2.12.15

Hablar por hablar (especulativamente)

              
 Dice Álvaro Pombo que siempre dicta sus novelas, que no las escribe directamente (indirectamente sí en tanto que después corrige lo que sale por esa boca), y mientras leía Un gran mundo, su última novela, con frecuencia fantaseaba intentando averiguar a qué ritmo se puede hablar cuando se habla con tal lujo de abstracción y poesía. Pero ese siempre tiene su pequeña historia. Sigo a Pombo, sin interrupciones ni libros en falso, desde 1990, desde aquella impresionante El metro de platino iridiado, de la que siempre comento que me inspiró una extraña sensación de libertad. Yo no había leído a un autor español contemporáneo que escribiera con tanta facilidad, que mezclara tan bien el chisme de mesa camilla con el aptegma filosófico, y que todo siguiera el orden impetuoso (e imprevisible) de la escritura desatada, que siempre es de raíz oral. Aquel era un libro, digamos, dictado por el pensamiento, por una mente facunda, por un cerebro parlanchín, pero cerebro al fin y al cabo, es decir, sin las restricciones a la sublimidad ininterrumpida que son propias del habla. Si uno habla sin parar, no puede decir a cada frase un verso hermoso, no porque sea imposible (Ovidio, Lope), sino porque el conjunto, oído, suena raro, apretado, sin esos párrafos intermedios, ese cesar del contenido pero no de la palabra, el repetir con un porque claro cualquiera lo que se acaba de decir, en busca de una formulación exacta que en la versión escrita se desprende de las formulaciones previas, aproximativas, igual que cuando uno va buscando un buen principio para un cuento tiene que borrar todo lo que había escrito hasta que lo encontró. Hablar es un aproximarse, y la naturalidad no es compatible con la indeclinable densidad.
               De modo que una cosa era la facilidad de Pombo para imitar lenguas habladas, para re-presentar, hacernos vivo y presente, a un personaje no por lo que diga sino sobre todo por su forma de decirlo, que era lo que yo más admiraba y admiro en él, y otra muy distinta el llevarlo a su extremo más radical, es decir, buscar que la novela sea del todo hablada, no reescrita sino, si acaso, correctamente puntuada. En este blog debo de haber comentado ya varias veces que la primera vez, que yo sepa, que se entregó por completo a la palabra hablada fue en la Telepena de Celia Cecilia Villalobos, seguro como estaba de dominar ese tipo de voz femenina, que en los otros libros de aquella época (la madre de Quirós en Los delitos insignificantes, Virginia en El metro…) bordaba con una frescura insólita, perfecta para para lubricar el engranaje intelectual. Digo insólita y estoy pensando qué he leído más cercano a esto de antes de Pombo. Aparte de la inevitable Menchu, no se me ocurren ejemplos de mujeres habladoras a las que no se les vea el cartón de su creador. Acaso la Juanita Narboni del olvidadísimo Ángel Vázquez o la deliciosa Marichuli Mercadall de Eduardo Mendoza. Supongo que se habrá hecho alguna tesis sobre eso. Hablo, claro, de voces femeninas interpretadas por escritores masculinos, que es el caso de Pombo.
               La Telepena resultaba un poco cansina porque oír a alguien muchas horas también resulta cansino y porque además el habla de la protagonista estaba sobrehablada, tan permanentemente oralizada que tampoco acababa de resultar muy natural después al ser leída. Al hablar no hay por qué barnizarlo todo de habla. Uno puede conservar el ritmo del habla sin necesidad de pegar por todas partes expresiones coloquiales. Claro que habría que preguntarle a qué velocidad dicta, porque la velocidad de lo dictado es un hablar a toda mecha, pero el contenido de lo dicho es más denso de lo que se puede adensar así con tanto brío. Oyes a Pombo charlar con voz de mujer, pero no es el efecto algo ridículo que producía en Los enamoramientos de Marías, sino el de estar escuchando a un hombre que sabe cómo hablan las mujeres y que las imita de maravilla. Un placer garantizado, en cualquier caso.
               Así que Un gran mundo está hablada pero también re-hablada, o sea escrita, y el resultado, ya digo, es un libro hermoso que nos remite a otro monólogo (más que narración en primera persona) que a mi juicio sigue ocupando plaza en lo más alto de la producción de Pombo: la Aparición del eterno femenino contada por su majestad el rey. Allí lo contaba todo Ceporro, el que aquí es el aguilucho, que sale menos de lo que protagoniza y habla poco, porque todo lo cuenta su prima, la narradora con voz femenina. Y el don Rodolfo de aquel entonces, el hombre guapo y perturbador, aquí es el argentino Helio, y la abuela es la abuela, solo que aquí se nos habla de sus años mozos y de un episodio que en el fondo es lo único genuinamente narrativo que tiene esta novela. Esta abuela de ahora, Elvira, procede, yo creo, de la rama de Donde las mujeres (al menos la narradora sí), que luego retomó en Una ventana al norte, o en la dama insulsa de Quédate con nosotros, señor, porque atardece.
