18.1.15

El diario de Pepe Carmona

  
         Así como en El sabor de la venganza la estructura, el trenzado de las historias, es tan buena que convierte a los relatos sueltos en novela única, en el caso de Las furias  Baroja echó a perder, editorialmente hablando, una magnífica novela, El diario de Pepe Carmona, una de esas joyas del estilo de El convento de Monsant  que nos encontramos de vez en cuando emboscadas en otros títulos de otras series. Las furias tiene 222 páginas, de tal manera que, de la 1 a la 130 y de la 169 a la 188, se nos transcribe el diario, la novela buena, y entre la 131 y la 169, y luego entre la 188 y la 222, Baroja remete los papeles sueltos de Aviraneta, que ya no tienen nada que ver con Carmona y que se terminan disolviendo en un retrato burlesco del general Narváez. Con que Baroja hubiera publicado en volumen aparte esas 130 páginas primeras no solo ya tendríamos una novela de primera línea, sino un texto muy importante para entender la evolución de su obra por aquellos años.
            El diario de Pepe Carmona es una novela mediterránea, como lo eran, además de El convento de Monsant, La aventura de Missolonghi, si es que ambas no son partes de la misma novela escritas en libros diferentes. En esta otra incluida en Las furias hay elementos comunes con aquellas: el contraste entre el romanticismo flojo del narrador y el donjuán activo y algo canalla; la inusual, en esta serie de Aviraneta, extensión de las descripciones; el modelo de mujer aristócrata y un tanto fantasiosa, con su punto de Carmen huyendo con un picador. Pero en este diario se agrega un elemento que por otra parte ya había ido apareciendo, a veces en relatos sueltos y a veces como parte de una novela, sobre todo en La veleta de Gastizar; se trata de un bucolismo pictórico, teocríteo, de celebración de la antigüedad clásica y, sobre todo, de la transposición de un mundo verosímil a la metáfora de los mitos antiguos. Este es el camino que, Jaunde Alzate por medio, desembocará gloriosamente dos años después, en 1923, en El laberinto de las sirenas, de la que este diario es quizá su más claro y cercano antecedente.
            Pepe Carmona, por otra parte, es un Luis Murguía vestido de romántico, empeñado en escribir un largo poema sobre la batalla de Lepanto, un malagueño “amable y distinguido, pero no pasaba de ahí”. Lee a Ossian y a Walter Scott, y su padre era un anglófilo que había estado en Liverpool soñaba con ser un gentleman por encima de todo. El mismo Pepe “parece un inglés”, y la verdad es que su papel parece el de Thompson, quien tiene un breve cameo al final de la novela, o incluso, después, el de O’Neil, ese inglés cándido y perezoso que se retira a las costas italianas.
            Al morir su padre, Carmona deja Málaga por la ruina de la casa comercial y la tristeza de amar a una muchacha que no le corresponde, Teresa, y se marcha a Tarragona. Allí Baroja reparte juego en un momento: las tarjetas de recomendación llevan a Carmona a la primera galería de tertulianos, el capitán Arnau, el comerciante Serra, patrón de Carmona, las damas Gertrudis y Eulalia,  pero en vez de ponerlos a charlar de historia, que es lo que ha hecho más de una vez, Baroja sale a pintar acuarelas: “Aunque no conocía Grecia”, dice Pepe Carmona, “me figuraba que así debían ser los paisajes cantados por los antiguos poetas de la Hélade”. A través de Eulalia conoce él las ruinas romanas y el lector una breve historia de Tarragona, aliñada con los tiempos de terror del conde de España, personaje siniestro en el que no es la primera vez que se detiene Baroja y que dará lugar a dos de las mejores piezas de la serie, Humano enigma  y La senda dolorosa.  
            El poeta blando pasa un año en Tarragona , en medio de un ambiente “apacible y algo melancólico”. De fondo, Zumalacárregui y Cabrera se detestan como las dos Españas en el mismo bando, y Baroja deja unas cuantas perlas sobre el catalán, lo catalán y los catalanes, que leídas ahora suenan un poco tremendas. Pero siguen triunfando las descripciones bucólicas y Carmona va convirtiendo convierte el jardín de una torre campestre en el de las Herpérides, “con sus ninfas guardadoras de las manzanas de oro”, en este caso ninfas románticas o realistas, María Rosa o Pepeta, con un surtido de genuinos figurantes barojianos, de esos ante los que uno tiene a sensación de que carecen de pasado, de que esa es su formulación definitiva, lo que han sido siempre y lo que siempre serán, eso que en pintura se llama caracterización.
            Pese a estar en el mar (y dejarnos alguna marina hermosa) Baroja describe con el espíritu de interior, con esa melancolía que ya hemos nombrado varias veces con que Aviraneta contempla Toledo desde lejos en, creo, Con la plumay con el sable, entregado al ascetismo de las gallinicas.

