Dice
Álvaro Pombo que siempre dicta sus novelas, que no las escribe directamente
(indirectamente sí en tanto que después corrige lo que sale por esa boca), y
mientras leía Un gran mundo, su
última novela, con frecuencia fantaseaba intentando averiguar a qué ritmo se
puede hablar cuando se habla con tal lujo de abstracción y poesía. Pero ese siempre tiene su pequeña historia. Sigo
a Pombo, sin interrupciones ni libros en falso, desde 1990, desde aquella
impresionante El metro de platino
iridiado, de la que siempre comento que me inspiró una extraña sensación de
libertad. Yo no había leído a un autor español contemporáneo que escribiera con
tanta facilidad, que mezclara tan
bien el chisme de mesa camilla con el aptegma filosófico, y que todo siguiera
el orden impetuoso (e imprevisible) de la escritura
desatada, que siempre es de raíz oral. Aquel era un libro, digamos, dictado
por el pensamiento, por una mente facunda, por un cerebro parlanchín, pero
cerebro al fin y al cabo, es decir, sin las restricciones a la sublimidad
ininterrumpida que son propias del habla. Si uno habla sin parar, no puede
decir a cada frase un verso hermoso, no porque sea imposible (Ovidio, Lope),
sino porque el conjunto, oído, suena raro, apretado, sin esos párrafos
intermedios, ese cesar del contenido pero no de la palabra, el repetir con un porque claro cualquiera lo que se acaba
de decir, en busca de una formulación exacta que en la versión escrita se
desprende de las formulaciones previas, aproximativas, igual que cuando uno va
buscando un buen principio para un cuento tiene que borrar todo lo que había
escrito hasta que lo encontró. Hablar es un aproximarse, y la naturalidad no es
compatible con la indeclinable densidad.
De modo
que una cosa era la facilidad de Pombo para imitar lenguas habladas, para
re-presentar, hacernos vivo y presente, a un personaje no por lo que diga sino
sobre todo por su forma de decirlo, que era lo que yo más admiraba y admiro en él,
y otra muy distinta el llevarlo a su extremo más radical, es decir, buscar que
la novela sea del todo hablada, no
reescrita sino, si acaso, correctamente puntuada. En este blog debo de haber
comentado ya varias veces que la primera vez, que yo sepa, que se entregó por
completo a la palabra hablada fue en la Telepena
de Celia Cecilia Villalobos, seguro como estaba de dominar ese tipo de voz
femenina, que en los otros libros de aquella época (la madre de Quirós en Los delitos insignificantes, Virginia en
El metro…) bordaba con una frescura
insólita, perfecta para para lubricar el engranaje intelectual. Digo insólita y
estoy pensando qué he leído más cercano a esto de antes de Pombo. Aparte de la inevitable Menchu, no se me ocurren ejemplos de mujeres
habladoras a las que no se les vea el cartón de su creador. Acaso la Juanita
Narboni del olvidadísimo Ángel Vázquez o la deliciosa Marichuli Mercadall de
Eduardo Mendoza. Supongo que se habrá hecho alguna tesis sobre eso. Hablo,
claro, de voces femeninas interpretadas por escritores masculinos, que es el
caso de Pombo.
La Telepena resultaba un poco cansina
porque oír a alguien muchas horas también resulta cansino y porque además el
habla de la protagonista estaba sobrehablada, tan permanentemente oralizada que
tampoco acababa de resultar muy natural después al ser leída. Al hablar no hay
por qué barnizarlo todo de habla. Uno puede conservar el ritmo del habla sin
necesidad de pegar por todas partes expresiones coloquiales. Claro que habría
que preguntarle a qué velocidad dicta, porque la velocidad de lo dictado es un
hablar a toda mecha, pero el contenido de lo dicho es más denso de lo que se
puede adensar así con tanto brío. Oyes a Pombo charlar con voz de mujer, pero
no es el efecto algo ridículo que producía en Los enamoramientos de Marías, sino el de estar escuchando a un
hombre que sabe cómo hablan las mujeres y que las imita de maravilla. Un placer
garantizado, en cualquier caso.
Así que Un gran mundo está hablada pero también
re-hablada, o sea escrita, y el resultado, ya digo, es un libro hermoso que nos
remite a otro monólogo (más que narración en primera persona) que a mi juicio
sigue ocupando plaza en lo más alto de la producción de Pombo: la Aparición del eterno femenino contada por su
majestad el rey. Allí lo contaba todo Ceporro, el que aquí es el aguilucho,
que sale menos de lo que protagoniza y habla poco, porque todo lo cuenta su
prima, la narradora con voz femenina. Y el don Rodolfo de aquel entonces, el
hombre guapo y perturbador, aquí es el argentino Helio, y la abuela es la
abuela, solo que aquí se nos habla de sus años mozos y de un episodio que en el
fondo es lo único genuinamente narrativo que tiene esta novela. Esta abuela de
ahora, Elvira, procede, yo creo, de la rama de Donde las mujeres (al menos la narradora sí), que luego retomó en Una ventana al norte, o en la dama
insulsa de Quédate con nosotros, señor,
porque atardece.
