Pero a
veces la risa es solo de admiración, de ojos fijos y tímida sonrisa, sobre todo
en una clase de pecios que van salpicando el libro entero, los dedicados a
describir un momento en la naturaleza de los animales, como aquellas cosas que escribía Fray Luis de Granada
pero con toda la poesía de nuestra época. Recuerdo el pecio del castor que
antes de morir quiere ver la luz con sus ojos ciegos, o del mastín que camina
con la soga al cuello, rota por el peso antes de estrangularlo, y me acuerdo
del cuento de los babuinos y me parece estar leyendo la más alta prosa de
nuestro tiempo.
Y aun
otras veces esa risa es la de quien anda metido en un laberinto sintáctico pero
está contento porque a pesar de todo el camino es el más lógico, eso que
Savater, meneando la cabeza, llama prolijidad y que a mí me parece una forma de
conocimiento. El modo de elocución determina el contenido de lo expresado, el
registro cambia la naturaleza del mensaje, y esos pecios arduos, tan ricos en
subordinaciones como densos de significado, no me llevan, como a Savater, al
instintivo ramalazo de pensar que se podría haber dicho lo mismo con menos
palabras, entre otras razones porque es el propio Ferlosio quien, cuando lo
considera conveniente, utiliza con ejemplar salero el idioma más llano y
directo; antes bien me parecen una forma de dignificar lo expresado y rescatarlo
de una formulación banal que oculta más que aclara. Ese gran estilo ferlosiano
saca las cosas de sus circunstancias, las eleva al rango de la poesía
antropológica, un limbo en el que viven otras de muy diferentes épocas que no
solo no han envejecido sino que siguen nombrando el mundo más allá del tiempo.
Y si además lo hace con ese inconfundible estilo épico que le ha dado para
piezas como El escudo de Jotán o El testimonio de Yarfoz, donde se mezcla
la prosa de libro sagrado con la del manual de topografía, los pecios se
convierten en obras maestras cerradas, frases esculpibles, un cuarto agradable
al fondo del pensamiento donde nos sentimos al abrigo de la humillante superficie.
Muchos
de ellos proceden de la lectura de los periódicos, pero de una lectura muy
particular. Así como Chomsky se dedicó a buscar toda clase de datos escondidos
en los documentos públicos para comprender la estructura de lo que ocurre, Ferlosio
busca expresiones, modos de decir, errores involuntarios, o falsos aciertos
voluntarios, tópicos manidos, latiguillos, chapuzas subliminales, el rostro del
mundo en lo que se dice y se escribe sin pensar en que se habla o se escribe,
tan solo en lo que se quiere decir. A veces practica el senderismo de alta montaña
con su amigo Agustín García Calvo, sobre todo cuando habla del futuro, y otras
acude a lo más pernicioso, a las predicaciones absurdas que se enquistan en el
habla de la gente y sin que se den cuenta les van entrando en el cerebro, o en
las que llevan enquistadas mucho tiempo en la jerga jurídica (en la que
Ferlosio es un artista) y que, por ejemplo, hacen que confundamos lo justo con
lo moral.
El otro
día colgué en Facebook un pecio sobre los mítines. Aquí no voy a copiar ninguno
porque los copiaría todos. Los pecios de Ferlosio tienen algo de judío como
pueden tenerlo los cuentos de Borges, todos contienen una glosa ilimitada, sus
formulaciones son tan redondas que se erigen en versículos paradigmáticos, en
frases para entender eso u otras muchas cuestiones que de pronto comprendemos
que en el fondo son iguales. La sensación de lucidez, de apertura es tan reconfortante
como el momento, siempre perceptible, en que sentimos que nos está despareciendo
una congestión nasal. En el campo de retamas de Ferlosio el aire llena los pulmones
de alegría. Es el gozo intelectual, el espectáculo de la inteligencia, donde,
en medio de todos sus melodías sintácticas y conceptuales, a uno no se le
ocurre pensar que haya una mota de pedantería por ninguna parte, de limpio y
repulido que está todo.
Aún me
quedan unas páginas para reírme a gusto esta semana, mientras mis congéneres pasan
el dedo por la pantalla. Tiene 88 años Ferlosio. Antes de retirarse debería
escribir unos cuantos pecios sobre el guásap, y eso que estos mismos pecios vienen,
muchas veces, que ni pintados para la extensión que requieren las redes
sociales. Estas bernardinas, por ejemplo, no caben en Facebook. Yo solo pongo
un discreto vínculo al blog. Pero el otro día colgué el pecio de los mítines y
todo fueron parabienes. Poner algo en las redes sociales es otro idioma, otro territorio
con sus llanadas y sus cumbres, y ahí, todavía, como siempre, Ferlosio tiene
mucho que decir.
Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas (Pecios reunidos), Ramdom House, 2015, 195 pp.
Un comentario que suscribo de la cruz a la raya. Leer a Ferlosio sería la felicidad completa si no fuera porque no se le puede leer de continuo, también hay que comer y trabajar. Estas prosas perfectas, que él presenta desde el título como restos del naufragio de escribir, son el mejor antídoto contra el vaciamiento de la lengua al que a diario se aplican una buena parte de los medios de comunicación, todos los discursos de cualquier tipo de poder y las llamadas redes sociales. Un excelente comentario, Antonio. Noraboa.
ResponderEliminar