23.10.15

La sangre de Keats


La ley del menor empieza como Bleak house y termina como The Dead. No es extraño. Bleak house es algo así como la decana de las novelas de abogados, y The Dead un símbolo de la melancolía en la mujer adulta. Dickens metió en la historia de Esther el sistema judicial inglés, y Joyce pintó con delicadeza insuperable los sentimientos puros (y por eso perturbadores) que ocultan las esposas intachables. Entre uno y otro, otra excelente novela de Ian McEwan.
            Esta vez no tocaba el novelista extenso de El inocente o la espléndida Expiación, de la algo cargante Sábado (por exceso de exhaustividad a lo Richard Ford) a la muy divertida Solar, sino el intenso, que para mí empezó con la un poco alambicada Amsterdam y me cautivó por completo con Chesyl Beach, a mi juicio una obra maestra. Lo bueno que tenía Chesyl Beach, aparte de su elegante composición argumental, era que McEwan podía ser tan exhaustivo pero más concentrado, tan claro pero más eficaz que, por ejemplo, en Amor perdurable, con cuya primera parte tenía bastante que ver. El realismo preciso y transparente de aquella historia era suficiente para conformar una obra de arte. Y no era solo una cuestión de páginas, porque la poda necesaria está siempre llena de poesía. La prosa de McEwan, la traducción de Zulaika, pulida como el cristal, jamás desparramada, llena de precisión y naturalidad, tiene la tensión necesaria para que no tire ninguna sisa. Quizá sea lo que más me ha gustado, lo bien cortada que está.
            La ley del menor está tan bien trazada como Chesyl Beach pero además rivaliza en exhaustividad documental con cualquiera de sus novelas largas. Conserva la ligereza de lo breve pero es capaz de describir una parte tan verosímil como significativa del sistema judicial inglés. Es fugaz como las historias que ocurren a la gente demasiado ocupada pero está siempre en contacto con la realidad del mundo en el que vive. Una juez, Fiona, tiene que decidir si un chico de 17 años, testigo de Jehová, puede negarse a que se le trasfunda sangre para salvar su propia vida. Pero en ese par de líneas había mucho y muy complejo que contar. Como novela de juicios, todo está lleno de argumentos a contrario demasiado buenos para ser resueltos de inmediato, y todos reclaman la máxima urgencia. Hasta lo más evidente tiene una segunda lectura. Son las paradojas con que un escritor se encuentra cuando está decidido a comprender a sus personajes, en cierto modo a absolverlos.
            Es lo que más valoro en un novelista, que comprenda a sus personajes. Por eso me suelo aburrir con los implacables francotiradores, porque fluctúan entre el personaje plano y el sermón dominical (o de sábado por la noche, que viene a ser parecido). Aquí ya casi nos resulta simpático el marido de la protagonista, que yo le he puesto en la lectura la imagen del protagonista de Solar, el profesor que quiere saldar cuentas con la vida y es la vida la que salda cuentas con él, el calvo escarmentado, el pobre hombre que aquí tiene un papel ridículo pero también comprendido por el narrador. Nos hacemos cargo. Conocemos a muchos cincuentones dispuestos a gastar el último cartucho, a jugarse toda una vida por el precio de la carne joven. Dan pena pero son tantos y tan parecidos que más bien los vemos como víctimas de la condición humana. El punto de vista que tiene McEwan con respecto a este hombre, Mark, es el mismo que acaba teniendo Fiona. No perdonamos porque tengamos buen corazón sino porque reconocemos que podemos ser igual de impulsivos y de miserables, y luego arrepentirnos.
            El tema de la novela es delicado y esta comprensión de los personajes está miniada de respeto en el caso de Fiona y de Adam, el chico a punto de morir. Fiona es capaz de sufrir toda la inseguridad del mundo pero cuando se sienta delante de una sentencia elimina de su mente cualquier mota de sufrimiento. El dolor desconcentra. Fiona es de la gente aparentemente inconmovible, en parte como reflejo de su profesión, que sin embargo, por las noches y los fines de semana, sabe lo que significa ser frágil. Es un arquetipo femenino, una mujer según desea verla un hombre, pero las mujeres que conozco que han leído esta novela no lo han visto como algo tópico ni denigrante: realmente es así. El zángano del marido se pierde nada más abandonar la cueva, y la mujer tiene que ponerse a condenar y absolver a las ocho de la mañana, después del berrinche, y menos mal.
