"Los muertos me han sacado muchas veces de situaciones embarazosas.
Hace casi ya cuarenta años, el 20 de junio de 1837, yo estaba en Londres, en un
salón pomposo de Primrose Gardens, de pie y con una mano apoyada en el respaldo
de la silla donde mi tía Margaret trataba de contener las lágrimas. Asistíamos
a una serenata de clavecín que ofrecía la señorita Florence en casa de su
familia".
Así
empieza Fabricación Británica, y esa casa, como se dice páginas después,
ocupaba el número 45. Es una plaza ovoide, en declive, y el hecho de que haya tantos
coches y tantos andamios dice mucho de cómo ha evolucionado. El número 45 está
entre las fachadas blancas que se ven arriba a la izquierda, y ya no es, como
cuando yo pasé allí más de un verano, o el cambio de milenio, o unos cuantos
puentes perdidos, una casa victoriana con amplia cocina en el entresuelo, que daba
a un patio con un estanque y que crujía porque las maderas del suelo databan también
de los tiempos de la reina.
Arriba, junto a la bay window, estaba la mesa de trabajo de nuestros anfitriones. La vida
se hacía en la cocina, y ya sé que suena un poco pedante, pero allí, un verano
de hace muchos años, me leí de corrido el Ulises.
No me aprovechó mucho, pero Charles Lamb, el protagonista de Fabricación Británica, nació allí, más
por lo que me inspiraba la casa que por la lectura de James Joyce.
El pub
de referencia era el Steeles, en Haverstock Hill. Era, literalmente, el bar de
abajo, porque había que bajar por la pendiente de Primrose, y luego subir. Creo
que allí descubrí la London Pride. Era un pub de neobeats de los 90, gente
tranquila y bebedora, jóvenes en blanco y negro, con ese glamour de swap-shop que no
costaba nada compartir. Era de decoración abigarrada, de camarote de galera, de
salón de viejas glorias, todo lleno de cirios de colores derretidos y
candelabros llenos de telarañas. Las paredes estaban decoradas con retratos de
hombres célebres, el tema de la pinacoteca de los cuadros del XIX, pasado por
muchos litros de cerveza y siglos de temperamento inglés. Luego, a principios
de este siglo, hay una foto de Emy Winehouse que lo convirtió en emblemático.
Está tirada encima de la mesa de madera del patio trasero, durmiendo la
borrachera. Por entonces ya no lo pisábamos, pero durante bastante tiempo la
gente se hacía cruces de cómo con el ambiente que se concentraba por allí no
había más problemas con la policía. Finalmente los hubo, y pasaron a regentarlo
unos rusos que lo han convertido, como casi todos los pubs en Londres, en
gastropubs, y según me contó un cliente de la edad del que pasa por la puerta
con la bici atómica, en espacio de recreo para las familias. Un moderno de hace
veinte años allí parece ahora un indigente, aunque, por lo que vi, el que
entonces era un artista que aspiraba solo a seguir siéndolo en aquel barrio,
sigue hablando con esa lenta y potente pastosidad intelectual que es como una
sombra de melena plateada.
Un poco más abajo
empieza Candem, demasiado cerca como para no haber ido muchas veces. Ya
entonces había gente que se quejaba de que aquello estaba lleno de turistas.
Sigue siendo así, pero también sigue ocurriendo lo mismo de siempre, es decir
aquello por lo que atraía a los turistas, el aire bohemio de portada de disco
punk. A mí me marea un poco, a pesar de que de vez en cuando uno se para a
contemplar los antiguos edificios de las caballerizas, las exclusas de los
canales, y pueden más que las chicas vestidas de muñecas de porcelana con el
pelo de colorines y que los chicos con uniforme de futura estrella que empezó
en la calle.
Prefiero subir a
las colinas de Primrose, allí desde donde se ve el sky-line de Londres, las
verdes praderas, los paseantes diseminados como en un cuadro de Hopper, como
distantes, el sol cálido, nada de un Lorenzo abrasador. En ese mirador hay esculpidas unas palabras de William
Blake: “I have conversed with the spiritual Sun. I saw him on Primrose Hill”. No hay nada
más espiritual que los bienes escasos. Pero mira, tuvimos un buen día.