De las tres películas que se han
hecho últimamente sobre Goya, Volaverunt, Goya en Burdeos y Los fantasmas de Goya, solo conozco la segunda, de Saura/Storaro, que
tiene algo, poco que ver con esta espléndida Mr. Turner, de Mike Leigh, dos horas y media de placer continuado.
Y lo poco que tiene que ver procede precisamente de esa exigencia mínima que
plantean las películas sobre pintores: que hay que pintar filmando. Esa pudo
ser la ocurrencia sagaz de Saura, por más que el recurso al recuerdo empastase
todo un poco demasiado.
Pero si las comparo no es porque los
resultados puedan compararse sino porque Goya es el Turner español: un pintor
privilegiado que inventó el papel de celofán para envolver familias reales, al
que la vejez y el aislamiento arrancaron lo más desesperadamente moderno de su
pintura. En el caso de Goya, los muros de la Quinta del Sordo inauguraron la
modernidad; en el de Turner, la muerte de su padre (amigo, compañero y
asistente) removió sus cimientos y los de la pintura. Esa transición se presta
mucho a los rataplanes orquestales y al modelo de pintor que azota el cuadro. A
todos se nos viene a la cabeza Kirk Douglas, el mito del genio dramático y los
ojos desorbitados. Hasta tal punto hemos pensado que eso era así, que muchos
pintores empiezan a pintar trágicamente, como en arrebatos paulinos.
Ya la imagen de Shelley que
daba Jane Campion es la de un genio romántico sin arrebatos, más bien
languideciente, en proceso de consunción, sin necesidad de cargarse la vajilla.
Mr. Turner va más por ahí, por la fluidez sin
estridencias. En toda la película solo se le da una patada a un taburete, y no
por motivos artísticos. La película retrata escenas que acompañaron a Turner en
sus últimos cuarenta años de carrera, y digo retratan porque tienen el buen
gusto de ser una ilustración del argumento, no su contenido.
Turner es, en la película, el pintor
entregado a su pintura que sin embargo se pasea por la Academia como Pedro por
su casa desde que tenía quince años, con esa voz más alta con la que hablan los
curas dentro del templo. Tiene una forma muy inglesa de grosería que es un
viaje de vuelta, un haber perdido deliberadamente los modales, lo que no impide
moverse con soltura entre los grandes de su época. Todo lo que hace viene avalado
por la conciencia de que ya ha demostrado que puede hacer cualquier otra cosa.
Solo con una carrera como la de Turner se puede escupir en un cuadro y
emborronarlo un poco con el dedo mientras al lado, pulcramente, está pintando
un tema histórico John Constable. Es el Turner del alarde, del cuadro
restallante, alguien que se puede permitir prestarle dinero al patético
Benjamin Haydon, un desesperado de verdad (que en la vida real se pegó un tiro
y, como también le salió mal, se remató cortándose el cuello), o soltar bromas
pesadas a sus colegas ilustres, pero también prescindir por completo de su
mujer y sus hijas, convivir tranquilamente con un padre que es el chico para
todo y con una criada que también. Con ellos nutre su necesidad de afecto y
compañía, de tener limpios los cuencos de trementina y de echar un polvo de vez
en cuando. Pero la aparente animalidad con que lo hace todo es un riguroso
ejercicio de simplicidad. Su vida, por famoso que sea, está al servicio de su
pintura. No necesita una familia sino un equipo, no un padre sino un hombre de
confianza, no una mujer sino una especie de animal doméstico. Vivía como un
cura, y desde el primer momento queda claro que sus gruñidos son formas simples
del habla, economía, no exabrupto. Son un ritornello que va cambiando de
significado según la escena. A veces son de desagrado, pero otras veces de
placer, y aun de tristeza, o incluso de delicadeza. Turner nos cae simpático
por su desenvoltura, por eso tan inglés de dejarse de tonterías. Y cuando hace
cosas reprobables, sobre todo ahora (si lo coge Claire Tomalin lo machaca), no
nos cuesta comprenderlas, más allá de aceptarlas o no.
Cuando muere su padre, Turner se
queda sin equipo, pero no tarda en reestructurarlo. Las labores de utiliería
las seguirá desempeñando la criada, cada día más escrofulosa, y los afectos,
incluidos los desahogos, recaerán en otro gran personaje, la viuda que
encuentra en el pueblo de pescadores donde acude a pintar amaneceres. Duele al
espectador actual el desamparo en el que queda la criada, lo único que habríamos
necesitado para justificarlo todo, pero la necesidad tanto argumental como
estética hace que con ello la historia se redondee más incluso.
Turner
era un hombre tan egoísta como cualquier otro. Pero él se bastaba con un
anciano servicial y una criada tullida, o con una dueña muy dispuesta. Le
sobraban los alardes, y es ahí donde se produce el cambio hacia sus particulares
pinturas negras. Allá donde se juntan
Goya y Turner (en El perro semihundido)
es un territorio donde solo cabe lo esencial. El desprecio de sus contemporáneos
escurre todavía más su vida, la reduce a su compañera y a sus cuadros, a sus
paseos por paisajes amarillentos y su necesidad de ir más allá de su propio prestigio.
Y ahí vemos a un hombre que gruñe de felicidad, una alegría que ya ha sido
tamizada por el dolor, que ya es patrimonio del sosiego.
Nada
de esto sería indiscutible de no ser por la extraordinaria calidad de la
película. El reto de que la fotografía sea la de Turner
está logrado desde los hermosos títulos de crédito. Los actores, para variar,
son impecables, con alguna concesión al frikismo de época, tan resultón, pero
siempre agradables de contemplar. Timothy Spall está para todos los premios que
le quieran dar y alguno más, sobre todo porque nos hace pensar en Turner, no en
él, pero es una delicia escuchar al pedantuelo hijo de Rushkin en un inglés desinfectado,
o ver en acción al angustioso Haydon, o preguntarse por los sentimientos de la
criada, inmejorable en su papel de escoria útil, o comprender lo que es la necesidad
de compañía con solo ver desplegar a la viuda una sonrisa. Grande el padre en
su entrega entusiasta, y grandes hasta los figurantes que menean el pescado y
pasean un perrito.
Porque
ese es el gran placer añadido que exigíamos de esta película, la recreación de
la vista. No bastaban los colores. La ambientación debía ser y es
impresionante. Estamos allí, mecidos por la luz amarillenta, oliendo la trementina
y el pescado. Nos hemos ahorrado el drama de la incomprensión de los
contemporáneos y tal y cual. Nos hemos ahorrado casi todos los dramas, no el de
la muerte del padre, sobria y tiernamente relatado, pero sí el de la depresión.
Una vez reorganizado el equipo, triunfaba la pintura.
A ver si la echan en los Terueles, que PINTA bien, je.
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