            Fiona nos gusta porque sabe cómo es. Recuerdo un pasaje en el que se dice que nunca pudo tocar jazz al piano con soltura. Las partituras difíciles de Mahler son pan comido para ella, porque todo son notas, pero un pasaje afortunado de Thelonius Monk ya es harina de otro costal. Y aun así sólo puede interpretar a Mahler con la debida soltura cuando está llena de emociones, más incluso que de conocimientos, como si las manos tocasen solas. Fiona se ha enfrentado a la emoción de que el marido la abandone con sentimientos conscientes, pero también ha de enfrentarse a otro tipo de emociones, y la exquisita precisión y la minuciosa delicadeza con que MacEwan lo plantea son terreno bueno para crezcan las emociones también en el lector. Las escenas del hospital, más incluso que las del castillo, son de una ternura sobrecogedora.
            Las novelas breves tienen la virtud de que no pueden no jugársela. El relato entero descansa sobre una escena, sobre un párrafo que si no funciona es que nada funciona. La escena del castillo (no doy más detalles) es la que sujeta la novela entera, es arriesgada pero no excesiva, se nutre de la gran lección de verosimilitud que viene dando el autor desde el principio, pero aun así podía resultar, más que inverosímil, increíble. En esos abismos, en esas soluciones tan comprometidas es donde una novela se la juega, porque a partir de ahí ya todo tiene que ser por eso, y el tono y el ritmo se aceleran en un sentido no narrativo sino emocional.
            Durante la lectura puse una señal a lapicero en el momento en que McEwan dejó un señuelo para desviar las previsiones del lector. El chico, Adam, ha viajado de incógnito y bajo la lluvia hasta el castillo británico y brumoso, para darle las gracias a la mujer que le salvó la vida. Sí, es así de romántico, y está muy bien. Fiona, por supuesto, le dice que informe a su madre de dónde está, y entonces uno siente como si McEwan hubiera puesto un cartel con letras mayúsculas para indicar al lector cómo va a acabar todo eso, por culpa de los teléfonos de los huevos. Creo que se ve demasiado el señuelo, porque uno no se espera que se vuelva a repetir la historia de siempre, pero tampoco se espera el magnífico final. Cuadra entonces todo en un realismo poderoso, en cómo lamentablemente son las cosas, pero también abstracto, construido de símbolos, literario.
            El personaje de Adam, el chico, no era fácil. Al romanticismo de la edad se le suma la abducción religiosa. Sus padres, patéticos, son una ajustada descripción del tipo de ser humano que se mete en esos fregados religiosos. Saben, como dice Adam, “nadar y guardar la ropa”. Pero esos son los padres, elementos secundarios, perfecto ejemplo del pobre hombre que como no puede pagarse una clínica de desintoxicación se mete en una secta. El complicado es Adam: cómo la inteligencia puede salvar o perder a un joven más que si fuera de una sensibilidad mediana. Qué le habría pasado a Keats si hubiera sido testigo de Jehová: no habría dejado de ser el genio que sería, pero quizá tampoco se le habría dado a ver otra realidad en la que proyectarlo. La hiperestesia, la excesividad de Adam tiene que acomodarse al único mundo que ha vivido, un universo de perdones y agradecimientos, de prohibiciones y malos augurios, de fantasías apocalípticas y mentes frágiles que han encontrado en la superstición una forma de dignidad. Era difícil encajar una construcción metaliteraria, un joven romántico de reglamento, con una construcción realista como la de la juez Fiona. Era difícil, supongo, no caer en un zoco de tentaciones. Y sin embargo, como siempre, la mejor solución es ser consecuente hasta el final.

