24.5.15

Al abrigo de Ferlosio


                El tormentoso fin de curso ha hecho que orillase los placeres barojianos para atender a más urgentes lecturas, pero en la travesía he llevado siempre un libro que se ha convertido en una especie de Kempis, en un libro de horas, casi en un misal. Se trata de Campo de retamas (pecios reunidos), de Rafael Sánchez Ferlosio, con el que no me recato de soltar discretas carcajadas en el tren o en la sala de espera de la consulta. Es verdad: hace tiempo que no me reía tanto con un libro, aunque ya se sabe que la risa del lector no suele ser producto de los chistes, que, al menos para mí, no tienen ninguna gracia (he intentado varias veces leer a Woodehouse o a Sharpe, o incluso al primer Waugh, y no he pasado de las primeras líneas). No; la risa del lector es más bien un acto de felicidad nacida de la admiración. Es el ingenio crítico, la capacidad observadora, la precisión brillante la que muchas veces nos hace reír con ganas. El propio Ferlosio, en un pecio que, como muchos otros, uno ha leído antes en algún otro sitio (y este, no sé por qué, me recuerda a El geco), echa una inteligente diatriba contra la odiosa simpatía, y se enfada hablando de lo fatuos y cargantes que resultan los simpáticos, siempre mintiendo, y esa seriedad con que Ferlosio avisa de la plaga me resulta mucho más graciosa que un monólogo cómico hecho para reír en lata. Se lo decía el otro día a unos alumnos que tenían que pronunciar un discurso ceremonial: el que hace reír no ríe, y el que hace llorar no llora.
               Pero a veces la risa es solo de admiración, de ojos fijos y tímida sonrisa, sobre todo en una clase de pecios que van salpicando el libro entero, los dedicados a describir un momento en la naturaleza de los animales, como aquellas cosas que escribía Fray Luis de Granada pero con toda la poesía de nuestra época. Recuerdo el pecio del castor que antes de morir quiere ver la luz con sus ojos ciegos, o del mastín que camina con la soga al cuello, rota por el peso antes de estrangularlo, y me acuerdo del cuento de los babuinos y me parece estar leyendo la más alta prosa de nuestro tiempo.


              Y aun otras veces esa risa es la de quien anda metido en un laberinto sintáctico pero está contento porque a pesar de todo el camino es el más lógico, eso que Savater, meneando la cabeza, llama prolijidad y que a mí me parece una forma de conocimiento. El modo de elocución determina el contenido de lo expresado, el registro cambia la naturaleza del mensaje, y esos pecios arduos, tan ricos en subordinaciones como densos de significado, no me llevan, como a Savater, al instintivo ramalazo de pensar que se podría haber dicho lo mismo con menos palabras, entre otras razones porque es el propio Ferlosio quien, cuando lo considera conveniente, utiliza con ejemplar salero el idioma más llano y directo; antes bien me parecen una forma de dignificar lo expresado y rescatarlo de una formulación banal que oculta más que aclara. Ese gran estilo ferlosiano saca las cosas de sus circunstancias, las eleva al rango de la poesía antropológica, un limbo en el que viven otras de muy diferentes épocas que no solo no han envejecido sino que siguen nombrando el mundo más allá del tiempo. Y si además lo hace con ese inconfundible estilo épico que le ha dado para piezas como El escudo de Jotán o El testimonio de Yarfoz, donde se mezcla la prosa de libro sagrado con la del manual de topografía, los pecios se convierten en obras maestras cerradas, frases esculpibles, un cuarto agradable al fondo del pensamiento donde nos sentimos al abrigo de la humillante superficie.
               Muchos de ellos proceden de la lectura de los periódicos, pero de una lectura muy particular. Así como Chomsky se dedicó a buscar toda clase de datos escondidos en los documentos públicos para comprender la estructura de lo que ocurre, Ferlosio busca expresiones, modos de decir, errores involuntarios, o falsos aciertos voluntarios, tópicos manidos, latiguillos, chapuzas subliminales, el rostro del mundo en lo que se dice y se escribe sin pensar en que se habla o se escribe, tan solo en lo que se quiere decir. A veces practica el senderismo de alta montaña con su amigo Agustín García Calvo, sobre todo cuando habla del futuro, y otras acude a lo más pernicioso, a las predicaciones absurdas que se enquistan en el habla de la gente y sin que se den cuenta les van entrando en el cerebro, o en las que llevan enquistadas mucho tiempo en la jerga jurídica (en la que Ferlosio es un artista) y que, por ejemplo, hacen que confundamos lo justo con lo moral.
               El otro día colgué en Facebook un pecio sobre los mítines. Aquí no voy a copiar ninguno porque los copiaría todos. Los pecios de Ferlosio tienen algo de judío como pueden tenerlo los cuentos de Borges, todos contienen una glosa ilimitada, sus formulaciones son tan redondas que se erigen en versículos paradigmáticos, en frases para entender eso u otras muchas cuestiones que de pronto comprendemos que en el fondo son iguales. La sensación de lucidez, de apertura es tan reconfortante como el momento, siempre perceptible, en que sentimos que nos está despareciendo una congestión nasal. En el campo de retamas de Ferlosio el aire llena los pulmones de alegría. Es el gozo intelectual, el espectáculo de la inteligencia, donde, en medio de todos sus melodías sintácticas y conceptuales, a uno no se le ocurre pensar que haya una mota de pedantería por ninguna parte, de limpio y repulido que está todo.
               Aún me quedan unas páginas para reírme a gusto esta semana, mientras mis congéneres pasan el dedo por la pantalla. Tiene 88 años Ferlosio. Antes de retirarse debería escribir unos cuantos pecios sobre el guásap, y eso que estos mismos pecios vienen, muchas veces, que ni pintados para la extensión que requieren las redes sociales. Estas bernardinas, por ejemplo, no caben en Facebook. Yo solo pongo un discreto vínculo al blog. Pero el otro día colgué el pecio de los mítines y todo fueron parabienes. Poner algo en las redes sociales es otro idioma, otro territorio con sus llanadas y sus cumbres, y ahí, todavía, como siempre, Ferlosio tiene mucho que decir.

Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas (Pecios reunidos), Ramdom House, 2015, 195 pp.

1 comentario:

  1. Un comentario que suscribo de la cruz a la raya. Leer a Ferlosio sería la felicidad completa si no fuera porque no se le puede leer de continuo, también hay que comer y trabajar. Estas prosas perfectas, que él presenta desde el título como restos del naufragio de escribir, son el mejor antídoto contra el vaciamiento de la lengua al que a diario se aplican una buena parte de los medios de comunicación, todos los discursos de cualquier tipo de poder y las llamadas redes sociales. Un excelente comentario, Antonio. Noraboa.

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