A
veces el cuerpo pide un novelón, un tomazo considerable en el que exiliarse
durante varios días. Mientras iba en el tren al trabajo, cada mañana, en medio
de la España candy-crush que subroga
su cerebro cuando tiene tiempo libre, me lo he pasado en grande con la edición
de Norte y sur, de Elyzabeth Gaskell,
que acaba de publicar la editorial Cátedra.
Ya
de por sí es una delicia leer los tomos de la colección Letras Universales, los
blancos, igual de agradables que los de Letras Hispánicas, los negros.
Encuentro un placer delicado en el papel hueso con tipos garamond, cuando paso
las páginas y abro bien el libro para que se suelten los picos de papel que
quedan de pasar el hilo por los pliegos, de manera que hacen de topes para que
la página siguiente no se venga ni tampoco se esgualdramille. Pero esos picos
solo salen en un lado del pliegue, de modo que, una vez se ha llegado a la
mitad del pliego y se ven los hilos blancos nacarados, las siguientes páginas
hay que abrirlas hasta que se ve el pliegue de la siguiente, recto y bien
atado. A ver cómo le explicas esto a esos tipos que matan el tiempo haciendo
solitarios con el teléfono, o incluso a los que leen en un aparato que hace
renglones de dos palabras. La diferencia entre lo que siente la yema de mi dedo
corazón cuando acaricio los hilos de los pliegos y la que experimenta cuando paso
un dedazo por el plasma es la que explica que yo haya marcado mis límites
tecnológicos con vallas llenas de concertinas.
Elizabeth
Gaskell, por otra parte, invita a un estado de ánimo de piernas largas oxonienses, de ojos
caedizos cantabrigenses. Es imposible no cruzar las piernas mientras la estás leyendo y
recostarse un poco en el brazo del sillón (en este caso el quicio de la
ventanilla), y dejarse llevar por una prosa en la que humean las tazas de té y
las chimeneas de las fábricas. Los personajes hablan con sintaxis exquisita y
respetuosa precisión, en el tono de Jane Austen, atenta siempre a los gestos,
los cambios de voz, las manos, las miradas. Gaskell no pierde muchas líneas (las
que pierde son muy hermosas) en describir lugares y paisajes, pero emplea casi
todas en hurgar en los sentimientos. Que me aspen si Álvaro Pombo no ha pasado
muchas tardes de otoño en su mesa camilla leyendo a Gaskell mientras atardece.
El
asunto es que una joven de diecinueve años, Margaret (una Catherine sin
alegría, una Emma frágil), vive con su padre, vicario en un aldea de la campiña
inglesa, con su madre, una señora llena de aprensiones, y con Dixon, una criada
vieja y retorcida de la que, allá por la página seiscientos y pico, te enteras
de que tiene cincuenta años.
En
ese principio ya había puesto yo la sonrisa blanda de la literatura campestre,
pero al vicario le entran dudas, se convierte en un dissenter, y decide abandonar la regalada vida de la parroquia y
los cantos de los pájaros y marcharse a vivir a una ciudad llena de humo,
Milton, contemporánea de Cocktown, la ciudad industrial de Hard times, publicada solo un año antes, en 1854. Dickens y Gaskell
eran amigos y tomaban el té en una casa de Manchester pintada de rosa con los
capiteles del pórtico en forma de nenúfar. Del Cocktown de Dickens ya se habló
aquí, pero este Milton no se queda atrás en evidencias sociales. Un colega que
ya la había leído me comentó que es una de las mejores novelas que conoce para
describir el mundo de la industria textil victoriana, lleno de niños que morían
prematuramente por aspirar la borra de los tejidos y de adultos que se negaban
a invertir en un jodido ventilador. Sin embargo no se lee como una novela histórica, acaso porque está escrita desde dentro, pero resulta más eficaz y mejor que la mayoría de las novelas históricas. El buen escritor es el que hace las novelas históricas del futuro, para que suenen siempre igual de frescas que el primer día.