21.10.15

Retrato de Ramón Gaya


Salvo en los últimos años de su vida, Ramón Gaya usó mucho el ocre tenue como fondo de sus cuadros, y en lo que pintaba encima también fue un aliado del ocre en tantos tonos como las hojas tienen, salpicados de verdes ya tomados de amarillo, de azules desleídos y de los soberbios carmesíes de Tiziano. La paleta de Gaya es el envoltorio del cuadro, su vestimenta: colores suaves del otoño-invierno, indumentaria de sábado en los espíritus cultos. Los ocres abrigan como un cárdigan de lana virgen, los azules alegran como la primera brisa que nos acaricia cuando nos quitamos el sombrero, los verdes son de hierba zen. El bienestar con que uno contempla los cuadros de Gaya probablemente venga de esa gama de tonos silenciosos que escuchan cantar a las pinceladas sueltas de color más vivo. El ánimo se nos ablanda de ocres, nos sentimos cómodos, y el rato que pasamos hurgando en la difícil sencillez de Ramón Gaya es una situación que habría que pintar con esos mismos tonos delicados, sin vecinos que molesten. En esa actitud, con esa ropa, solemos ser más ecuánimes y desapasionados. Retiramos el fuego para que corra el aire. Nada perturba nuestra capacidad de admirar. Es el cuadro el que nos ha tranquilizado, son tonos para el hogar que habitó Gaya. No queremos estridencias ni brochazos, preferimos a los pintores japoneses del siglo XV. Porque así, tranquilamente, sin necesidad de fanfarrias, nos vamos a emocionar con lo que está vivo, con lo que es verdad, al menos en lo que concierte a este mundo culto en el que nos hemos refugiado mientras las vanguardias pasaban con sus bólidos hasta estrellarse aparatosamente contra el calendario. Pintar es lo que hacían en Altamira, “y en eso estamos todavía”, decía Gaya. Pintar es que el Niño de Vallecas sea ya y para siempre todos los Niños de Vallecas y ese muchacho eternamente vivo nos enseñe a verlos.
Todos los grandes pintores figurativos del siglo XX han tenido que soportar un indisimulado desdén hacia sus virtudes. Es como si un tenor fuera ridículo por la extraordinaria calidad de su voz. Pero el tenor canta y el pintor pinta, y forma parte de la belleza su capacidad de ser admirada, no solo en cuanto a su resultado sino también en cuanto a su proceso. De Velázquez nos gusta la gota que corre por la tinaja del aguador, pero sobre todo el mundo limpio y hermoso al que nos transporta. Los grandes siempre nos redimen, nos rinden con su maestría antes incluso de asombrarnos con su talento. Ahora veo un cuadro de Van Gogh (para Gaya, el último pintor moderno) y antes de dejarme arrebatar por ese vendaval de dramática hermosura me dejo hipnotizar por la calidad técnica, la firmeza maestra de sus pinceladas.
Gaya da para rato, sobre todo después de ver el documental de Gonzalo Ballester que estrenó La 2 el pasado 16 de octubre. Uno ha leído algún que otro libro sobre Gaya pero no recuerda un retrato tan claro y certero sobre su figura. El problema de un pintor como Gaya es que su condición de testigo del siglo xx puede comerse a su esencia de hombre casi siempre solo que pinta en un estudio pequeño y soleado en una callejuela de Venecia. Su vida es asombrosa, desde luego, tan asombrosa que sume en la penumbra su carrera como pintor. Y como escritor, que también es de los buenos.
Si Gonzalo Ballester hubiera pretendido elaborar un documento significativo sobre todas las circunstancias que vivió Ramón Gaya, el espectador habría salido con la idea de que hay vidas más interesantes que otras. Así, tal y como lo ha planteado Ballester, sale como de haber vivido un rato entre pinceles, y es el propio Gaya, en documentos exquisitos, el que nos narra la esencia de su propia vida. En ese y en otros aspectos Ballester ha procedido a retratar a Gaya igual que Gaya procedía a retratar un paisaje romano, algo que, en proporciones de menos envergadura, había ya probado en Serenísima, su otro documental sobre Ramón Gaya. Ahora Ballester crea un mundo con los ocres, con el ritmo, con los poemas visuales, con la calidad de las intervenciones, y de ese mundo afloran carmesíes de tiziano que van marcando, sin informarnos, los hitos de su vida y la situación exacta de su pintura en el río de la historia. La tarea de Ballester era conseguir todo lo que consigue un cuadro de Gaya: el reposo, la mirada honda, no arrebatada, el lenguaje lírico de las palomas, de los puentes y las frutas, de los árboles y de las ruinas.