Me gusta
más la rama narradora femenina de Pombo que la estrictamente masculina, siempre
más autoinculpatoria y zahiriente, más simbólica y abstracta. Pienso en el
Esteban de El cielo raso, o en
cualquiera de los dos personajes de Contranatura,
que a su vez eran algo así como una hipertrofia de Los delitos insignificantes. Y me gusta más, quizá, porque me gusta
oír hablar a las mujeres, sobre todo a las que tienen la virtud de pensar en
voz alta y de hacer las cosas al tiempo que las formulan. Es una costumbre
sanísima que cuando estoy solo intento practicar, pero no creo que a mí me
diese para una prosa decente, desde luego no tan elevada.
De modo
que Elvira es una dama de provincias que en los años 50 vivía en Madrid con un
guapo argentino más joven que ella y regentaba una tienda de antigüedades,
Luxor. El propio Pombo ha dicho que es una mujer superficial, o sea que el tema
de la novela es la superficialidad de esa mujer; el argumento, que Pombo
practica en ella lo que, según cita al pie de la letra, decía Nietzsche de la
caridad, que se parece al verdadero amor en que es una forma de apropiación del
otro, de sometimiento emocional. Nos apropiamos de la insustancial Elvira,
usurpamos sus entrañas aparentemente vacías. Es una mujer despegada que solo se
quiere a sí misma como búcaro del mundo que le pertenece. El gran mundo.
La
novela es floja porque solo tiene esto y porque cuando asoman la nariz los
secundarios su historia nos interesa más que la de la protagonista. Quizá es lo
inverso de El metro… Allí María era
el centro, el faro, la guía, y los demás pobres peleles. En esta novela ella no
ilumina nada y los demás saben qué hacer sin ella, como si se la quisiesen
quitar de encima. Y de hecho se la quitan, Pombo el primero. Poco más de
mediada la novela, tía Elvira desaparece, la voz narradora se masculiniza
(aunque siga hablando la prima) y uno tiene la sensación creciente de que no
son dos primas y un primo (más bien una prima y un primo) sino el mismo Pombo en
conversación consigo mismo y su pasado. Cuando la novela tenía que vibrar, la
especulación resulta gratuita, y es el momento en el que más Pombo se deja
revolotear filosóficamente hacia lo primero que tiene a mano de unos personajes
que no han acabado de brotar y se han ido reintegrando a un autobiografismo
verosímil pero decepcionante. La novela, a cien páginas del final, ya es lo de
menos, y lo peor es que la brillante densidad poética del principio se va
ensombreciendo de frases, de juegos verbales que (ay qué mal queda eso) uno
tiende a traducir simultáneamente al lenguaje corriente y moliente.
¿Por qué no se conformó Pombo con
una novela corta? ¿Por qué se dejó llevar por la desgana de un personaje que
luego resulta ser, más bien, un rencor familiar no superado pero al mismo
tiempo la joya del anecdotario? Esa último episodio, el del doble entierro del
hijo de Elvira, es una buena historia que Pombo sitúa en lugar preeminente pero
que solo enuncia, cuenta como se cuenta un episodio estrafalario, en dos
docenas de líneas, cuando allí tenía la novela entera. Es como si al plan
inicial novelesco lo hubieran barrido unos días de mal rollo en los que la
novela no se sostenía pero él se empeñó en continuarla. Pombo estira
innecesariamente, desequilibradamente la novela cuando exigía toda la
intensidad no especulativa de aquella historia de sepelios.
Todo esto se puede justificar sin
problemas: un ejercicio de libertad, un esfuerzo de abstracción como el que
decía Berlanga que tuvo con Todos a la
cárcel, y que viene a ser que la película se hizo a sí misma, se torció
cuando quiso y se cayó cuando le vino en gana, y que el hecho de que, por el
mismo procedimiento, no hubiese quedado una película memorable solo hay que
achacarlo a la suerte, a que la película no salió, ella, del todo bien. Aquí la
novela no sale bien: falta ficción, faltan objetos, miradas, conversaciones.
Sobra rollo, vaya. Pero es Pombo, y su escritura semoviente, sesosteniente, es
un placer que no hace echar de menos más enjundia narrativa que filosófica. Uno
lo disfruta como disfrutaría una tarde escuchándolo contar historias viejas de
su familia de provincias, con las zapatillas de paño y un gato en las haldas,
mientras entra el sol por la terraza. Yo con eso tengo más que suficiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario