Noticias felices en aviones de papel es un libro muy bonito. Está
encuadernado en cartoné, con sobrecubierta ilustrada y guardas con motivos de
baldosas hidráulicas, los suelos que había entonces en las casas. La cubierta,
de María Hergueta, como algunas de las ilustraciones, tiene un aire a Wallace
Ting, el de los gatos de colores, pero con tintas aguachadas, de imprenta
antigua, tomadas de gris. Las ilustraciones me recuerdan a las figuras de los
manuales de urbanidad de los años 60, situadas en escenarios realistas pero
limpios, conceptuales, lo mismo que me ocurre, por cierto, con las obras de
Banksy.
Las ilustraciones se lucen mucho
porque el libro es grande y delgado, 26 x 18, como los libros de cuentos para
niños. Está muy bien cosido y tiene un papel color hueso de una grama muy
agradable, gruesa pero no rugosa, fina pero sin satén, y la tipografía, clara y
despaciada, de un tipo claro, más estrecho que el Garamond y más ancho que el
Times, con un separador de tela de color violeta.
El interior es una novela corta de
Juan Marsé. Es una variación con niño de Ún
corazón sencillo, el cuento de Flaubert, con loro incluido, pero sin tanta
mística y más historia de Europa. Es la viejecita que vive en el piso de arriba
y a la que cuidan los vecinos porque se va un poco del tiesto, el piso con
baldosa hidráulica y el balcón al barrio proletario, y que sueña despierta con
un pasado tenebroso. La acción sucede cuando aún se editaba el Diario 16 pero ya había salido El Mundo, o sea en algún momento entre
1989 y 2001, si bien la jerga de los chicos de la calle (menda, chachi, colega)
se remonta a diez años atrás y, en el caso de menda, ya había pasado a mejor vida. En algún sitio se dice que hay
una calle sin asfaltar, como en
tiempos del Pijoaparte, o bastante antes, aunque se trata de un detalle que con
la anagnórisis final encaja en la novela.
Pero estos son prejuicios. Uno sabe
más de lo que debe y cae en la tentación de ver al anciano escritor pergeñando
un cuento para sus nietos lleno de buenos sentimientos, mezclando las palabras
de su infancia con las que sus nietos le han contado de la suya, tirando de
oficio y alargando un poco un cuento muy sencillo. Y no me extrañaría que en
los talleres de literatura que pululan por ahí se hiciese leer este libro para
ver cómo estructurar un cuento. Ya me veo al instructor de turno diciendo cómo
hay que guardarse una sorpresa para el final, un objeto escondido con el que
todo encaja, incluso lo fantástico. Hay que ambientar la narración con varias
escenas costumbristas de la abuela locatis y meter un poco de conciencia social
(el Cocoliso –ese es de los 60, de cuando Popeye-, la madre separada con un
hijo, el jipi que acabó en mendigo, el elenco menestral carmelitano ya clásico
en Marsé) y luego tensar un poco las historias (los chicos que quieren robar a
la vieja, el padre que pide por las calles, la madre que no se sabe qué está
haciendo) y adobarlas con referentes exóticos, en este caso una víctima de los
nazis en Polonia.
Y,
si eres Juan Marsé, ya está. Pero, aun siendo de Juan Marsé, se puede discutir
cierta frialdad en ese oficio. Todo está en su sitio salvo algún pájaro que
vuela, como en el piso de la ancianita. Todo invita a decir que sí, a reafirmarnos
en las ideas que ya teníamos, en el valor de la bondad y de la imaginación, un
poco en el tono de Rabos de lagartija,
obra, como esta, nacida de la melancolía. No hay mala leche por ninguna parte,
salvo, quizá, con el padre jipi, una sana mala leche que ha exhibido Marsé
desde el primer momento, por cierto.
Pero
también sucede algo que es como el peaje que pagan los buenos novelistas:
personajes demasiado potentes que no tienen espacio para seguir viviendo. En el
cuento de Flaubert, Felicité lo ocupa todo y su muerte final es narrativamente
necesaria; al mismo tiempo, los secundarios son personajes sin historia, o cuya
historia no nos interesa. No es el caso. Aquí la ancianita tiene una hermosa y
algo blanda historia que contar, pero quien nos interesa es el muchacho y la
madre y la vecina, sus historias tan solo apuntadas (propias de personajes que
están vivos), y en el fondo más interesantes que la de la propia protagonista.
Tiendo a pensar que Marsé estiró una idea hasta que vio que había llegado a la
página sesenta y sacó una foto del cajón para rematarla. O bien, y no me
gustaría pensar eso, la escribió al revés, como aconsejan en los talleres de
escritura.
Eso sí, tal y como está planteada la
historia, su triunfo es que emocione, y para eso, me temo, el novelista necesitaba
bastantes páginas más.
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