Ballester deja que el documental, más que estructurarse, fluya, y lo ata con hilos internos, con rimas desapercibidas, y con media docena de palabras que se repiten como pinceladas de luz: verdad, vida, realidad, soledad, pintura. Hay un momento, cuando Gaya dice aquello de “bueno, hablemos de pintura”, que no solo divide la parte biográfica de la exclusivamente pictórica sino que da inicio a la pura pintura. Qué hermosa la secuencia del tomate, y con ella todas en las que la cámara se mueve por los cuadros. Es entonces cuando más de cerca veo al artista, al retratado y al retratista. A Gaya porque Ballester ya lo ha despojado de historia y, como en un punto alguien subraya, ya es pintura sin tiempo, perdurablemente viva. La sensación de creciente cercanía con la pintura da una impresión de verdad que un documental de armadura biográfica es incapaz de conseguir. Es evidente que hay un minucioso ensamblaje imperceptible, lo que refuerza, a base de yuxtaposiciones aparentes, una comprensión yo creo que tan desnuda como auténtica de lo que de veras intentó Gaya. Ballester ha hecho muy bien en aprovechar el estupendo material antiguo para que fuera el propio Gaya el que se narrase, y la selección y ordenación de los fragmentos yo sé que es muy difícil, por lo que tiene de cruel, y por eso sé que es impecable.
Creo que un artista es el que sabe lo que tiene que podar para que no se muera el árbol, y en ese sentido la otra parte, el retratista Ballester también queda muy bien retratado. Consigue que la mirada del espectador del documental sea la de los espectadores que aparecen mirando cuadros, la suya misma mirando el ajetreo de una piazza, la mirada del hombre corriente con oído más fino de lo normal, que es como el propio Gaya define al artista. Se ve al retratista mirar, pero no opinar sino con poemas visuales como el del agua o los puentes o los tomates, que son invitaciones a la verdad, y que en la segunda parte combinan estupendamente con comentarios que se ocupan más de la poesía que de la biografía: el airecillo de Tomás Segovia (qué bien escogidas sus intervenciones), los versos, porque son versos, de Francisco Brines, o el otro que da esas interesantes explicaciones técnicas. Me gusta cómo encuadra los cuadros, su interior, cómo bucea en ellos, y que todos los ritmos sean tan homogéneos y acompasados, el de la gente al hablar, el del agua al correr, el de Gaya al pintar, el de la cámara entre las pinturas. Los parlamentos dicen lo que las imágenes, más que ilustrar, corroboran: me acuerdo de lo que dice Tomás Segovia sobre que Gaya era el único en decir con autoridad que algo era una tontería, y de él mismo diciéndolo de Tàpies, y del director del documental traduciendo la tontería a un lenguaje más compasivo, mirándola con la misma mirada con que luego mira pintar a Gaya.
Y me gusta cómo el propio y entero documental se va purificando de documentos y llega, desnudo, a la misma rama de nisperero con el que empezó, el primer recuerdo que Gaya decía tener. Triunfa la mirada del autor sobre la información, y eso es bueno, y desde luego esa mirada está hecha de decisiones personales, de afirmaciones de autor, no de recetas de profesional. Queda claro en la memoria su decepción con las vanguardias y su soledad italiana, su precocidad y su amor por los clásicos y sus deseos de continuidad. Todas las otras toneladas de información que manejaba Ballester (algo evidente por la calidad de las que ha seleccionado) no habrían añadido nada significativo, pero habrían quitado mucha mirada. Esa admirable capacidad de síntesis hace que con unas palabras sobre pintar copas de cristal, una imagen de un libro abierto con estampas de Sesshu y un par de pocillos el autor resuelva lo que ordinariamente necesitaría una tediosa explicación del narrador, cuya ausencia está claro que resultaba necesaria.
Es lo que se llama una obra de autor. El juicio sobre Gaya es la obra entera, una descripción de dos miradas, la de Gaya y la de Ballester. A mí todo eso me importa mucho más que la rigurosidad biográfica, pero se necesita la capacidad narrativa que aquí se despliega. A veces pienso que las novelas modernas deberían ser por principio infilmables, del mismo modo que las películas modernas deberían ser inenarrables. Esta era lo que creo que ha conseguido ser: pintura, nada más que pintura.

