En las
exposiciones de pintores clásicos disfruto especialmente de aquellos cuadros
que vienen con la compañía de algún estudio previo, de algún boceto. Recuerdo una
exposición de Sorolla en la que había varios estudios previos de un retrato de
Colón mirando el horizonte desde la cubierta, y cualquiera de ellos era más
interesante y más moderno que el resultado final, anticuado y cursi. Es lógico
que nos parezca más moderno ese boceto a lápiz, el dibujo que es como el alma
que quedará cubierta de óleo. En tanto que esbozo, tiende a lo abstracto, y ese
tránsito entre la impresión repentina y el acabado minucioso nos parece más
lleno de vida, como en plena gestación. Y por otra parte seguimos viendo en
ellos al artista, al que domina su oficio como el primero, que luego deforma
según le dicte la conciencia. Esos cuadros clásicos nos resultan, entonces,
demasiado pensados, demasiado decididos, porque seguimos confiando en que el
verdadero talento es inconsciente. Y más nos vale.
Sobre
todo esto he dado algunas vueltas en el Museo del Prado, en la exposición de
Ingres. Hay tres o cuatro cuadros con sus respectivos estudios que llaman mucho
la atención.
El detalle
de Ruggiero rescatando a Angélica nos
sorprende por reciente, y estamos al principio del XIX, en ese interregno del
clasicismo y el romanticismo, una guerra total que artistas como Ingres libraron
desde los dos bandos. El cuadro de la izquierda lo habría firmado Tamara de
Lempicka, y si lo comparas con la Lucrecia
de Giorgio de Chirico te das cuenta del valor de uno y de otro. El de la
derecha, detalle del aparatoso cuadro final, además de que las rocas de saco lo
apelmazan, Angélica mira con menos alma que en el estudio. Es más infeliz y más
ñoña, menos digna, más indefensa. La elegancia del estudio es en el cuadro
idealización forzada. En ese y en otros cuadros sorprende el realismo de
Ingres, desdibujado luego un poco por el maquillaje clasicista. Es lo que pasa
con la modelo de El baño turco.
El
estudio es el de una mujer real, una modelo de principos del XIX
que mira con gesto entre sereno y receloso mientras Ingres le pinta otro brazo
por encima de la cabeza, el que finalmente quedaría en el cuadro. La versión definitiva también ha sufrido un blanqueado y una
liposucción, ha des-realizado el impresionante original. ¿Qué hace que un
artista capaz de un realismo tan profundo se dedique a esas deformaciones
neoideales? Y al mismo tiempo hay que decir que en la bañista del cuadro ya hay instalado otro tipo de modernidad, digamos, retroalimentada,
la que, bastantes años después, conduciría, por ejemplo, a los prerrafaelitas.
En el
caso de Jesucristo ante los doctores la diferencia es casi más elocuente. El
niño del boceto es un niño de verdad, un jovencito estragado por su propia
sabiduría, esos muchachos que a veces miran muy serios, con ojeras violáceas, y
traspasan a quien les habla con su descarada serenidad, que por otra parte no
es malvada sino consciente, sabia. El otro es una postal muy
repintada. El niño es de alabastro, no mira a ningún sitio y no es que no le
lleguen los pies al suelo sino que todo él levita como una figura articulada. Sigue siendo un niño, y nos mira como quien sabe nuestra fecha de
caducidad, pero ya no tiene debilidades. Vestido de rojo llamativo, ese niño ya
es inmune, ya está petrificado.
Es como si Ingres insistiera en un clasicismo que se
marchaba incluso de sus pinceles. Lo suyo eran los cuerpos de lado, las poses de
salón, las caras simétricas, los perfiles excesivos, de cuando las posturas del
Parnaso no se llevaban en la vida real. Había que mejorarlas, estilizarlas, un
camino que quizá nos parezca caduco pero que es el que ha seguido buena parte
de la vanguardia.
