Hace ya unos cuantos años me di cuenta de que mis alumnos analizaban pulcramente las estructuras sintagmáticas pero no tenían ni idea de verbos específicos y locuciones fraseológicas, es decir, de castellano. Cuando decidí darle a la fraseología la importancia que ni el temario ni los manuales le conceden, resultaba divertido escucharles contar cómo, al llegar a sus casas, habían dicho que el de lengua les hacía estudiar cosas muy raras, y que sus padres,
al ver las listas de locuciones, se sorprendían de que algo tan normal y
corriente sonase a sus hijos tan extraño, e incluso aportaban versiones
idiolectales, algunas tan ingeniosas como esa de la pulga de Benito. Pero al día siguiente las esponjosas mentes de
los rapaces ya decían que habían tenido que estudiar un examen a matacaballo, que si había un papel
junto a su silla ellos se llamaban andana
o que estaban al cabo de la calle de
que los encargados del dinero de la excursión habían hecho las cuentas del Gran Capitán. Al mismo tiempo, aprendían que cuando
uno se encuentra con un muerto en un relato, es porque ha sido testigo de un macabro hallazgo, o que, cuando uno no
sabe dónde se ha metido alguien, puede decir que está indagando su paradero, o bien que, para saber la verdad, hay que esclarecer los hechos; que las estatuas
se erigen y las leyes se promulgan, y que uno puede plantarse en una casa o personarse,
según las intenciones que lo muevan y las circunstancias que lo condicionen.
Pasa el tiempo y mis tres diccionarios imprescindibles, a pesar de todos los repertorios
on-line habidos y por haber, siguen
siendo el ideológico de Julio Casares, el combinatorio de Ignacio Bosque y el
fraseológico de Manuel Seco. Sin ellos, como aquel que dice, no sé salir a la
calle.
Este preámbulo
innecesario viene a cuento de que me lo he pasado en grande con El secreto de la modelo extraviada, la
novela que acaba de publicar Eduardo Mendoza. Es la quinta entrega de la serie
del detective sin nombre, al que el comisario Flores, antes de jubilarse,
sacaba del psiquiátrico para que lo ayudase a resolver algún caso. La última,
creo, fue, hace tres años, El enredo de
la bolsa y la vida, también escrita en ese castellano que a finales de los
setenta, cuando sacó El misterio de la
cripta embrujada, algún crítico calificó de barroco. En realidad era el castellano preciso de los
buenos traductores y de aquellos escritores que, como Stendhal o Delibes, se
han leído el Código Civil. Pero Mendoza, amén de hipertrofiarlo, lo ponía en
boca de un pelanas que se pasaba el libro entero con el pantalón meado, y lo usaba
para narrar historietas de tebeo, relatos detectivescos estrafalarios, como una
parodia bufa de un género menor narrada con el más alto nivel de castellano. Y
con mucha gracia.
En el 82
ya había salido El laberinto de las
aceitunas, que a mí me gusta más que la primera y que guarda curiosas
concomitancias con su siguiente novela, la esplendorosa La ciudad de los prodigios, que no sé yo si no seguirá siendo la
última gran novela escrita en castellano, o más bien, para no pecar tanto de
arbitrario, el último gran novelón. En todo caso, tardó diez años en repetir el
experimento del detective sin nombre, cuando escribió La aventura del tocador de señoras, y otros diez para la cuarta,
pero solo tres para la siguiente, esta que acaba de sacar ahora.
El truco
sigue funcionando, pero, conforme pasa el tiempo, la autorreferencia se tiñe de
melancolía. Tengo que mirar a ver qué dicen los críticos jóvenes: seguramente
les parece un lenguaje arcaico, como a mis alumnos aquello tan raro de dar el brazo a torcer. Escribo en serio
si digo que, pese a que Mendoza sabe usar los giros de modo que los entienda
hasta quien no los ha escuchado nunca (pero pertenecen al acervo común, ese
que, más que aprenderse, se reconoce), no me extrañaría nada que la exquisita
claridad de su prosa les haya parecido entre muy artístico y muy artificioso,
acostumbrados ellos como están al lenguaje primitivo que, precisamente, Mendoza
utiliza para dar voz a los personajes de la segunda parte de este libro. La
primera te congracia con el humor y el buen oficio narrativo, con una lengua
que hace ya cuarenta años era parodia de un lenguaje real deliciosamente usado;
pero la segunda se ensombrece de dialecto guásap, también parodiado, redimido
por el dominio portentoso del idioma.