13.10.15

Stephen revisited

            

            A finales de los 80, en el Trinity College de Dublín, asistí a una conferencia del senador David Norris, crítico entusiasta de James Joyce y activista de los derechos de los homosexuales. Dijo Norris entonces que los cuentos de Joyce eran “como barras de metal que se cimbrean por la tensión narrativa”, y que, donde otros las forzarían hasta que se quebrasen en tragedia, o se retorciesen, Joyce las devuelve poco a poco a su estado rectilíneo, a esa quietud horizontal con la que a pesar de todo sigue pasando la vida.
            No encuentro más feliz comparación para el estilo narrativo de James Joyce, sobre todo para sus Dublineses, pero también para su obra posterior. Lo que pasa es que ya entonces Dublineses les parecía a muchos no el más importante para la historiografía literaria pero sí el mejor libro de Joyce, y desde luego el que más recorrido tuvo en cuanto al arte de narrar. Más que elUlysses, porque la epopeya de Leopold Bloom solo abre caminos a la imitación, es decir, callejones sin salida. Muchos han escrito como el Joyce del monólogo de Molly, como el Joyce del cementerio, como el Joyce de la imprenta, etc., en obras que nacían muertas porque no pasaban de ser ejercicios de estilo ya exprimidos por Joyce. Sin embargo, el realismo de Dublineses es una forma de narrar adaptable a cualquier época y sin que ello comporte sumisión y copia. ¿Y qué hay del Retrato del artista adolescente? ¿Es experimento llevado al límite o sistema de narrar? ¿Es barra que se tensa y recupera su posición o se queda en un retorcimiento inimitable y genuino?
            En una de las últimas bernardinas, hablando de Forster, comentaba que por aquella época (segunda mitad de los 80, cuando estudiante) “yo aún creía en James Joyce, pero no en el que creo ahora”. Los jóvenes (y más si están estudiando latín en el Trinity College) tienden a mitificar lo complicado, es decir, lo ostentosamente complicado: la sintaxis de Tácito, el Ulysses, los ensayos de García Calvo, ese tipo de cosas tan entretenidas. Con el tiempo uno aprecia más la complicación interna, la difícil sencillez. Por eso ahora me gusta más Forster que antes, por eso me aburre ahora Virginia Woolf y por eso en Dublineses aprendo más del arte de narrar que en el Ulises.
            El Retrato del artista adolescente tiene de los dos. Me recuerdo, a principios de los 90, discutiendo entre cervezas con mi amigo Adam Beck sobre la estética y la estática, de cuando Stephen Daedalus, antes de la cantata final (y el broche realista, sobre todo), sermonea sobre lo bello como antes había sermoneado el padre Arnall sobre los horrores del infierno. Es justo en ese gran sermón, capítulo tercero del Retrato, donde ahora pienso que se termina Dublineses y empieza el Ulises. A partir de ese capítulo encandila más la forma que los contenidos. El propio Stephen se lo pregunta: “¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de las palabras más que sus asociaciones de significado y de color?”. Y eso le pasa al protagonista y a la novela entera, porque es entonces cuando se percibe inevitablemente que el lenguaje está creciendo con el personaje, adaptándose a su situación, y que la forma de narrar ha cobrado más presencia que la propia historia. A partir de entonces el autor, más que contar, reflexiona sobre sí mismo. Piensa más que da que pensar.

Y evocaba su propia y equívoca posición el el colegio de Belvedere, alumno externo, primero de su clase, atemorizado de su propia autoridad, orgulloso, sensible y suspicaz, en lucha contrinua contra la miseria de su propia vida y el tumulto de sus pensamientos.