Cerca de la torre de Arnáu, y entre la carretera y el mar, delante de una estrecha playa pedregosa, se levantaba una casucha terrera, construida con adobes, que tenía al lado un corralillo y un pequeño bancal, verde o amarillento, según las estaciones. En el corralillo se veían constantemente harapos puestos a secar al sol, sobre cuerdas de esparto, y algún montón de fiemo, a cuyo alrededor picoteaban gallinas, y comía una cabra. En la playa, al lado de la puerta del corral, hasta donde subían las olas, que echaban sobre la arena grandes madejas de algas harapientas, se veía una barca vieja, con la quilla al aire, que se pudría con la humedad y el sol.

Allí cerca, en una casucha, como el señor Custodio, vive El Negre, un pescador vasco catalanizado, que en vez de zorcicos canta coplas en catalán, pero tiene la misma imaginación jovial y fuma la misma pipa. Este Negre descubre (el recuerdo de Shanti es inevitable) La Roca de las Sirenas, un recodo de olas rotas donde, según decía, vio claramente “una sirena blanca que tenía el tronco de una mujer y el resto del cuerpo de pez, con escamas”, según la recatada fantasía de Baroja. Más ninfas, más sirenas, incluso una, Dora, que es como la ninfa nórdica de El laberinto, y que “hubiera podido servir de modelo a una Venus Calipigia”. Junto a ellas, en cambio, aparecen las arpías, tres coimas de un medio gitano, tres furias contrabandistas que Baroja usará para coser los añadidos de este libro. A Carmona estas mujeres le daban “una profunda lástima”, pero a Baroja le sirven para uno de sus temas favoritos, “el rencor de los parias”.
La novela navega entre descripciones de “la tristeza de los pueblos del sol”, con una de Tarragona que ocupa varias páginas, llena de estampas luminosas: “Con frecuencia venían faluchos cargados hasta el tope de naranjas, y estos faluchos, con sus grandes velas y su cargamento de frutos dorados, sobre el mar negruzco de puro azul, me parecían el símbolo del mar Mediterráneo”. Son descripciones melancólicas que se adornan con la incapacidad de Pepe Carmona para trasladarlas al papel, en ese poema que le sale muerto, lleno de “pesadas octavas reales, sonoras y rimbombantes”.
En estas cincuenta primeras páginas Baroja nos decora el gabinete, hasta que asome Elena de Montferrat, una mujer de distinción aristocrática que vuelve a traernos el recuerdo de Montsant, y al dickensiano tío Juan, “tímido y asustadizo”, robinsoniano metido en su cuarto, un poco como Baroja cuando remataba estas páginas en Itzea, en junio de 1921.
Frente a Elena, Pepe Carmona adquiere la atractiva inconsistencia que años después tendrá Larrañaga en Agonías de nuestro tiempo. “Qué poca sangre tiene usted”, le dice Elena, que se acaba encaprichando de un italiano, Julio Moro-Rinaldi, “hijo de un oficial corso del ejército de Napoleón y de una gitana croata de Dalmacia”. Es como el italiano que aparece en El capitán Malasombra , y Carmona, en vez de luchar por Elena, lo mete en su poema como “un pirata berberisco, hombre violento y atrevido, sin ley y sin honor, que arrebata en su barca a una princesa griega”. Un Paris que, como reconoce Carmona, no tiene Menelao. Elena lo despacha como despachaban a Luis Murguía y despacharán a Larrañaga: “Yo no quiero hombres que me tengan miedo; prefiero mejor los que intentan dominarme y protegerme”.
En este punto los historiadores barojianos ya tendrían suficiente para agregar detalles al affaire  que por aquellos años había tenido Baroja con la mujer en la que está inspirada Ana de Lomonosof en La sensualidad pervertida. Sí, Elena es la misma mujer elegante y arbitraria, que a Baroja debía de desconcertarle porque con ella comete el único fallo de script de la novela, desde el momento en que no justifica por qué Carmona conoce el contenido de las conversaciones entre ella y el italiano.
Pero Baroja tiene preparado un noble y amargo final para Elena. Hasta él nos lleva en descripciones que sus contemporáneos están pintando o han pintado ya por esas mismas fechas, con el mismo sentido de la pincelada y del color, la misma clase de emoción y de belleza.