Por
la época en la que sucede la acción, supongo que la edad de entrar a trabajar
en una fábrica ya había subido a los doce años, algo que no consiguieron las
huelgas ni las conciencias sino la evidencia científica de que salía menos
rentable un niño de nueve años porque solo duraba cuatro o cinco, y menos aún uno
de tres años, como fue al principio, porque estos se morían enseguida, de modo que más
valía invertir en un mozalbete que iba a durar toda su vida laboral, hasta los
cuarenta por lo menos, que ir comprando niños nuevos cada pocos años. Lo de
Swift de la modesta proposición no es tan sarcástico como creemos.
En
fin, el caso es que en Cocktown el vicario se gana la vida dando clases
particulares, la madre cae enferma de no estar a gusto y la hija va sorteando pretendientes.
En pocas novelas he visto un tratamiento tan sensato de la religión, tan
comprensible. Margaret es recatada, pero no cursi ni ñoña. A uno lo despacha
por lanzado, como Galatea, si bien es un abogado muy prometedor, y al otro
porque es el clásico patrono inglés, desalmado con sus obreros y con pujos de aspirar a una clase social que puede
permitirse. Se llama Thornton, solo digo eso.
El
elenco principal lo remata Frederik, un teniente exiliado en Cádiz que no puede
volver a Inglaterra porque encabezó un motín en un barco de la Royal Army. El
motín estaba justificado, era una cuestión de abuso flagrante, pero las
ordenanzas no entienden de excepciones. Así planteadas las cosas, el galán
austeniano no tiene sitio, porque su cuerpo y sus modales los ocupa el hermano
de la protagonista. Tendrá que conformarse con el abogado voraz o con el
industrial soberbio, pero sucede algo que convierte esta historia, y cualquiera,
en una gran novela: la capacidad de cambiar de los personajes. El abogado no se
sale de su papel, pero el retrato de Thornton, el emprendedor inculto
rechazado por la culta dama, es ciertamente memorable.
Todo
cambia y se acelera de interés con el estallido de una huelga, una larga escena
con hordas de figurantes enfurecidos, magnífica, con lo difícil que es narrar
con tanta gente. Y no merece la pena desvelar lo que sigue porque sí la merece
leerlo. Digamos que Margaret es (Pombo) una unidad de medida de la bondad, pero
también del amor propio, que sustituye el sentimentalismo por la convicción y
que comprendemos aun cuando su estricta moral victoriana nos hace pedir que dé un
puñetazo en la mesa.
Al final vuelve al territorio Austen, una vez hemos disfrutado con el gran Adam Bell, pariente del Brownlow de Oliver Twist, pero bastante más verosímil, un viejo profesor de Oxford que representa el grado más admirable de caballerosidad británica. Pero Gaskell solo podía regresar a los amoríos de su amiga Brontë después de hurgar cuidadosamente en las grandezas y las miserias del tiempo que les tocó vivir, y que sin necesidad de recurrir a la casquería naturalista, sin apartarse nunca de la formalidad sintáctica ni de la sinuosidad poética, y obrando, además, con el vidrioso asunto de los buenos sentimientos, sea fiel en el retrato de un mundo que debía cambiar. La novela de Gaskell es también una seria proposición. Su amigo Dickens se había embarcado en el empeño de humanizar un poco la cortés y despiadada sociedad inglesa, y Gaskell pone los puntos sobre las íes en cuanto a las relaciones del patrón y sus trabajadores. Es una dama victoriana, no una sufragista de medio siglo después, pero si todos los empresarios supiesen leer, no les sentaría mal, aún hoy, pasearse por estas páginas tan bien cosidas.