               Me gusta más la rama narradora femenina de Pombo que la estrictamente masculina, siempre más autoinculpatoria y zahiriente, más simbólica y abstracta. Pienso en el Esteban de El cielo raso, o en cualquiera de los dos personajes de Contranatura, que a su vez eran algo así como una hipertrofia de Los delitos insignificantes. Y me gusta más, quizá, porque me gusta oír hablar a las mujeres, sobre todo a las que tienen la virtud de pensar en voz alta y de hacer las cosas al tiempo que las formulan. Es una costumbre sanísima que cuando estoy solo intento practicar, pero no creo que a mí me diese para una prosa decente, desde luego no tan elevada.
               De modo que Elvira es una dama de provincias que en los años 50 vivía en Madrid con un guapo argentino más joven que ella y regentaba una tienda de antigüedades, Luxor. El propio Pombo ha dicho que es una mujer superficial, o sea que el tema de la novela es la superficialidad de esa mujer; el argumento, que Pombo practica en ella lo que, según cita al pie de la letra, decía Nietzsche de la caridad, que se parece al verdadero amor en que es una forma de apropiación del otro, de sometimiento emocional. Nos apropiamos de la insustancial Elvira, usurpamos sus entrañas aparentemente vacías. Es una mujer despegada que solo se quiere a sí misma como búcaro del mundo que le pertenece. El gran mundo.
               La novela es floja porque solo tiene esto y porque cuando asoman la nariz los secundarios su historia nos interesa más que la de la protagonista. Quizá es lo inverso de El metro… Allí María era el centro, el faro, la guía, y los demás pobres peleles. En esta novela ella no ilumina nada y los demás saben qué hacer sin ella, como si se la quisiesen quitar de encima. Y de hecho se la quitan, Pombo el primero. Poco más de mediada la novela, tía Elvira desaparece, la voz narradora se masculiniza (aunque siga hablando la prima) y uno tiene la sensación creciente de que no son dos primas y un primo (más bien una prima y un primo) sino el mismo Pombo en conversación consigo mismo y su pasado. Cuando la novela tenía que vibrar, la especulación resulta gratuita, y es el momento en el que más Pombo se deja revolotear filosóficamente hacia lo primero que tiene a mano de unos personajes que no han acabado de brotar y se han ido reintegrando a un autobiografismo verosímil pero decepcionante. La novela, a cien páginas del final, ya es lo de menos, y lo peor es que la brillante densidad poética del principio se va ensombreciendo de frases, de juegos verbales que (ay qué mal queda eso) uno tiende a traducir simultáneamente al lenguaje corriente y moliente.
¿Por qué no se conformó Pombo con una novela corta? ¿Por qué se dejó llevar por la desgana de un personaje que luego resulta ser, más bien, un rencor familiar no superado pero al mismo tiempo la joya del anecdotario? Esa último episodio, el del doble entierro del hijo de Elvira, es una buena historia que Pombo sitúa en lugar preeminente pero que solo enuncia, cuenta como se cuenta un episodio estrafalario, en dos docenas de líneas, cuando allí tenía la novela entera. Es como si al plan inicial novelesco lo hubieran barrido unos días de mal rollo en los que la novela no se sostenía pero él se empeñó en continuarla. Pombo estira innecesariamente, desequilibradamente la novela cuando exigía toda la intensidad no especulativa de aquella historia de sepelios.
Todo esto se puede justificar sin problemas: un ejercicio de libertad, un esfuerzo de abstracción como el que decía Berlanga que tuvo con Todos a la cárcel, y que viene a ser que la película se hizo a sí misma, se torció cuando quiso y se cayó cuando le vino en gana, y que el hecho de que, por el mismo procedimiento, no hubiese quedado una película memorable solo hay que achacarlo a la suerte, a que la película no salió, ella, del todo bien. Aquí la novela no sale bien: falta ficción, faltan objetos, miradas, conversaciones. Sobra rollo, vaya. Pero es Pombo, y su escritura semoviente, sesosteniente, es un placer que no hace echar de menos más enjundia narrativa que filosófica. Uno lo disfruta como disfrutaría una tarde escuchándolo contar historias viejas de su familia de provincias, con las zapatillas de paño y un gato en las haldas, mientras entra el sol por la terraza. Yo con eso tengo más que suficiente.

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