En la vieja edición de Argos Vergara hice a partir de entonces anotaciones algo estupendas: “epifanías del yo”, “crisis unamuniana”, “Cranly Pílades”, etc. El mismo sermón del padre Arnall lo tengo acribillado a signos de admiración, porque la parodia del cardenal Newman es en sí misma un bellísimo ejemplo de oratoria eclesiástica, y porque la guasa vibra tras sus resonantes palabras, tan hermosas como delirantes, tan terroríficas como bien dichas, rotundas como la peste según Tucídides y pestilentes como la travesía del desierto según Lucano.
Pero los dos maravillosos primeros capítulos apenan tenían notas (ahora rebosan) quizá porque no me enjugascaba con las gemas estilísticas y estaba tan absorto en la narración que no tenía tiempo de coger el lapicero. Luego te das cuenta de que forman parte del plan. El primer capítulo está visto por un niño, desnudo de opiniones, asombrado por las pequeñas cosas, transparente en la emoción de sus recuerdos. Apenas se nos cuenta un hecho, la pérdida de las gafas por culpa de un compañero que lo tiró al albañal de aguas marrones, la duda y el orgullo, las palabras de su padre (“jamás acuses a nadie”), su miedo y su valor, contado sin glosa, con la tersura de la realidad. Y no es menos impresionante el segundo, el dedicado a su padre, cuando el ya no tan niño contempla con frialdad herida cómo el bueno de su padre es un pobre hombre, arruinado y borrachín, como estos alegres parroquianos de quienes no nos extrañaría nada que nos dijesen que se han ahorcado. Qué gran retrato de afecto y desprecio, de cariño y de vergüenza, sin cargar jamás las tintas más que para dibujar escenas como la del padre que busca sus iniciales grabadas en una piedra, ante la mirada resentida de su hijo.
Son dos extraordinarios cuentos al estilo de los de Dublineses, y quisiéramos que siguiese así, en ese tono, con esas proporciones, con esa hermosa lejanía. Pero la verdad es que luego, salvo quizás muy al final, o en alguna escena como aquella de la playa en la que viendo a una chica Stephen descubre su corazón salvaje y lleno de vida, la cosa es autorreflexiva e innecesariamente prolongada. En los dos primeros capítulos la barra es larga y la tensión máxima llega casi en mitad de la narración, pero en la segunda mitad de la novela se agita sin doblarse, espejea sin tensión, recta siempre al pensamiento. Las correlaciones brillan y el análisis del endurecimiento y la decisión de Stephen emergen en medio del lodazal familiar, religioso y patriótico y todo lo que los críticos quieran, pero la novela, en tanto que novela, sin aditivos críticos, ya no funciona igual. Le puede el plan previo, los propósitos estilísticos, los alardes de estilo. No es un chico que mira una infancia triste, sino un autor que va preparando ese gran almacén de artificiosidades que es su obra posterior.
Así que ahora, en fin, es otro el Joyce que mitifico, el narrador que pone la potencia en el ritmo y no en la tinta. En ese mismo segundo capítulo, el del padre, de pronto leo esto:

Stephen se encontraba de nuevo sentado junto a su padre, en un rincón de un vagón del ferrocarril en Kingsbridge. iban a Cork y aquel era el correo de la noche. Cuando el tren arrancó de la estación, le vino a la memoria aquel asombro infantil experimentado años atrás el primer día de su estancia en Clongowes. Pero ahora no experimentaba asombro ninguno. Veía cómo iba resbalando hacia atrás las tierras cada vez más sombrías y los silenciosos postes del telégrafo que cada cuatro segundos pasaban rápidamente por la ventana y las pequeñas estaciones penumbrosas, guardadas sólo por algunos vigilantes, arrojadas por el tren a su espalda, titilantes un momento en la obsturidad como chispas de fuego proyectadas hacia atrás en plena carrera.

Uno quisiera leer siempre novelas escritas así, y para eso no es necesario que den lecciones de vanguardismo. Claro que, si, además, uno tiene el privilegio de leerlo en la traducción de Dámaso Alonso, todo brilla con su justo resplandor. Alonso lo traduce todo: las palabras, la emoción, la guasa, la nostalgia, la frialdad, la confusión, la excitación, el cachondeo y, sobre todo, la poesía. No sé por qué pensé que en una segunda lectura me resultaría un tanto relamido, pero qué va, qué va: da gozo leerla. El poeta Luis Díez me recordaba esta mañana que Dámaso Alonso (Alfonso Donado) tradujo el Retrato con veinticuatro años. Entonces no era para mí más que un traductor. Ahora forma parte del mito.