Al final vuelve al territorio Austen, una vez hemos disfrutado con el gran Adam Bell, pariente del Brownlow de Oliver Twist, pero bastante más verosímil, un viejo profesor de Oxford que representa el grado más admirable de caballerosidad británica. Pero Gaskell solo podía regresar a los amoríos de su amiga Brontë después de hurgar cuidadosamente en las grandezas y las miserias del tiempo que les tocó vivir, y que sin necesidad de recurrir a la casquería naturalista, sin apartarse nunca de la formalidad sintáctica ni de la sinuosidad poética, y obrando, además, con el vidrioso asunto de los buenos sentimientos, sea fiel en el retrato de un mundo que debía cambiar. La novela de Gaskell es también una seria proposición. Su amigo Dickens se había embarcado en el empeño de humanizar un poco la cortés y despiadada sociedad inglesa, y Gaskell pone los puntos sobre las íes en cuanto a las relaciones del patrón y sus trabajadores. Es una dama victoriana, no una sufragista de medio siglo después, pero si todos los empresarios supiesen leer, no les sentaría mal, aún hoy, pasearse por estas páginas tan bien cosidas.
Sabía
de Gaskell solo lo de las novelas de Cranford, que estaban aguardando turno en
el rimero de literatura campestre y que voy a colar inmediatamente, pero Norte y sur ha sido una muy grata sorpresa. Es muy reconfortante tener la edad de la vieja Dixon y descubrir un autor nuevo.
Sí, sí, piensa uno, cincuenta años, y lo que me queda por leer.
Elizabeth
Gaskell, Norte y Sur, trad. María
José Coperías, Cátedra, 2015, 711 pág.
Me apunto la novela, que no conocía a Gaskell y parece que va en la onda de lo que estoy leyendo últimamente. He estado leyendo a Dickens y a Charlotte Brontë, eso sí, alternando con lecturas más superfluas porque no doy para tanto tan seguido y necesito reposar las neuronas un poco jaja.
ResponderEliminarTambién he de reconocer mi culpabilidad ya que piqué con un libro electrónico por las ventajas de llevar muchos libros en un solo dispositivo y por su ligereza, que llevar una de estas novelitas se nota en la mochila. Eso sí, sigo comprando libros en papel y no voy a dejar de hacerlo aunque me quede sin espacio en las estanterías.
Un abrazo.
Ana
Gracias, Ana. Yo creo que también me voy a meter con las Brontë. Gaskell tiene una biografía de Charlotte que me seduce.
EliminarCreo que no tenía ni idea de esto que nos presentas, así que muchas gracias.
ResponderEliminarNo te arrepentirás.
EliminarHace unos meses, hurgando en el rastro, me llevé un susto tremendo al sacar de una pila de libros una edición reciente de Crimen y Castigo en Cátedra. El diseño de la portada era el de toda la vida, pero nada más cogerlo sentí que algo fallaba. Un examen rápido me desveló la tara. ¡Las páginas no estaban cosidas! Creo que grité. Pensé: ¿tú también, Cátedra? Luego, al día siguiente, fui corriendo a una librería y comprobé que no, que tanto los blancos como los negros estaban todos bien cosiditos, como debe ser. La edición de Crimen y castigo, que no compré, creo que era de 2013 o 2014. La editorial debió de tener un momento de debilidad, pero han sabido enmendarse. Creo que algo parecido les ha pasado a muchas otras editoriales, algunas de las cuales aún se debaten entre hacer las cosas bien y abaratar costes indiscriminadamente. ¡Déjalas a ellas que se debatan, pero no nos falles tú, Cátedra! (Tienes un blog estupendo. De lo mejorcito que he encontrado en la red).
ResponderEliminarSi las editoriales no son capaces de fabricar libros baratos que no pierdan su condición de objeto perdurable, sencillamente se hundirán. A Penguin le pasó algo parecido, pero Penguin supo pegar los libros sin que se destrozasen, acaso porque tenía claro que editar libros con papel del váter no puede seducir a ningún lector que tenga otro soporte más agradable y más barato. Mira los libros de bolsillo de Alianza (¡con las ediciones de Proust que hacía en papel hueso!), la pena que dan. Castalia sigue en su sitio, todo hay que decirlo, pero iniciativas, por ejemplo, como la de Libros del Asteroide son ahora, creo, el camino a seguir.
EliminarEstupenda reseña, Antonio. Como siempre. Tienes la virtud de contagiar aficiones literarias. Gracias.
ResponderEliminarUn abrazo
Qué bien, Luis, que andes por ahí. Me gustó tu recuerdo de Silver Kane.
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