Era la cocina grande y no muy clara; un olor de aceite frito y de tabaco llenaba el aire y se agarraba a la garganta. En el hogar colgaba un gran caldero, y alrededor de la lumbre había varios pucheros y cazuelas de barro. En medio de la estancia, en una mesa larga con dos bancos, estaban sentados varios hombres, atezados por el sol y por el aire del mar. Eran hombres de bronce, serios, graves, con gorros rojos y morados y trajes de color; algunos llevaban mantas a cuadros; todos hablaban el catalán como por explosiones.
Unos comían en platos de porcelana basta una sopa coloreada de azafrán; otros, legumbres o un guiso de pescado muy rojo por el tomate y el pimentón; algunos tenían delante porrones verdosos llenos de vino; otros tomaban café y se servían copas de una botella ventruda de aguardiente. Las moscas revoloteaban por el aire con un rumor sordo. En un rincón, dos marineros cantaban en castellano, acompañándose de la guitarra, una canción sentimental.

            Y lo mismo podríamos decir del paseo en barca hasta la Roca de la Sirena, lugar donde se acaba el idilio porque irrumpe la Historia en forma de torbellino. Elena y María Rosa se escapan con Moro y con Vidal, respectivamente, y se casan en la iglesia de Torredembarra, pero en la misma página son encarcelados por carlistas en la ciudadela de Barcelona, con lo que Baroja ya tiene armado un gran final que inexplicablemente se empeñó en prolongar. El asalto a la ciudadela por parte del pueblo descontrolado para degollar a los presos anticonstitucionales, entre los que están, injustamente, el Moro y Vidal, son siete páginas de una calidad extraordinaria, que de vez en cuando nos recuerda al aire de la Historia de dos ciudades. Las viejas arpías se lanzan al degüello y Baroja echa sal en la herida de la locura sanguinaria.
            El final de El diario de Pepe Carmona, después de la tormenta, tiene el grado exacto de amargura. Elena mendigó la libertad de su marido como una troyana enlutada por las calles de Barcelona. Luego se retiró. Pepe Carmona vuelve a Málaga, y tira a la basura su poema sobre la batalla de Lepanto. Sin embargo, queda un párrafo, el final inmejorable:


Al acabar la guerra civil me volvió a escribir Eulalia; me decía que había visto a Elena en Tarragona, que tenía una niña y que estaba guapísima.
Eulalia añadía que Elena me recordaba constantemente, y me aconsejaba que tuviera un arranque, fuese a Tarragona y. me casara con ella. Se me ocurrió consultar el caso con mi hermana y contarle la historia de Elena; mi hermana me disuadió; me convenció de que una mujer así tan decidida, no me convenía. Después me arrepentí de seguir su consejo. 

            Aquí termina la gran novela y empieza algo que está bien pero que sobra, incluida la continuación del diario, centrada en los sucesos de Málaga, la revuelta reprimida por el general San Just, y en la muerte de María Teresa sin que Pepe se atreva a visitarla. Sobra, creo, tanta pusilanimidad. Con lo que le pasó con Elena ya teníamos bastante. Esto es una excusa, un hilo que sobraba, que no le sienta bien ni a María Teresa ni a Pepe, pero sí a la galería de maleantes con que Baroja nos entretiene. Aviraneta se mete a estorbar en su propia historia, seguramente porque la historia de Pepe Carmona no era de aquellos libros. Está bien el retrato de Narváez, con esa historia de amoríos y ese sarcástico cuento de metempsicosis en el que las monjas le toman el pelo al general.
            Muy entretenido todo, pero la buena historia ya se había terminado. Así queda como un estudio preparatorio de El laberinto de las Sirenas, como un descanso en las praderas descriptivas, un aislamiento provisional. Llegan tiempos de novelas largas e importantes que aún esperan cola para su reconocimiento y de paso le hacen sombra a joyas como esta. 

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