Sin
embargo, a ese clasicismo grave siempre se le escapa una actitud que resulta
difícil no calificar otra vez de moderna por lo que tiene de reinterpretación,
no del objeto sino del propio cuadro. A cualquier amigo del art-decó le
fascinarán cuadros como Edipo y la
Esfinge o La virgen adorando la
sagrada forma, que mira incluso con regodeo.
Algunos
se salen de la perfección equilibrada para entrar en la verbena. A lo mejor ha
sido el tiempo el que los ha barnizado de una, digamos, gracia, que entonces no tenía pero provocaba admiración, y que ahora, además de hacernos gracia,
nos resulta de lo más sofisticado.
Supongo
que hubo un momento en que el pintor ultraclásico se dejó llevar por una
estilización nueva, igual de antirrealista que sus ideales clásicos pero más
sugerente, más provocativa. El cuadro Paolo y Francesca ya podría haberse pintado a
finales del siglo que empezaba entonces. Algunos de estos cuadros son
hasta divertidos. En Francisco I asiste al
último suspiro de Leonardo Da Vinci parece, salvo por las barbas del
pintor, una escena subida de tono de Dante Gabriel Rosetti. En Antíoco y Estratónice se ve con claridad
cómo el empeño neoclásico, arrebatado de pasión, conducirá unas cuantas décadas después al decadentismo, que no deja de ser un romanticismo amanerado.
Quizás El sueño de Ossian sea el más elocuente de todos los que se exhiben
a este respecto. La figura durmiente es de un realismo austero y cercano, y el
sueño que ilumina su cabeza baja, un verdadero filón para futuros cartelistas soviéticos
y muralistas nazis. Habíamos entrado a la espera de ver señoras con peinados
poco favorecedores y nos encontramos con un anticipo no solo del medievalismo
decadente sino de la vanguardia batalladora.
Pero las
señoras estaban, con sus peinados imposibles, cómo no. Y caballeros románticos
con los ojos desorbitados y el peinado esculpido por la ventolera del
sentimiento. Y el retrato numismático de Napoleón disfrazado de Emperador, con
trono de César y capa de armiño, todo oros, el gesto del poder y mirada de serafín.
Los modelos no suelen mirar al espectador ni a ningún sitio.
Suele ser una mirada muerta, una mirada que no mira, que contiene la posición y
fija los ojos en algo que no activa su cerebro. Son retratos de gente
satisfecha, de cara iluminada. Y a veces, no siempre, puede la persona con la
idea, como en varios espléndidos y nacarados cuadros de señoras, sobre todo el
de la condesa de Haussonville, que está viva, y que no tiene una actitud tan
solo satisfecha sino entretenida dentro de su sosegada picardía.
Y por ese lado realista destaca
el mejor retrato de todos, el del señor Bertin. Las manos gordezuelas, clavadas
como garras a los muslos, la mirada fija en el espectador, segura por caediza,
o el rictus de la boca, también de íntima satisfacción, pero menos ingenua.
Gran retrato, pintado en una época, veo ahora, en la que ya no había mayor
idealismo que el realismo que hasta entonces había escondido bajo los óleos. Es
curioso que El baño turco, con el
estudio más intensamente realista, naturalista casi, y uno de los cuadros más
modernos y distanciados al mismo tiempo, lo pintara Ingres con ochenta y tantos
años. En uno de sus últimos autorretratos, también expuesto, conserva la cara de
autoestima que sacó siempre a sus retratados, pero mantiene un ceño de
tranquila desconfianza, del que piensa clara y sosegadamente. La boca subraya
la comodidad necesaria; los ojos, la atención precisa. Sería interesante ver
los bocetos que desechó.
Pues no deja de ser verdad que los bocetos, muchas veces, le dan vueltas al producto terminado. Se ve más la mano, el ojo, la mente que hay detrás de esa mano y que, luego, es cubierto en buena parte por el saber hacer del pintor. Muy interesante, como siempre. Gracias.
ResponderEliminarHay profesores de los que nunca dejas de aprender.
ResponderEliminarMuchas gracias :)