4.10.15

Otoño, Woody Allen


            Estos días son así desde hace muchos años. Sábados de descanso avaricioso, cielos nublados, fuego lento, siesta de general, un rato de lectura y, por la noche, la película de Woody Allen, casi siempre en los Ideal de Doctor Cortezo. Cuando hablamos de personas que todos los días del año hacen lo mismo, siempre nos referimos a los que viven una monotonía indiscernible, pero no a quienes hacen lo mismo todos los 3 de octubre, todos los 26 de enero, cada 7 de noviembre. No hay sorpresas de año en año, pero uno va ganándole terreno al calendario, y además tiene la sensación de que vive una rutina no impuesta, una construcción personal.
            Así que, mientras dure, seguiremos peregrinando año tras año a los cines Ideal, a ver la última de Woody Allen. Hay años en los que la rutina se alimenta de sí misma porque la película es un poco floja. Es lo que ocurrió el año pasado, con la historia aquella del mago, pero no este otoño, porque Irrational man  es de los títulos que convalidan la costumbre, reverdecen viejos placeres estéticos e intelectuales y de paso nos aclaran por qué poco a poco nos vamos alejando del cine contemporáneo. Y a Woody Allen yo diría que le pasa lo mismo: a estas alturas de su carrera ya no se alimenta con cualquier cosa. Su cráneo privilegiado no pide sopitas amables. Su inspiración no surge de la adorable ancianidad sino de un libro de Dostoievsky, de quien la chica de la película, Emma Stone, ha leído la obra completa. Y el protagonista, un estupendo Joaquin Phoenix, lo ha llevado a la práctica. Phoenix es el Rodión que comete un crimen que, de no ser por sus efectos colaterales, podríamos considerar no demasiado injusto, y Stone es Sonia, la muchacha que le exige que se entregue. No hay comisario, que se habría comido la trama, ni familia miserable, que habría justificado a Phoenix y encarecido considerablemente la película, aparte de que Woody Allen ya no sale de los paraísos cool neoyorquinos, de los campus idílicos y de la ropa cara.
Salvo el final, la película crece sobre esa misma trama, algo que Allen repite varias veces para evitar suspicacias. Pero el final, ingenioso, es una negación de la novela de Dostoevsky, al menos por lo que respecta a Raskólnikov, y también, en menor medida, a Sonia. La impresionante grandeza del final de Crimen y castigo es aquí de una sonrisa amarga. No vence el espíritu sino la conciencia. Phenix, el profesor de filosofía, ha cometido un crimen justo y perfecto que le devuelve las ganas de vivir y no el tormento que asedia a Raskólnikov. Pese a ser filósofo, no es capaz de toparse con sus propios actos; antes encuentra su justificación en una especie de justicia superior. Pero la alumna enamorada, la Sonia de esta película, ni siquiera es tan coherente hasta el final con su conciencia y con sus sentimientos. Sí le puede, y además instintivamente, el rechazo natural al crimen, pero es demasiado lista como para dejarse llevar. El hombre contemporáneo ha cambiado el final de Crimen y castigo. No tiene valor para ser del todo malo ni del todo bueno, pero al menos quedan rastros de filosofía. Se me quedará en la memoria la escena en la que la alumna da tres días al profesor para que cumpla con su imperativo categórico. La repugnancia que siente la alumna es casi física, no puede penetrar los territorios atontados del amor. Allen lo abrocha todo con un último llamamiento a Diógenes, para que nos riamos del ingenio pero después, ya con los labios en su sitio, pensemos en ello. Woody Allen también sigue con la linterna encendida.
Se habla de muchas cosas en esta película, del azar y de la filosofía práctica, de la justicia y del aprecio por la vida, de la razón y de la sinrazón. Los personajes se expresan con palabras largas y precisas, en frases que no dicen tonterías. El placer es escucharlos, oír a la gente hablar, gente culta que utiliza un lenguaje claro y ameno que invita a pensar. Hora y media sin escuchar diálogos de molde, en un ambiente confortable y soso como es el de un campus americano: la (muy buena) profesora desesperada por que la rapte hombre complicado y se la lleve a España, que es muy romántica; el novio pijo y educado, insípido y prescindible, el Yarbas, el Hemón de todas estas historias; la estudiante fea y podrida de pasta, que hace como que estudia debajo de un Sotheby’s. Y poco más. Salvo un cuidadísimo reparto de personajes con una sola frase, la película se articula sobre muy pocos elementos, la trama está muy claramente delineada, con la economía suficiente como para que quepan los ricos diálogos y no sobren las escenas de comedia. Últimamente hay en Allen como un regusto añadido por las películas baratas, como si la austeridad formal fuera otro atributo de su arte que cada otoño perfecciona.
El humor de Allen también se estiliza con el tiempo. Lo reserva para las situaciones especialmente dramáticas. Las acciones terribles hacen reír, y en los lugares donde los demás emplearían chistes Allen habla de filosofía. Y no me detengo en ellas porque merece la pena verlas, sobre todo ese toque altamente erótico que Allen se reserva para los momentos menos propicios: en la cama los saca muy tapados y cuando ya han recobrado la respiración, pero luego, en cualquier esquina, te saca su lado más sensual. Me fijé en Vicky, Cristina, Barcelona, la escena de las dos muchachas cargando un maletero, y desde entonces no hay película en la que, así como si nada, no dé una lección de erotismo.
Hoy domingo tampoco levantan las nubes, la gente aún no se ha echado a la calle y el asfalto brilla con la humedad de la noche. Domingo de otoño, café caliente, la bernardina de la película de Woody Allen. Y un Frenadol.