reflexiones metafóricas sobre el Mediterráneo comparado con el Atlántico y algunas hermosas descripciones, la marina nocturna o el pueblecito de Argostoli, además, claro, de Missolongui, para el que Baroja usa una batería de datos geográficos con que defender la plaza.
            Baroja se ocupa de las marinas pero también de tratar aquella aventura mítica como si fuera otro desastre del 98:

La verdad es que entre aquellos filohelenos, al menos de nombre, no había ninguno que tuviese una idea aproximada de Grecia ni de su historia.
Ninguno de nosotros sabía gran cosa de la antigüedad clásica, y absolutamente nada de la historia griega moderna. unos se habían enganchado por miseria y por desesperación; otros, por espíritu de aventura.

            En esas circunstancias, Thompson presenta a Byron como un mito que Aviraneta desmitificará después. Thompson, al que le pasó como a Fabrizio del Dongo, para el que no hubo manera de conocer de cerca a Napoleón, tampoco pudo acercarse al célebre poeta, y sí darse cuenta de que aquella expedición fue “una de las más célebres del siglo XIX, principalmente por la intención, porque por lodemás apenas hicimos nada”. Byron estaba hecho con el barro del rumor:

Para muchos era un misántropo y un anglófobo; para otros, una especie de Manfredo desesperado, altanero, que vivía fuera de la sociedad, que mandaba matar al que le disgustaba; algunos lo tenían como un Don Juan terrible, un pirata, que conquistaba mujeres y bebía el vino en una calavera; para los más cultos era principalmente un revolucionario. La verdad es que no sabíamos lo que nos esperaba. No conocíamos ni Grecia, ni el jefe que nos iba a mandar.

            Pero sí sabe Thompson que aquella aventura no podía salir adelante mientras el coronel  Stanhope y lord Byron no estuviesen de acuerdo en nada, sobre todo porque el militar no comprendía la “guerra literaria” del poeta ni tampoco que si aquella batalla era tan famosa se debía a Byron, no a él.
            Thompson tiene, en fin, el punto de vista de un romántico que se ha encontrado con el realismo cuando lo que él va buscando es la modernidad, y quizá por eso introduce un fragmento en su cuaderno que parece que se le haya caído a Baroja de su diario íntimo:

He pasado los días mirando el Mediterráneo, intentando ver si se me ocurre algo nuevo en la contemplación de un mar tan bello. Sólo cuando se van articulando los lugares comunes en la cabeza es cuando se empieza a discurrir, vulgarmente, cierto, pero únicamente entonces.
Antes de esa articulación de lugares comunes por el solo ímpetu del espíritu no hay ideas. ¡Es lástima! He escrito unas cuantas frases en mi cuaderno, pero no tienen ninguna originalidad.

            Y eso en una historia que deja espacio a la descripción (a veces cartográfica) y a la interpretación del paisaje. ¿Pero qué es eso de la articulación de los lugares comunes? Thompson no cree en “el solo ímpetu del espíritu”. Cree en las ideas, un poco en contradicción con esa imagen del hombre de acción que no tiene ideas sino impulsos, o que deja quietas las ideas para que no refrenen las acciones.
            Es posible que Thompson no se pudiese acercar a Byron por exceso de ideas, de escrúpulos. Con cuidar a su compañero Mac Clair ya tiene bastante, y el mismo Nápoles que le brindará tres años después las memorables páginas de El laberinto de las sirenas no es ahora un sitio que le inspire nada. Ni a él ni a Mac Clair, porque “para comprender los pueblos hay que ser occidental unas veces, y oriental otras, y tener el alma con muelles como los coches de doble suspensión”.  Tres años después ya no dirá eso.
            El que no tiene esas dudas stendhalianas es Aviraneta, que nada más llegar ya está sentado a la mesa de Lord Byron, recomendado por el cónsul de Alejandría y sin bajarse siquiera de la goleta Chipriota, al mando del capitán
Spiro Sarompas. Su descripción no está hecha de bisutería mítica:

Lord Byron me recibió y me dio la mano. Me chocó la impresión de la mano; llevaba guantes de seda de color de carne. Vestía bata y gorro griego rojo. Su figura era hermosa, sobre todo la cabeza, pero no tenía aire de serenidad ni de fuerza; parecía una mujer. Sus rasgos eran demasiado correctos, y su cuello, que llevaba desnudo, me pareció excesivamente redondo.