Mendoza sabe que una cosa son los tópicos y otra las combinaciones que la
lengua admite casi en calidad de una tercera palabra, por selección natural y
en aras siempre de la precisión. Un buen escritor es el que sabe manejarlas,
porque no aportan solo un matiz sino una circunstancia de uso que, sacada de
contexto, es un vivero de ironía. Todo eso se está perdiendo. Pronto no serán
los padres de mis alumnos sino sus abuelos quienes tengan que explicarles lo
que significa zurrar la badana, trabajar de balde o ahuecar el ala, por mucho que ellos lo padezcan en sus carnes. Leo las páginas que
dedica en esta segunda parte a la estupidez que se apodera del idioma y en
medio de los disparates y las carcajadas llega nítido el desencanto, la
irritación con la que vemos desmoronarse las cosas bellas a manos de patanes orgullosos
de su patanía. Pocas veces la ignorancia y la cochambre intelectual han estado tan
pagadas de sí mismas. Mendoza, sobre todo al final del libro, despacha
mandobles a diestro y siniestro, a los corruptos (y tacaños) empresarios de la colla dirigente catalana, y a los adolescentes
de su izquierda caprichosa. Todos igual de mal hablados.
Y todo
ello, cómo no, en una novela. Rápida, entretenida, sin pretensiones pero bien
armada. Mendoza orquesta con mesura los recursos del género: el falso
asesinato, la ronda de testimonios, incluso la tinta invisible. El
protagonista, por su parte, acepta las vejaciones con resignación y si es
menester hace footing sin pantalones o se disfraza de drag-queen, visita
escenarios de clases sociales más que diferentes, se vale de su desvalida
hermana, la Cándida, o liga sin comerlo ni beberlo con una moza riojana. Admiro
a los escritores que saben desmadrarse sin hacer el ridículo. Mendoza nos lleva
ciento y pico páginas con un envase de comida china reciclada en un cubo de
basura y cuando por fin la entrega sentimos el mismo alivio cervantino de
cuando en aquella primera historia del 79 el personaje se daba una ducha.
Es
posible que la parte crítica, zahiriente, sea más acusada en esta novela que en
las otras, acaso por esa melancolía que lo cubre todo. El último parlamento del
señor Llewelyn parece un desengañado planto del autor: “Sólo de madrugada, con
las calles casi vacías, me es posible recuperar el cariño que creía haber
sentido por Barcelona en mi remota infancia…”, “a veces tengo la sensación de
haberme hecho viejo sin madurar…”, “vivimos en un mundo insensato que, por si
fuera poco, tiene los días contados…” Toda sátira es moral. Jonathan Swift se
cogió un cabreo de pronóstico porque seis meses después de publicar su Gulliver aún no había cambiado el mundo.
Pero en toda la berrea que soportamos de par de mañana hasta que apagamos por
la noche la lamparita, en todas las soflamas insultantes, en todas las revelaciones
escandalosas, en todas las opiniones infundadas y en todas las declaraciones
solemnes no encuentro un retrato tan certero de lo que nos está pasando, un
diagnóstico tan preciso como el que ofrece Mendoza en esta novela. Al detective
innominado ya no lo saca el comisario Flores para que le resuelva la papeleta,
sino un subinspector, Asmarats, y no para que le ayude sino para cargarle un
muerto y meterlo en chirona. Cuando empezó la serie, los personajes aún tenían
dignidad.
Eduardo Mendoza, El secreto de la modelo extraviada, Seix Barral, 2015, 318 páginas.