            Y el caso es que el retrato de Aviraneta, de tan desprejuiciado, tan desmitificado, es más sugestivo que el de Thompson. Comparece aquí un Byron verosímil, “un hombre raro, medio afeminado, pero no débil, ni mucho menos”, que se levanta a las cinco de la mañana para leer y escribir, que hace todos los días lo mismo y a la misma hora, hasta beber vino, que no se pasa el tiempo mirándose las lágrimas en el espejo y que, cuando habla con “el único español que ha acudido a secundar mi empresa”, Aviraneta, no duda en simpatizar con él y en llamarlo “nieto del Cid”.
            Luego, cuando Aviraneta cuenta a Thompson sus impresiones, dice algo que me imagino que los estudiosos del pensamiento de Pío Baroja ya habrán colocado en su lugar correspondiente: “Byron tenía ideas de poeta. Creía que era necesario para Europa que Grecia se reconstituyera”. Aunque reconoce que Byron no había ido allí a que le pintasen un retrato, Aviraneta no siente “esa religiosidad y esa pasión” por Grecia, y no le replicaba nada: “Yo no soy poeta. Yo me callaba”.
            El episodio tiene el interés de ese retrato doble, de una desmitificación que corre a cargo del personaje ficticio en una situación inverosímil, más allá de los tópicos que el primer y perspicaz narrador ha logrado reunir. Baroja equilibra la irrealidad de Aviraneta con la realidad de Byron, y el realismo de Thompson con la vaga mitología del poeta.

El final del empecinado

            Las últimas diez páginas del libro están dedicadas a narrar en pocas líneas el encierro de don Juan Martín, contado por Bienvengas en diálogo con Aviraneta, que retoma el papel de narrador: cómo lo exhibían en una jaula para que la gente le escupiese, su madre llorase arrodillada y su mujer se pasease por delante con un joven realista. Aviraneta pasa revista a los antiguos compañeros del Empecinado, dolidos por su situación, pero incapaces de hacer nada para liberarlo. Aviraneta, como buen hombre de acción que lo quiere seguir siendo, se lava las manos:

Lo comprendí yo también así, y tuve que olvidar la suerte lamentable de mi general y mi amigo.
Desterrando el recuerdo de lo pasado, me dediqué a pensar en el porvenir.

            En el último párrafo, que cierra el relato y el libro entero, se nos cuenta también el final del Empecinado:

El guerrillero, al. ser conducido de la prisión de Roa al cadalso, había roto las cuerdas que le ataban, y, arrancando la espada de las manos del jefe de la escolta, había intentado abrirse paso entre los esbirros. Los voluntarios realistas se habían echado sobre él y le habían cosido a bayonetazos. El corregidor, don Domingo Fuentenebro, mandó subir el cadáver al tablado y ordenó colgarlo por el cuello.

            Ese párrafo justifica el relato entero, pero hay otro detalle interesante. Aparte del relato del final del Empecinado, casi todo está envuelto en nombres y recuerdos de nombres, como un inventario del material sobrante que es una forma semoviente de narrar. Esa hilatura de apellidos y de biografías mínimas, de personajes recordados y parientes característicos, es un tapiz que envuelve la sustancia del relato. Hay una ambientación barojiana que cada vez más se desprende de su condición narrativa para limitarse a labores descriptivas. Proporcionalmente, el recurso es tan abundante –y tan eficaz- en este relato como en los dos libros siguientes de la serie, La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que juntos componen una sola novela.